sábado, 29 de marzo de 2008

El 16 de noviembre de 1735. JOP.

El 16 de noviembre de 1735 Eduard Pierrot fue sentenciado a morir en la horca por el robo de una gallina.
El primer juicio se llevó a cabo con tantas incorrecciones que hubo que reanudar totalmente la substanciación de la causa al promediar el desarrollo del proceso, puesto que se habían perdido pruebas, se interpolaron otras que no constaban al comienzo y muchos testigos de la fiscalía habían desistido de sus declaraciones al poco tiempo de las audiencias, acusando a los fiscales de coacción y soborno.
El abogado de la defensa, un profesional proveído de oficio por el Estado, desplegó con vehemencia sus defensas y entre ellas estaban detallados, con la precisión de un veterano estratega de guerra, los motivos sobre la inocencia de su defendido.
El juicio fue presidido por el Duque Jean Françoise de Chatêlet, el anciano marino cuya reputación en los altos cargos de la fuerza naval hicieron que el Rey en persona, le encomendara la presidencia del tribunal más famoso de Francia, no tanto por la jerarquía de sus integrantes, sino por las causas en las que había tenido que intervenir.
-¡Señores Jueces! -clamó el fiscal en las postrimerías de su alegato cebado por los ardores del debate- Este hombre, está acusado por el robo de hacienda impropia en las circunstancias que han sido expuestas y probadas. Es el parecer de esta fiscalía, que los reparos y alegaciones del acusado no revisten suficiente entidad para sobreseer al reo de las acusaciones que se han vertido al comienzo del juicio, siendo que los motivos exculpatorios no han podido ser suficientemente probados en este proceso. Por ello señores jueces, -continuó clavando su mirada en el acusado-, pido la correspondiente sanción para el imputado, ajustada a los cargos con los que esta fiscalía ha iniciado la causa y a los que el elevado criterio de sus señorías sabrán suplir y complementar.
Eduard Pierrot miró al fiscal, luego recorrió el rostro de cada uno de los jueces, y finalmente depositó su mirada en su mujer, quien lloraba sentada en uno de las bancas laterales dispuestas para los familiares del acusado.
Elise Marinard Pierrot presenció todo el proceso sin perderse ninguna jornada. En todo momento guardó la máxima compostura y en los trances clave, le regaló a su esposo una amplia sonrisa en muestra de su apoyo incondicional.
De maduros veintidós años, figura delgada y esbelta, cabello rojizo atado por detrás sobre la nuca y unos ojos marrones claros cristalinos, delineaban la prístina belleza de Elise y pregonaban el origen escandinavo de su ascendencia.
Se conocieron en uno de los tantos viajes que debió realizar Eduard con motivo de su ingreso al departamento diplomático del ejército por indicación y consejo de su padre. A los pocos meses de entrenamiento militar, Eduard fue asignado a una misión diplomática junto al cónsul honorario en carácter de custodio en una visita protocolar a Estocolmo.
En un franco rutinario y de paseo por la calles de la ciudad, se topó con Elise quien regresaba de visitar a una tía enferma a la que ayudaba con los quehaceres de la casa. Eduard repitió desde ese momento la historia de aquél encuentro con la misma emoción con la que la vivenció en aquella oportunidad. Recordaba una y otra vez, ante quien quisiera oírlo, la anécdota que significó el cambio de rumbo definitivo en sus vidas.
Eduard quedó fascinado al ver a la muchacha que se deslizaba por la plaza principal con dos canastos repletos de frutas y verduras. La siguió unos metros hasta llegar a la esquina y antes de que la muchacha ingresara en la panadería, se presentó ante Elise en un rudimentario sueco que había aprendido junto a un intérprete regular de la escuela militar antes del viaje. Eduard ofreció sus servicios para ayudarla a cargar los canastos y se presentó.
-Madame, soy el cabo Eduard Pierrot del ejército francés y estoy en una misión diplomática. Quisiera, sin importunarla, ayudarla a transportar los cestos, -le dijo inclinándose ligeramente delante de la muchacha-.
Elise, sorprendida, sonrió y aceptó sin saber bien porqué lo hacía. –Es usted muy amable señor, -respondió Elise intentando contener su enorme sonrisa-.
Eduard tomó los dos canastos y casi cayó al suelo al recibirlos en sus manos y constatar el enorme peso que esa frágil muchacha venía cargando. Elise comenzó a reír, ahora así, a carcajadas y Eduard no pudo evitar enamorarse esa mañana de aquella sueca.
-Mademoieselle, ¿cuál es su nombre?-, preguntó ansiosamente Eduard.
-Kajsa Swenka Bergqvist-, respondió altivamente Elise, como si hubiera proferido el nombre de alguna emperatriz.
Eduard no supo que decir, básicamente porque no comprendió el nombre, y si así lo hubiera hecho, jamás habría podido pronunciarlo.
-¿Elise?-, bromeó Eduard ante la mirada chispeante de Kajsa Swenka Bergqvist. Entonces ella, no pudo evitar enamorarse de aquél cabo del ejército francés que en tres meses sería su esposo, la llevaría a vivir a Tolouse, la convertiría en Elise Marinard Pierrot y en la mujer más dichosa del mundo.
Sentada en la sala del tribunal, frente a la mirada resignada y firme de su marido, aguardando el latigazo final de la sentencia, Elise no pudo no pensar en que siempre es más fácil el odio y la injusticia. En ellos, es donde se cristaliza la naturaleza aberrante y desviada de los hombres. Y también pensó que ellos se apoderan de sus substancias, sus corporalidades, con mucha más facilidad que con la que asumen el amor.

Extraviada la sentencia y con ella el pormenorizado tejido de los hechos, resulta imposible reconstruir la verdadera concatenación de la realidad. Las crónicas no nos ofrecen ninguna información cierta sobre el complejo entramado de las acusaciones ni de las probanzas arrimadas al juicio. Sólo un rumor subsistió al envilecimiento del paso de los años y llegó hasta nuestros días. Casi una leyenda que, por pudor, decidimos omitir en este breve relato.

2 comentarios:

SUSURU dijo...

excelente!!!
besos

AndyPeCas dijo...

Este sì que me gustò, el relato con omisiones