viernes, 28 de septiembre de 2007

Carta desde el exilio. JOP.



Gracias por todo. Estoy encantada con este lugar. Esta lleno de luz y de sol y el verde abunda por todas partes. Igual en casa tengo las plantas que me regalaste; tus plantas. Están muy bien a pesar del largo viaje. Me acuerdo de regarlas y escuchan música, de mi estilo, pero no se quejan, son buenas. Nos llevamos bien. Yo las riego y las saco al balcón cuando el clima es propicio y ellas a cambio me escuchan y no hacen ningún comentario; son muy reservadas, salieron a vos.
Cuando subí al tren que me trajo hasta acá pensé que jamás podría dejar atrás tantas cosas; que esas tantas cosas que llevaba conmigo podrían quedar atrás sin tener que transportarlas dentro. Pero afortunadamente me equivoqué. No sólo quedaron allá todos mis recuerdos tediosos sino que el espacio que dejaron abunda en la necesidad de nuevas experiencias. Ahora más cálidas y cordiales.
Te cuento que la casa esta pintada de un blanco inmaculado y posee unas ventanas enormes que se orientan hacia el norte, justo debajo de la Sierra Mayor que desborda de verde. El living remata en una terraza de laja virgen adonde el sol nunca deja de deslizar sus rayos. Allí paso gran parte de la mañana porque no solo la vista es inmejorable sino porque es el lugar donde el aroma de los pinos y los eucaliptos se concentra con mayor intensidad, y como sabes, amo el aroma de esos árboles.
El otro día mirando hacia el costado de la ladera de la Sierra Mayor vi a dos pequeños pájaros haciendo su nido en uno de los tantos árboles que yacen por ahí. Pensaba en cuánto daría porque fuera tan sencillo para nosotros construir un hogar como lo es para ellos. Aunque también es cierto que sólo lo hacen en beneficio de la prole y, terminado el período de crianza, se abandonan sin ningún resquemor para volver a emprender el ciclo con otro circunstancial cónyuge.
Ya me conocés, no puedo evitar ponerme nostálgica, a la vez que más triste con el paso de los años. Yo, que nunca creí en esencias de ninguna índole, no puedo dejar de admitir, ante la abrumadora evidencia, que llevamos en nosotros ciertas marcas que nos hacen inalterables. Esas marcas, -en este caso, mis marcas-, están constituidas de tristeza y de una perenne añoranza de no sé que estado de bienestar que nunca conseguí siquiera rozar.
Tampoco sé bien por qué te escribo esta carta, aunque intuyo que lo hago porque sé fehacientemente que sos la única persona en este mundo que supo conocerme en mi más profunda intimidad. Por eso, a pesar de todo, me resisto a soltar mis sentimientos hacia vos, aunque ya sea imposible para nosotros compartir tiempo y espacio.
Espero que de estas palabras no se desprenda que guardo algún tipo de rencor hacia lo nuestro; no esta en mi presencia de ánimo abrigar tal sentimiento; sería impropio con lo compartido. Es que cuando la nostalgia me atraviesa y los aromas de esta maldita primavera, llena de esperanza y de vida renovada, se arremolinan a mi alrededor, estas sensaciones que acarreo desde pequeña se hacen tan claras que las percibo como cristales arañando el centro de mi pecho; y como también lo sabés, porque me conocés mucho, me duelen.
La otra tarde, después de ordenar un poco las cosas de la mudanza, salí a ver si podía comprar algo para la cena y, a unas cuadras de aquí, encontré un pequeñísimo almacén cuya dueña, una señora de unos treinta y pico de años, con una sonrisa interminable y una alegría contagiosa que le sale hasta por sus pelos revueltos, me contó que vino aquí hace unos diez años después de que su marido la abandonara con sus cuatro hijos. No terminaba nunca de derramar halagos por este sitio que ella seguramente ama con toda su alma, mientras sus pequeños jugaban en la parte delantera del precario negocio. Me contó de cuando, hace más o menos dos años, nevó inesperadamente; de cuando por la mañana se queda mirando la ladera norte de la Sierra Mayor y de cómo el sol cambia lentamente el color de la vegetación en su costado; de cuando a la tardecita se sienta a tomar mates con su comadre en la puerta de su negocito, mientras disfrutan de las galletitas caseras que preparan especialmente para ese evento impostergable; de cuando se instala la feria ambulante que suele iniciar sus periplos en temporada veraniega; de lo feliz que es en este lugar y al que jamás abandonaría por nada del mundo. No te imaginás cómo envidié y sigo envidiando a esta mujer cuya apariencia es de una mujer de muchos más que de treinta y pico. Ella ha encontrado su lugar en este mundo y, a pesar de nuestras incesantes búsquedas y nuestros interminables insomnios y nuestras agotadoras elucubraciones, es algo que muchos jamás vamos a conseguir.
En fin, ya estoy aquí. Todavía no estoy del todo segura de por qué elegí este lugar para venir a instalarme. En parte supongo que es para que los lugares que compartimos juntos no me hagan recordarte una y otra vez. Quedándome allí, estoy segura que jamás podría olvidarte. Pero aparte de eso, no sé bien qué hago en este lugar. Tampoco sé que es lo que voy a hacer de ahora en más. En este momento tengo la sensación de que el tiempo futuro es un largo camino que no conduce a ninguna parte. Pero bueno, ya sabemos cómo suele presentársenos el futuro a nosotros los nostálgicos de siempre.
Mejor me despido porque no quiero cansarte con mi perorata que no ha cambiado mucho en los últimos treinta años.
Tuya, a falta de alguien que te supere.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buena la frase final....Yo soy mìa, hasta que alguien me supere...

Jjajajaa
besos

Anónimo dijo...

un texto lleno de ternura y nostalgia con mucha incertidumbre. Acaso el exilio además de añoranza no es también incertidumbre? Exilio: palabra que me duele, que me provoca tristeza. Alejamiento en este caso voluntario, aunque siento que las sombras viven con nosotros por muy lejos que nos instalemos.