martes, 14 de agosto de 2007

Crisis. Leandro Fogliatti. Fotos. JOP.



Margarita blanca sobre fondo rosado. ¿Art déco? No. La uña del dedo índice de la recepcionista de un gimnasio fashion, que señala un error en mi formulario de inscripción. “35 años”, me dice. “Así es”, le confirmo, “los cumplo hoy”. “Entonces tiene que marcar este otro casillero, señor; el de 35 a 40 años”. Y, esperando mi respuesta, se toma su tiempo para inflar un globito rosado que huele a tuti-fruti. Imagino que, en su próxima visita al dentista, un torno le roza una y otra vez su tierno nervio molar, al intentar eliminar una carie gigante, producto del exceso de azúcar que masca tan ruidosamente. No digo nada. Agarro el formulario y me siento a revisarlo.



Nombre: Leandro Fogliatti. Edad: ya quedó demasiado claro. Sexo: impredeciblemente ocasional. Ocupación: escritor. Estado civil: … Y ahí me detengo. Nunca renegué de mi soltería. Al contrario. La disfruté muchísimo. Pero, ¡epa!, estoy empezando a escribir en pasado. Es que desde hace algún tiempo, algo se siente diferente y, de manera humillante, una burócrata masca-chicle me lo pone delante. ¿Qué es lo que me está empezando a molestar de ser soltero? ¿Cuál es el problema? En una urbe como Buenos Aires, ¿a quién le importa el estado civil de las personas?

Ya en la calle, me encontré con una pareja de amigos y vecinos. “¡Feliz cumple, Lean!” Fernando y Scott se conocieron por internet, varios años atrás. Y parece que el flechazo fue tan certero que, en cuanto pudo, Scotty se despidió de California para radicarse en Buenos Aires, con ciudadanía y todo. Ahora administra un emprendimiento de turismo receptivo y sabe más de esta ciudad que cualquier porteño. Fue justo en ese momento, viendo lo bien que estaban juntos, que me enfrenté con la verdad. El problema no había sido la recepcionista del gimnasio. El problema (¡gran descubrimiento!) soy yo. Y no es que me moleste ser soltero. Simplemente, me jode estar solo.



Cuando volví a mi departamento le pregunté a mi room-mate, Gabriel, si no le pasaba lo mismo. “Acostumbrate”, fue su respuesta. “Si sos gay, sos solo; ¿o conocés alguna mariquita que esté dispuesta a bancarse en serio una relación?”, y volvió su atención al Showgirl de Kylie Minogue. ¿Sería tan así? ¿Es que los gays no somos capaces de comprometernos con una relación? ¿Eran Fer y Scotty una excepción?

Festejar un cumpleaños es buen plan cuando uno se siente solo. Así que reuní a un grupo de amigos y nos fuimos a PACHA BUENOS AIRES, uno de los tantos lugares friendlies de esta ciudad. Entre mis amigos estaba Gabriel, por supuesto, y también estaban Fer y Scotty, quienes aprovecharon la oportunidad para repartir las invitaciones de su (sorpresiva) unión civil. Tengo que ser sincero, no sé qué me molestó más: que usaran mi evento para invitarnos al suyo, o que se unieran.



Como sea, me pareció un buen momento para cumplir con mi ritual. Me acerqué a una barra, pedí un Frozen Margarita y salí a la terraza de la disco para refrescarme con la brisa de la costanera. Allí estaba yo, solo con mi Margarita, pensando en que no siempre se está tan mal solo, cuando vi su sonrisa por primera vez. “Se te manchó la camisa”, me dijo. Cierto (parece que el pulso también envejece, ¡cuac!). Alternando su mirada entre la mancha de Margarita y mis ojos asombrados, acercó un pañuelo blanco a mi camisa. Presionó sobre mi abdomen una, dos, ¡qué se yo cuántas veces!, hasta que una rubia inoportuna se asomó a la terraza y lo llamó. “Nacho, ¿nos vamos?” Me miró, me sonrió y se fue. Y yo me quedé ahí, mi figura recortada contra la luna, escuchando las olas del río, mientras pensaba que tal vez los 35 no fueran tan solitarios. Mientras sonreía como un boludo. Mientras olía su pañuelo.

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