miércoles, 13 de diciembre de 2006

La idea... JOP



Tengo que decirlo desde el principio: Escribir fue una vocación adquirida sin referentes. Es esa una de las cosas que considero dificultan el desarrollo de la escritura.
Mi abuela Elena era quien había tenido algún vínculo con la literatura, pero circunscripta a la lectura de novelas rosa. María Elena Zamudio, como fue bautizada por su madre en el juzgado de paz del pueblito donde nació debido a un incordio del destino, tenía un sistema implacable; leía los libros comenzando por el final; si lo que leía le resultaba agradable y prometedor, leía el resto. Nunca pude comprender cuál era el criterio que utilizaba para emitir sus juicios, aunque sospecho que la cosa quedaba reducida a si la feliz conclusión de la novela ameritaba atravesar los tortuosos vericuetos de los enredos pergeñados por el autor. Recuerdo verla sentada en el patio trasero de nuestra casa, enfrascada en lecturas medio atentas, puesto que su agudo oído siempre estaba dispuesto a captar alguna nueva noticia sobre la vida de alguna vecina o algún familiar.
Aquella mujer firme y cariñosa había sido anotada en aquel pueblito perdido en la geografía mendocina, por un designio irrebatible del destino: fueron abandonadas por el hombre que había enamorado a mi bisabuela, el día siguiente de su natalicio. Quizá por eso nunca se sintió a gusto en ningún lugar fijo. Nunca consideró ningún lugar como verdaderamente propio, lo que, me parece, la convertía en un espíritu verdaderamente libre, a tal punto, que no dudó un instante el día que se despachó sin demasiadas explicaciones frente al boquiabierto de mi abuelo cuando le dijo simplemente: “¡Me tenés podrida, me voy de esta casa del diablo!”.
Era costumbre reiterada que se contara esta historia como la anécdota infaltable de cada reunión familiar, siendo infalible el relato pormenorizado de los hechos, el día de su cumpleaños, escena que se reiteraba año tras año en el mes de octubre. Todos conocían el ritual: al comienzo ella se negaba a contar la historia aunque no hubiera perdonado nunca que no se le preguntara o se le insistiera para que atrapara a todos -como lograba hacerlo cada vez- con los ribetes inverosímiles de la quimera. Los más afortunados eran los más pequeños y recién llegados al grupo, que quedaban atrapados al instante con el mágico despliegue de la verba de aquella mujer que lograba colocar cada inflexión, cada pausa y cada gesto acompasado, en el punto justo de la exposición.
Recuerdo que una semana antes de morir, me cebó un mate de leche dulce, de aquellos que sabía compartir con los que quería, y me dijo: “No te niegues nunca la oportunidad de la felicidad y la alegría”.
El día que el médico les dijo a mis padres que el motivo de la fiebre que me tenía tendido en la cama se debía a unas paperas francas, aquella mujer estuvo sentada al borde de mi cama desde el momento que el médico cruzó la puerta de entrada, hasta el día en que me levanté por primera vez recuperado. Cuando despertaba por aquellas noches delirando, lograba verla, a través de los vapores de la fiebre, sentada medio dormida con alguna de sus novelas entre las manos. Fingía estar leyendo, aunque muchas veces los pormenores de aquellas historias las revivía en los plateados escenarios de su imaginación dormida.
Como hija de su madre, mi madre, no detentaba tantos galardones. Se ufanaba a menudo haber heredado la visión y el espíritu autodidacta propios de su progenitora, y apenas conseguía eso: jactarse.
Mi padre, de estirpe más llana aún, no lograba acaparar siquiera una minúscula medalla que enrostrarle al mundo, como sustento de algún perdido abolengo en los desfiladeros de la existencia. Entre sus ancestros nada para destacar. Sólo un par de borrachos tristes y una solterona consumida por la envidia cuya mayor desgracia fue vivir hasta los ochenta y cuatro años.
No exagero nada si digo que mis padres apenas sabían lo que significaba un libro. Lo extraviados que estaban en desconocer las prometedoras experiencias que sacarían con sólo dedicarse unos minutos diarios a la aventura de la lectura. Sin inclinarse un instante sobre los folios de uno, consideraban una pérdida de tiempo absoluta la lectura.
Por eso, en mi caso, ser escritor es una contradicción, un levantamiento contra mandatos ancestrales. Una equivocación genética.
Pero hay que reconocer que aquella desviación acarrea el problema de la falta de referentes auténticos. Puesto que no sólo no ha habido una estimulación temprana dentro del núcleo familiar, sino que tampoco he sido un gran autodidacta con la lectura. He leído poco. Lo que me gustó mucho, y lo necesario; lo que hay que leer. Eso sí, en algo soy incoercible. La lectura obligada o elegida ha estado siempre circunscripta a la prosa. La poesía ha sido un género seguramente inaccesible para mí, pero sospecho que hay una trampa en mostrarla como un género en si mismo. Tengo para mí, que la poesía es un ejercicio del lenguaje, un producto de un artilugio que se construye gracias a la maleabilidad de la lengua. Por eso, puede perfectamente encontrarse poesía dentro de la prosa. Existen frases y oraciones memorables en innumerables lugares de innumerables obras que avalan esta afirmación.
Pero no quiero extenderme en la exposición de posiciones tomadas, las tengo y muchas. Quiero referirme al asunto por el que me siento convocado. La dificultad de hallar el propio discurso, la musicalidad singular, la melodía original que deje la impronta de mi persona en la narración; en el desarrollo de alguna idea.
Este es el punto en el que me encuentro. He publicado un libro de cuentos breves, por el que, mal sonará que yo lo diga, he recibido elogios, y que, a mi parecer, y por uso de la necesaria modestia, resultan exagerados.
Ahora tengo entre manos una idea, una historia, que me seduce prometedora. Pero que me tiene atrapado en la inacción, en la falta de creatividad. A veces me parece que esta interrupción está emparentada con el temor a traicionarla, a no alcanzar los niveles expositivos que ella merece; a bastardear su contenido o tornarla incomprensible, cuando la belleza que por momentos logro captar de ella se diluye en el espacio entre el lápiz y el papel.

Como un hecho acostumbrado desde hacía semanas, se despertó en la mitad de la noche. Se quedaba tendido en la cama pero la ansiedad iba en aumento y, anticipando lo que vendría, se incorporaba y pasaba algunas horas recostado sobre el espaldar. Creía tener entre sus manos una historia con la que podía decir mucho; para él, y en consecuencia para otros. Pero apenas desandado el camino comenzó a vislumbrar el incierto final del derrotero.
El descanso se le había interrumpido esta vez atropellado por un sueño. Cortazar le contaba con ansiedad y pesimismo que esperaba un subsidio prometido por los funcionarios de algún área gubernamental. Asistencia que no llegaba nunca y a la que aspiraba, pues le permitiría dedicarse a escribir sin preocupaciones. “¡Escribir! ¡Escribir! ¡Escribir!”, repetía Cortázar en el sueño mientras le clavaba la mirada en sus ojos inciertos, con la misma convicción con la que el suicida dispara sobre su sien.
En aquellas obligadas vigilias, su espíritu de escritor lo compelía a explotar aquellos productos oníricos para extractar de ellos, alguna inspiración ancestral. Entonces tomaba el borrador y releía y corregía; agregaba, quitaba, modificaba, tachaba. Sobre la mesa de luz había dispuesto un diccionario que consultaba, en el mismo estado de ánimo con que los alquimistas se arrojaban sobre sus viejas recetas cuando la nueva fórmula amenazaba con escurrírseles del pensamiento.
Hacía meses que no dormía bien. Comenzaba a notársele el cansancio en las líneas de la cara; en la expresión general de su cuerpo. Como si aquella historia comenzara a adquirir un peso físico tangible y su esqueleto fuera incapaz de sostenerla.
Cuando amaneció fue hasta la cocina a prepararse el desayuno. Un té desabrido con dos o tres galletitas untadas con mermelada de higos. Seguía con el texto y las enmiendas entre las manos.
Fue a la heladera y se sirvió un vaso de agua fría. Cuando se disponía a permitirse un sorbo, dejó el vaso sobre la mesada de la cocina y fue hasta la computadora. Se sentó, abrió el archivo correspondiente y en el lugar calculado se dispuso a escribir. Sus manos quedaron suspendidas sobre el teclado como garras inútiles. El cuerpo le dio permiso para permanecer un rato en esa posición tonta, hasta que un calambre en los hombros lo obligó a descender las manos. Se recostó sobre el respaldo de la silla y miró el techo. Otra vez la mancha de humedad. Tenía que llamar al albañil para ver si terminaba de una vez por todas con esa filtración.
Volvió a la cocina por el vaso de agua, y bebió. El té estaba frío y no tenía hambre. Fue al dormitorio en busca del paquete de cigarrillos. Encendió uno; de los negros: los que le gustan más. Aspiró una enorme bocanada y la retuvo unos segundos. Se acercó a la ventada y exhaló el humo hacia el aire adormecido.
De la madeja de ideas, pensamientos y acontecimientos que lo rodeaban, esperaba poder aprehender alguna hebra de aquel inconmensurable manojo y jalar para apoderarse de algún sentido novedoso.
Fue por el borrador que había dejado en la cocina y regresó al dormitorio. Se sentó en la cama y releyó por enésima vez. Cambió una palabra por otra. Daba lo mismo.
Terminó el cigarrillo y lo tiró la por la ventana. La colilla jugó un rato con el viento antes de precipitarse en la vereda. Se tendió en la cama y cerró los ojos mientras apretaba sus puños con fuerza.
Con un impulso que poseyó su voluntad, saltó de la cama, recogió el texto y sin experimentar el menor remordimiento, lo tiró por la ventana.

Se despidió con un beso rápido y salió apurada en dirección a sus obligaciones. A los pocos pasos se detuvo. Miró hacia atrás y vio como su novio subía al colectivo que lo llevaba al trabajo. En el apuro olvidó recordarle lo de la factura vencida del teléfono…
Miró el reloj: Diez minutos tarde. Volvió a emprender la marcha esta vez con mayor celeridad. En la mitad de la cuadra una lluvia de papeles ensortijados le cerró el paso. Se detuvo. Miró hacia arriba y no vio a nadie. Miró el suelo y, como si fueran suyos, recogió los pliegos dispersos. Los acomodó como pudo. Volvió a mirar hacia arriba. Nadie. Miró el reloj: doce minutos tarde.
Sin ninguna intencionalidad comenzó a leer. Leyó, leyó y leyó. Intercaló los agregados, modificó las enmiendas, suprimió las tachaduras, añadió en las rasgaduras e inventó las palabras que el pulso nervioso de la escritura le impedía descifrar. Continuó leyendo…

Sentada en el umbral de una casa levantó la cabeza y dirigió la vista hacia la vereda de enfrente. La mirada atenta, como si escrutara un escenario donde se estuviera representando una obra magistral. Los ojos se movían siguiendo a los pensados personajes, a la escenografía. Retiró algunos actores, colocó otros, trastrocó el día por noche, iluminó un rincón, envejeció al protagonista, cambió la inflexión de un parlamento y la extensión de otro. Volvió hacia atrás y agregó un personaje.
De pronto, sus ojos se quedaron quietos. Volvió a ver el paredón tapado de inscripciones. Se le antojó el final, bajó el telón y sonrió.
Miró el reloj: tres horas cincuenta y tres minutos tarde…

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡IMPRESIONANTE!!!! ASOMBROSA HISTORIA!!!! ¿Quién sos JOP, que te encuentro tan parecido a mí?
¿Quién sos que te me acercás en tus gustos, tal como el de escribir y si bien no tuve la dicha de conocer a mis abuelas, mencionás a la tuya y me recorre un escalofrío por todo el cuerpo.
Tu abuela Zamudio. Ella te cuidó, te daba mates de leche.
Mi profesora de francés, en la etapa del secundario era María Elena Zamudio.
No sé que son estas coincidencias.
Siento que algo me estás revelando, pero todavía no puedo descifrarlo.Tu primer nombre, tan significativo para mí. Tu última inicial que la relaciono inmediatamente con genios del teatro. Tus fotos, tus cuadros, tu poética relatando momentos...
Y tu incertidumbre...La falta del envión para gritarle al mundo: ESTE SOY YO!!!!
Qué música, que metáfora, que sonidos, qué palabras...qué besos, qué caricias. qué ternura, qué belleza todo lo que encierra y dejan trascender tus escritos...
Manos de artista escribiendo
¿Acaso será porque los relatos son historias de la vida misma?
Acaso, la vida misma no es un MILAGRO DE AMOR???
¡MILAGRO DE AMOR!!!!!Milagro de amor....
¿Jugamos a la RAYUELA????? y traemos al presente a CORTÁZAR????
O preferís que te invite a cruzar el charco y tomamos un café con GALEANO??????
No me hagas caso....estoy delirando....Me estoy poniendo vieja....y los afectos también me van dejando. Pero no me hagas caso y continúa creando, creando....Yo lo valoro. Redescubro nuevas emociones. Me relajo, me aflojo, busco la luna y no la encuentro. No me hagas caso....VÉ DÓNDE EL CORAZÓN TE LLAMA!!!!!Y SÉ FELIZ!!!!

Anónimo dijo...

"Cada vez que al Crecer, tengas ganas de convertir las
cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la
primera revolución que hay que realizar es dentro de
uno mismo. La primera y la más importante.

Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es
una de las cosas más peligrosas que se puedan hacer.

Cada vez que te sientas extraviado, confuso, piensa en
los árboles. .recuerda que un árbol de gran copa y
pocas raíces es derribado por la primera ráfaga de
viento, en tanto que un árbol con muchas raíces y poca
copa a duras penas deja circular su savia.
Raíces y Copa han de tener la misma medida. Has de
estar en las cosas y sobre ellas. Sólo así podrás
ofrecer sombra y reparo. Sólo así al llegar la
estación apropiada podrás cubrirte de FLORES y de
FRUTOS.

Y..,luego, cuando ante ti se abran muchos caminos y no
sepas cual recorrer, no te metas en uno cualquiera al
azar.

Siéntate y aguarda.

Respira con la confiada profundidad con que respiraste
el día que viniste al mundo, sin permitir que nada te
distraiga.

Aguarda y Aguarda más aún. Quédate quieto, en
silencio.

Y escucha a tu CORAZÓN...

Y cuando él te hable: LEVÁNTATE Y VE DÓNDE ÉL TE
LLEVE"
..............................................
Extraído del libro: Va'dove ti porta il cuore (DONDE
EL CORAZÓN TE LLEVE)

De las cartas escrita de la abuela a su nieta emerge
"la historia de la familia"

JoP dijo...

María Elena Zamudio nunca existió. Por lo menos en los términos del relato.
No se quién haya sido esta mujer que brotó en la escritura y tomó la forma de María Elena Zamudio en la historia. Pero con toda seguridad, no fue ninguno de mis antepasados.
Sorprendente la coincidencia entre Abuela y Profesora. Cómo un nombre elegido y construido al azar puede significar algo para otra persona.
Sorprendente.