Martina solo se acercó para dejar encima de la mesa el sobre encerado. Nunca se detuvo a observar la mirada fría y penetrante de su madre que la observaba desde la más inconmensurable de las alturas.
Solo se limitó a dejar el sobre y luego caminó hasta la puerta del baño donde se detuvo un instante para observar a aquella estatua caliza que la había parido hacía 13 años.
A aquella mirada fría y calculada Martina devolvió una sonrisa dulce e imperceptiblemente triste.
-A pesar de lo que digan todos, yo te quiero mamá-, le dijo a su madre. -Vos tampoco tenés la culpa de haber sido hija de tus padres y no haber podido hacer nada con eso. Tampoco sos culpable de haberte creído enamorada cuando un hombre te tuvo entre sus brazos, para despertarte una mañana, muchos años después, y encontrarte más sola que nunca en este mundo. Ni siquiera sos culpable de la vida que me diste cuando pensaste que un hijo refrescaría el amor por ese hombre que se acuesta todas las noches a tu lado en la cama.
Desde el otro lado, el silencio se incrementó.
-No te culpo de nada. Hiciste lo que pudiste; como dijiste un montón de veces y yo no pude comprender en medio de mis furias.
Martina se quitó el vestido blanco que llevaba puesto y lo dejó caer al piso. A través de su piel blanca y suave de niña virgen podía vislumbrarse la sangre acelerada en sus arterias.
La estatua seguía allí, impertérrita.
Martina sonrió una vez más y se deslizó dentro del baño.
Cuando la estatua caliza recuperó el hálito de vida necesario y pudo desplazarse hasta la puerta del baño, encontró a su hija con las venas de sus brazos abiertas y una leve sonrisa de niña virgen en su rostro.
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