jueves, 20 de diciembre de 2012

Historias particulares.

Ya que usted en su última carta ha comenzado con este tema déjeme decirle que voy a acompañarlo porque no me parece de caballeros que haya abierto su interior tan generosamente y yo me disponga a permanecer impávido como un simple concurrente frente a un espectáculo que, claro, no es tal.
Previo a todo debo decirle que para alguien enamoradizo como yo, las historias de amor tal vez puedan contarse por docenas. Pero claro que en esta ocasión usted me propone narrarle alguna historia particular, significativa. Luego de reflexionar brevemente acerca de su invitación déjeme decirle que tal vez, por significativa, y contra cualquier cosa que pueda usted anticipar, recuerdo en este momento una de esas historias que posiblemente nunca comenzaron. Casi al modo de esos amores imposibles.
Bajo estas premisas acudo al recuerdo de Fede. Permítame una licencia y déjeme sustituir aquí nombres para preservar identidades, pero le aseguro que el contenido permanece inalterado y en mi interior, la misma claridad y aún la misma intensidad que el primer día. Casi que debería confesarle que mientras escribo estas líneas todavía siento cómo se aceleran los latidos del corazón...
Recuerdo que lo conocí en uno de los tantos sitios virtuales de contactos. Ahora no viene a mi memoria qué fue lo que motivó que continuáramos con las charlas después del primer mensaje, cuando en esos lugares lo más común es que los encuentros tan deseados queden finalmente en la nada.
Para qué obviar ahora que cuando recibí su mensaje lo primero que me llamó la atención fue la foto que tenía en el perfil y luego la breve descripción que hacía sobre él, sus intereses y aspiraciones.
Como suele ser de rigor, pasamos al MSN, cosa que detesto profundamente porque entiendo que es el lugar por medio del cual, más que echar luz sobre alguna aproximación hacia el otro, suele generar un camino sinuoso lleno de curvas y precipicios producto de los comunes malos entendidos habituales del lenguaje escrito.
Pero fue de ese modo que, alejado de lo que acostumbro, nos mantuvimos en contacto por ese medio durante un tiempo hasta que finalmente, un día, acordamos que vendría a cenar a casa.
Recuerdo que había preparado para la cena mi plato favorito, había dispuesto una botella de un buen malbec y seleccionado la música adecuada para la ocasión. Ella Fitzgerald, Natalie Cole y Norah Jones fueron parte de la escenografía que había preparado para aquella noche.
A la hora acordada tocó el timbre y bajé a abrirle la puerta. En este instante vuelvo a caer en la cuenta de que el lenguaje muchas veces suele ser insuficiente para describir con claridad a las emociones. Cualquier adjetivo que se precie y que se siente preciso, se devalúa, sin más, frente a la emoción concreta, clara y contundente. Por eso, en esta ocasión, lo que pueda manifestarle de aquella noche no va a resultar más que simples aproximaciones.
Todavía lo recuerdo con absoluta claridad: Lo primero irresistible fueron sus increíbles ojos celestes. Las fotos que había visto de él no le hacían justicia bajo ningún concepto. Era infinitamente más lindo, más dulce y más alegre de lo que hubiera podido imaginar a través de las fotos o en las conversaciones vía messenger, sms o mediante la única charla telefónica que tuvimos.
Pensándolo un poco mejor, creo que no diré mucho más acerca de él porque seguramente estaría siendo tendencioso. Es que aún hoy sigo pensando que, a pesar de la diferencia de edad y de no haber avanzado mucho más en lo nuestro, fue lo mejor que me pasó en mucho tiempo.
Recuerdo que disfruté cada palabra que pronunció mientras me contaba sobre sus clases de teatro o cuando me hablaba con ternura de su pueblo. O el modo en que se disponía a escucharme cuando me tocaba contarle algo. Aún hoy tengo presente cada bocado que se llevó a su boca y cada sorbo de vino que ingirió. El modo en que tomaba los cubiertos, la copa y la segura modulación de su voz.
Y su aroma... Nada más profundo, delicado y delicioso que ése perfume que traía puesto matizado con la tierna dulzura de su piel...
Después del café, vino el primer beso. Las caricias interminables y las sábanas que se prolongaron toda la noche.
Qué elemento podría agregar en este segmento del relato que usted no pueda imaginar con la mayor solvencia. Pero le aseguro que bajo la insidiosa persecución del paso del tiempo el contenido de mi recuerdo no guarda relación alguna comparado con lo que viví aquella noche.
A la mañana siguiente sucedió el desayuno de rigor y después de aspirar profundamente ese olorcito tan suyo, lo acompañé a tomarse un taxi porque, aunque era sábado, tenía que ir a trabajar.
En el transcurso de cuatro años nos vimos cuatro veces; a razón de una vez al año. En la última, le dije que lo había elegido y me dijo que se iba a trabajar al exterior.


JoP

1 comentario:

Encolpio dijo...

Y si...suele ser asi. En muchos casos la historia sentimental de algunos es una laaaaarga concatenación de desencuentros. Linda prosa.