El sueño la sedujo detrás del estrépito fugaz de la puerta que se cerró. Había quedado sola en la habitación. Sola una vez más. En ese reencuentro remanido se produjo el sortilegio y, quizá por eso, pudo dormirse. La monumental fatiga que experimentaba nada tenía que ver con el sopor que la dominaba en todo momento.
En medio del vacío emocional que la oprimía, la pesada somnolencia la llevaba de paseo por un sendero de pinos azules, y en medio del perfume que el viento arrancaba de sus ramas, Isabel se sentaba a descansar tendida en el suelo. Miraba hacia las interminables copas firmes y experimentaba una seguridad tersa que redundaba en una invitación a desplomarse sobre el cansancio sin temor.
Isabel sentía un profundo deleite al detenerse en medio de aquel bosque de sus primeros años y recostarse en el suelo. Ese terreno arenoso, cubierto de hojas secas y frutos latentes de coníferas implacables, ya la habían apuntalado en otros tiempos.
Mirando hacia arriba observaba con detenimiento el bamboleo perezoso de los pinos. Se los imaginaba como ancianos añosos y frágiles, tanto, que por momentos temía que el viento aumentara el balanceo de sus copas y los quebrara como se quiebra un jarrón de vidrio.
En esa maraña verde había un árbol que siempre atrapaba su atención. Muchas veces, corría hasta el lugar donde estaba solo para observarlo y arrastrar allí sus pensamientos. Era un pino muerto. En medio del bosque exhalante de vida aquel árbol era un monumento, un símbolo de que la finitud inexorable aguarda implacable.
Raído, áspero, cubierto su tronco de verdín persistente, permanecía quieto, inmutable en medio del ajetreo que lo rodeaba.
Su vacía copa muerta y las puntas de sus antiguas ramas guardaban aún los gestos piadosos de sus últimos estertores.
Isabel reflexionaba a menudo sobre el destino de aquella madera vaciada de vida. ¿Lo talarían? ¿Caería corroído por bacterias tenaces? ¿Cedería su vigoroso interior al embate del tiempo?
Sentía una profunda tristeza al mirar aquella momia leñosa. La insidiosa pregunta sobre el fin último de todas las cosas se adhería a su humanidad como el moho a aquella madera inerte. Allí experimentaba momentos de extraña ternura, casi en una relación proporcionalmente inversa a aquella degradada misericordia que experimentaba por la creación entera.
Aquel aroma que el viento arrancaba a los pinos y que Isabel degustaba con ansia, no lograba enriquecer su interior, sino que la arrojaba violentamente fuera de sí a lugares temidos y remotos.
La habitación se obscurecía y en el vórtice que allí se conformaba, no había espacio para organizar ningún deseo propio. Solo escapar. Escapar de todo era la tarea que se le imponía.
El cansancio que sentía era inconmensurable, innominado.
En medio del vacío emocional que la oprimía, la pesada somnolencia la llevaba de paseo por un sendero de pinos azules, y en medio del perfume que el viento arrancaba de sus ramas, Isabel se sentaba a descansar tendida en el suelo. Miraba hacia las interminables copas firmes y experimentaba una seguridad tersa que redundaba en una invitación a desplomarse sobre el cansancio sin temor.
Isabel sentía un profundo deleite al detenerse en medio de aquel bosque de sus primeros años y recostarse en el suelo. Ese terreno arenoso, cubierto de hojas secas y frutos latentes de coníferas implacables, ya la habían apuntalado en otros tiempos.
Mirando hacia arriba observaba con detenimiento el bamboleo perezoso de los pinos. Se los imaginaba como ancianos añosos y frágiles, tanto, que por momentos temía que el viento aumentara el balanceo de sus copas y los quebrara como se quiebra un jarrón de vidrio.
En esa maraña verde había un árbol que siempre atrapaba su atención. Muchas veces, corría hasta el lugar donde estaba solo para observarlo y arrastrar allí sus pensamientos. Era un pino muerto. En medio del bosque exhalante de vida aquel árbol era un monumento, un símbolo de que la finitud inexorable aguarda implacable.
Raído, áspero, cubierto su tronco de verdín persistente, permanecía quieto, inmutable en medio del ajetreo que lo rodeaba.
Su vacía copa muerta y las puntas de sus antiguas ramas guardaban aún los gestos piadosos de sus últimos estertores.
Isabel reflexionaba a menudo sobre el destino de aquella madera vaciada de vida. ¿Lo talarían? ¿Caería corroído por bacterias tenaces? ¿Cedería su vigoroso interior al embate del tiempo?
Sentía una profunda tristeza al mirar aquella momia leñosa. La insidiosa pregunta sobre el fin último de todas las cosas se adhería a su humanidad como el moho a aquella madera inerte. Allí experimentaba momentos de extraña ternura, casi en una relación proporcionalmente inversa a aquella degradada misericordia que experimentaba por la creación entera.
Aquel aroma que el viento arrancaba a los pinos y que Isabel degustaba con ansia, no lograba enriquecer su interior, sino que la arrojaba violentamente fuera de sí a lugares temidos y remotos.
La habitación se obscurecía y en el vórtice que allí se conformaba, no había espacio para organizar ningún deseo propio. Solo escapar. Escapar de todo era la tarea que se le imponía.
El cansancio que sentía era inconmensurable, innominado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario