sábado, 3 de noviembre de 2007

Noviembre es una mala época para los recuerdos. JOP.


Noviembre es una mala época para los recuerdos. La proximidad de las fiestas de fin de año y las obligadas vacaciones de enero -para él, sobre todo las de ese año- constituyen una suerte de TNT emocional difícil de manipular. Se había despertado aquél sábado pensando en lo que haría para sus vacaciones y con quién pasaría esta vez las fiestas de Navidad y Año nuevo. No encontró respuesta. Y al no encontrarla, confirmó lo que muchas veces se negaba a reconocer. Por eso aquélla inusual tarde ventosa y fría, salió a caminar llevando consigo un nudo en la garganta que preludiaba lo que vendría.
Caminó sin rumbo fijo hasta que notó que había elegido las calles más vacías para hacerlo. Cuando el aire frió lo empujó a buscar refugio, orientó su trajinar hacia el interior de un enorme edificio donde solía ir a caminar los días de invierno. Buscó el bar que estaba en el subsuelo y se sentó en la única mesa vacía que daba hacia el patio central junto a la fuente de agua. Pidió un capuchino con azúcar, un vaso de agua grande para deglutir los dos comprimidos que llevaba en el bolsillo del pantalón y acomodó su humanidad en la silla del bar de su centro comercial favorito.
A la vista, lo habitual. La manada se movía, como siempre, en grupos de a dos, de a tres o de a cuatro. Alguna vez a él también le había tocado comportarse de ese modo. Cargaban coloridas bolsas de papel y de polietileno de baja densidad que paseaban las marcas de moda. Sonrientes o serios -daba lo mismo-, cada uno podría presumir haber cumplido con el ritual obligado y haber saciado, de modo ilusorio y transitorio, algo de aquel punzante deseo que los habitaba con la adquisición de algún objeto nuevo.
Al primer sorbo de la taza, vio a una madre zamarreando a su pequeño hijo quien no dejaba de dar gritos pidiendo que le compraran vaya a saberse qué nuevo juguete promocionado por los medios de estilo. El capuchino estaba aún amargo y le agregó un poco más de azúcar. Revolvió y retornó a beber con cuidado para no quemarse con el contenido y vio a una pareja joven apoyada sobre la vidriera de un negocio de electrodomésticos. Frente a ellos, un enorme televisor de plasma mostraba, con una nitidez casi irreal, las imágenes de una isla paradisíaca en no sé que recóndito lugar del planeta. “En silencio y con la mirada triste”, se dijo. No podía determinar si aquello se debía al astronómico costo del aparato o por la imposibilidad material y espacial de acceder a aquellas playas de arena blanca y mar azul salidos de la paleta de Delacroix que se les reflejaba en la retina y a los que eran cordialmente invitados a visitar.
Al siguiente sorbo la vio bajar por las escaleras. Erguida y elegante, con toda la dignidad que la tristeza que la habitaba lo permitía. El cabello claro hasta los hombros, prolijo pero un poco revuelto por el viento y los ojos brillantes. Nadie a excepción de él había notado las lágrimas contenidas en ellos. Llevaba un pantalón marrón de gabardina, una blusa blanca y una camperita también de gabardina color natural. Ni una gota de maquillaje y aún así llena de color en el rostro. A no ser por la rara expresión de sus ojos, no parecía triste. Sus pasos lentos y seguros daban la sensación de estar frente a quien domina el suelo, el aire y la luz que la rodea. Cargaba también una bolsita en la mano izquierda y un silencioso teléfono celular en la derecha. Por un momento, un momento que pareció una eternidad, dio la impresión de no saber dónde pararse. Si seguir caminando en la dirección en que lo hacía o dar la vuelta y retroceder o simplemente quedarse allí, en ese escalón endemoniado que la había llenado de dudas.
Aquella tarde sombría e interminable sintió aquel instante como un momento único e irrepetible. Un momento en el que todas las reglas y ciclos inalterables de la naturaleza habían abandonado su cuerpo y había logrado vaciarse de su ser. Dejó la taza sobre el plato y la observó con curiosidad porque se sintió acompañado. Frente a aquella mujer desconocida e inalcanzable se miró en un espejo, grueso y oscuro, que le devolvía la imagen que había construido sobre sí mismo. Y pudo comprender que el tiempo que restaba –y era conciente que no era mucho-, sería de ese modo, porque siempre había sido así y no había nada en el horizonte que anunciara la posibilidad de la diferencia y entonces debía aceptarlo y renunciar para siempre a aquello que nunca había sido pensado para él.

3 comentarios:

AndyPeCas dijo...

No hay nada en este mundo más patético que en un cuarentón en plena crisis, con las fiestas practicamente encima y un caracter del demonio.
Te invito unas milanesas de soja sobre una silla,pior no nos va a ir.

Cambié de blog, anotate este

andypecas.blogspot.com

(el otro me pudrió)

adio

AndyPeCas dijo...

Lejos pero muy lejos este relato es de lo mejorcito que escribiste este ultimo tiempo.

Congratulations!

Anónimo dijo...

no voy a ser tan estricta en el comentario al texto pues a mi también me movilizó y seguramente si me ubico en ese sábado, lugar, horario y pensamiento lúgubre, quizás hubierse terminado el día con el ánimo por el piso.
Pero yo tengo muy presente a mi amigo, al cuarentón que sabe cantar y me ha deleitado con su voz, por ejemplo en Tonada de Luna Llena, al amigo que sabe buscar el lugar impensado para disparar su máquina y sacar una foto. No te adelantes JOP. Recién comienza noviembre......deja que fluya el tiempo, aflojate y no me extrañaría que el 31 de diciembre me llames por TE muy feliz para saludarme desde algún impensado lugar celebrando la VIDA junto a afectos queridos.
Es mi deseo sincero.
Besos.