viernes, 5 de enero de 2007

De mi "Irreversible". JOP.


Desde siempre, al anochecer, Alberto experimentaba la misma feliz ansiedad. Su corazón comenzaba a expresarse con latidos profundos y joviales cuando se acercaba a su casa. Alberto dobló en la esquina con la premura que experimentaba, carcomiéndole las entrañas, cada vez que estaba por llegar. Por acercarse a Isabel. Necesitaba un descanso después de un largo día y sabía que encontraría esa paz tan ansiada detrás de aquella puerta marrón.
Después de tantos avatares había logrado sus objetivos más perentorios, todos signos inequívocos de la reparación de un tiempo ya casi olvidado. Y si la persistencia insidiosa del recuerdo no lo permitía, y la tenacidad inclaudicable del pasado amenazaba con derramarse en los terrenos del presente, aquellos recuerdos encontraban un lugar remoto y conveniente para ser alojados en algún lugar distante de su memoria.
De joven, asaltado por la duda sobre los caminos a seguir para conquistar aquello que desconocía y que un impulso interior de reivindicación lo empujaba a alcanzar. Sus referentes más antiguos lo asqueaban y luchó con tenacidad durante su adolescencia para desembarazarse de ellos. Muchas veces cayó en el desconcierto y la frustración. Se atascó, otras tantas, con pensamientos inverosímiles sobre sus posibilidades. Pero abrigó con vehemencia una punzante certeza que lo guiaba por algún luminoso sendero: sabía que no quería repetir los errores en que otros lo habían enredado desde muy joven.
Esa única claridad lo conducía a través de la oscuridad de las opciones desconocidas y lo conminaba a atravesar sus antiguos modelos, y de ese modo era lanzado a un más allá totalmente desconocido: un páramo sobre el que podía reconstruir a su antojo, sobre la base de sus propios ideales y deseos; como un pintor obnubilado que llena de colores y texturas un lienzo desconociendo el resultado final de su obra.
La agonía de sus días de infancia había quedado tan alejada de su actual realidad que a veces debía convocar forzosamente a los demonios de aquel pasado para recobrar algunas migajas de aquellas amarguras. Era en ese encuentro con aquellos huidizos recuerdos en que sentía expandirse gozoso de haber conquistado una realidad nueva, inexistente antes, y a todas luces propia. Alberto comprendía que aquello significaba haber superado sus propias limitaciones y haber construido un presente sólo por momentos imaginable y escondido siempre en largas reflexiones.
Su familia era la muestra más abrumadora de haber llegado a la meta tan ansiada. Dos hijos, una mujer que lindaba los contornos de un ideal, su casa, su negocio; todos insoslayables testimonios de haber perseverado en sus más profundas convicciones. Convicciones que habían surgido, casi como siguiendo algún principio químico, como reacción contra un pasado intolerable.
Pero ya estaba aquí, su voluntad lo había conducido hasta el punto del camino tan anhelado, y no había tormenta del pasado que pudiera conmover la felicidad que había conseguido.
Todo se le presentaba con la firmeza de una realidad tan contundente que el éxtasis que ello le producía lo mantenía largos momentos en un trance indescriptiblemente placentero.
El orgullo que sentía de todo aquello que había conquistado lo serenaba. Lo había ideado en sueños y amasado con el esfuerzo y la tenacidad que solo ofrece la certidumbre de transitar el sendero correcto, sin dudas.
Había conquistado la tranquilidad y la certeza que ofrecen las cosas que siempre están en el mismo lugar. Con la misma seguridad como la que ofrece una ley física, su vida era el terreno donde las cosas podían preverse; donde nada escapaba hacia al mundo de la sorpresa, y la repetición de las cosas, la cotidianeidad de los actos, no eran, para él, motivo de aburrimiento, sino el hallazgo de una felicidad cierta conquistada a cada instante.
Por eso lo que cualquiera consideraría una vida rutinaria no era concebido de ese modo bajo la perspectiva que había elaborado. Por lo tanto, en medio de un mundo que no concibe a lo repetitivo como novedoso, era necesario cierto esfuerzo para entender esa visión particular con la cual era imposible considerar a su vida de aquel modo, sino que, por el contrario, estaba constituida por un conjunto de ritos que le proporcionaban la contención, la seguridad y el placer que ofrece la existencia de códigos compartidos; de un mundo significado por un conjunto de signos que permitían reconocer las profundidades de aquella singularidad que era el encuentro consuetudinario con Isabel. Y en ese universo compartido, lo conocido, lo que parecía estar inmerso en un continente de referencias insoportablemente anquilosadas, había siempre una pequeña veta por la que explorar la aparición significativa de alguna novedad. Como quien en medio de un paisaje montañoso cubierto de nieve descubre inesperadamente una pequeña flor surgiendo bajo la opresión de una roca.
Su espíritu libre le proporcionaba esquemas de pensamiento que le permitían instalarse en perspectivas intelectuales novedosas. Por ejemplo, consideraba una falacia el mito judeocristiano sobre la creación. Y aunque otorgaba plena eficacia simbólica a la creencia en las cuestiones míticas, tenía una versión diferente de la supuesta expulsión de Adán y Eva del Paraíso.
Pensaba que ellos, en realidad no habían sido expulsados, sino que aquella historia de la serpiente, el árbol de la sabiduría, la manzana, el pecado, contenían el germen de la debacle posterior del hombre, aunque por motivos radicalmente diferentes. El Paraíso era maravilloso, pero Eva y Adán, tan llenos de virtud e inocencia como el hombre en su estado más puro y primitivo, cansados de tanta tranquilidad y monotonía, una vez decidieron marcharse hartos de la tediosa armonía de lo mismo. Fue entonces que ese gesto rompió con la temporalidad en la que vivían y, arrojados a la esfera de un tiempo lineal que no retorna, por propia elección, fueron a parar al mundo más allá del paraíso.
No era otra cosa que la interminable insatisfacción, propia de lo humano, lo que lo había conminado a modelar un mundo cambiante, impredecible; arrojado compulsivamente por una concepción grotesca del progreso hacia un futuro incierto tras el engaño de la promesa de un mayor bienestar. Era esa falta absoluta de saciedad la que lo obligaba a construir un mundo en constante mutación para poder acceder en él, ilusoriamente, como promesa de realización futura, a la satisfacción plena de todo deseo. El objetivo colocado siempre al alcance de la mano, pero nunca en la cuenca urgente de la palma vacía.
Alberto consideraba totalmente apropiado que las cosas tendieran a la repetición. La vida no hace otra cosa que enfrentarnos constantemente con la monótona circularidad de los procesos. ¿Por qué se había convertido en un valor tan capital la idea de progreso y la necesidad de avanzar hacia la conquista de algo prometido siempre como mejor? Alberto entendía que el vacío existencial del tiempo en el que le tocaba vivir era producto de ese vertiginoso mundo de cambios en el que todos estaban sumergidos. Los valores que se constituyen se volatilizan con la misma facilidad con la que se difunde el vapor en el aire, debiendo constituirse rápidamente otros, producto de aquella inercia imparable que impulsa al cambio. Pero esa evaporación sistemática de principios orientadores sumerge a todo el mundo en la desesperación frente a un vacío de contenidos y referentes que ahueca el sentido de la existencia; del mismo modo que el alcohol abandona el embace que lo contiene cuando toma contacto con el aire.
En contrario con esa tendencia, creía que no había posibilidad de estancamiento ni detenimiento alguno en la mansa repetición cotidiana de los actos. Es precisamente el reencuentro con esas cosas de todos los días lo que proporciona el terreno para la felicidad. Y era esa certeza, esa seguridad de aquello que vuelve, que siempre retorna al mismo lugar, lo que genera una placentera tranquilidad, y nada más parecido a una felicidad cierta que esa serenidad por el reencuentro con aquellas cosas de todos los días.

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