viernes, 26 de enero de 2007

Miradas. JOP




En una clara noche de primavera Miguel y Abelardo están sentados en un claro del bosque cercano.
Abelardo permanece con los ojos cerrados dejándose atravesar por la naturaleza que lo rodea. Miguel, a su lado, contempla el cielo estrellado que, en la claridad de la noche, se ve surcado, de norte a sur, por el blanco manto de la Vía Láctea.
Miguel tiene la sensación de que su maestro no esta allí y por un instante, percibe cómo ambos se han fundido con el mundo que los circunda.
La tibia brisa cargada de aromas de álamos, eucaliptos, abedules y pinos, gira entre ellos y el césped húmedo. Los grillos cantan extasiados a la noche misteriosa el eterno y ancestral arrullo.
Miguel, sin bajar la mirada y con una voz apenas audible no puede evitar preguntarse a sí mismo y a su maestro.
-¿Cuál habrá sido el motivo que debe haber tenido en cuenta el Creador al poner allí ese formidable manto tapizado de luces intermitentes?
El latido ancestral de la naturaleza no cesó un instante y Abelardo abriendo lentamente los ojos dirigió también la mirada al cielo.
-Mi querido Miguel, allí arriba están todas las preguntas y todas las respuestas- reflexionó.
-Tengo la impresión -continuó- que los interrogantes que nos formulamos aquí abajo no son más que ecos remotos de aquellos que se pueden formular allí, siendo aquellos mucho más originarios y definitivos -dijo casi como un arrullo.
La declinación del tono en la voz del maestro, la hacía aparecer como brotada de la tierra, de los arbustos; exhalada por los artrópodos inquietos de la noche.
Miguel, presa de la fascinación, no podía aprehender con firmeza aquello que había escuchado, siquiera podía articular aquella reflexión en ningún razonamiento propio.
Abelardo respiró profundamente y sus ojos recorrieron la bóveda celeste particularmente cristalina aquella noche.
Miguel, sentado a su lado, acompañó con sigilo la mirada de su maestro intentando sujetar, con aquella acción, algo de lo que Abelardo había querido transmitirle.
El silencio habitual entre ellos se hizo profundo, pero esta vez Miguel lo percibió casi como un abrazo cálido.
-¿Acaso no ha pensado, querido Miguel, en la posibilidad, ya que venimos de la tierra, de que ésta sea parte de aquello que observamos y de ese modo, nosotros seamos también, entonces, parte del Todo? -dijo serenamente Abelardo. –¿Que cada partícula que nos constituye –continuó- no haya estado ya en otra parte, incluso allí arriba, trayéndonos su antigua y milenaria sabiduría; puesto que finalmente también nos convertimos en parte de la tierra que pisamos y ésta siendo parte de aquél?
Miguel estaba atónito y se sentía aturdido.
-Esa, me parece, -reflexionó el maestro- es la cabal prueba de nuestra integración más absoluta con el Cosmos, si usted quiere, con la Creación entera.
Miguel observaba al maestro con devoción puesto que percibía que estaba compartiendo con él, otro de sus más absolutos y deslumbrantes pensamientos.
-Incluso, y esto me parece lo más maravilloso, mi querido Miguel -concluyó Abelardo- es que estas substancias de las que estamos compuestos y que proceden de los mismos elementos que nos rodean, hoy hayan llegado a organizarse de modo tal, en que logren pensarse a sí mismas y al Cosmos del que proceden y, por eso, nos derramamos inevitablemente, una y otra vez, en los interrogantes sobre los orígenes; los nuestros, es decir, los orígenes de Todo.
-Si no lo he malinterpretado maestro –comenzó a comprender Miguel- es como la silla donde nos sentamos o la mesa donde disponemos los alimentos a la hora de la cena. Sus formas son claramente diferentes pero, en esencia, no dejan de ser la madera del árbol que las constituyen.
-Exactamente –dijo complacido Abelardo-. Diferente morfología pero idéntica la esencia.
-Es decir –dijo Miguel entusiasmado- que el árbol está en nosotros y nosotros en el árbol, en el césped que pisamos, en aquella flor, en la oruga, en los pájaros que migran, en la montaña y en la nieve que corona su cúspide.
-Y en el Sol y en la Luna y los cometas, y ellos en nosotros –completó Abelardo-.
Aquella noche no durmieron. Permanecieron uno al lado del otro sentados en el claro del bosque hasta ver aparecer las primeras luces del nuevo día.

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