Aquel domingo, la nieve se derramaba espesamente por todo el paisaje y Miguel sentía cómo el peso de aquel espectáculo caía con toda la densidad del aire helado, en su pecho triste. Los árboles blanqueados de frío y el silencio del entorno daban la impresión como si la naturaleza se hubiera retirado a otras latitudes.
Abelardo estaba sentado junto al fuego tallando un trozo de madera al resguardo del cálido destello de las brasas. El aliento agitado de Miguel empañaba el cristal de la ventana y su tristeza se derramaba sobre el campo cubierto de nieve.
-A quien esté en condiciones de escuchar, mi querido Miguel, podría oír claramente que los agitados latidos de su corazón están contando una historia penosa- dijo el Maestro sin apartar la mirada de la madera tallada.
-Señor- dijo Miguel a través del nudo que le cerraba la garganta, -¿Por qué será que nos cuesta tanto abandonar las cosas queridas? ¿Por qué será que nos aferramos a las cosas cotidianas con tanto esfuerzo? ¿Por qué añoramos vivenciar, para siempre, los momentos compartidos con los seres queridos?
Abelardo sopló la viruta adherida al trozo de madera que iba adquiriendo la forma de un pequeño animal, y se quedó observándola a la luz blanquecina que ingresaba por la ventana.
Miguel cerró sus ojos y experimento una mezcla de angustia y un enorme fastidio por no recibir respuestas de su maestro, justo en este momento, pensó, en que tanto necesitaba una palabra de alivio y de consuelo. Una respuesta sanadora.
El Maestro se levantó lentamente de su silla y fue hasta una mesa ubicada el otro lado de la habitación y buscó allí, entre un montón de elementos, la herramienta que necesitaba para continuar con su trabajo. Volvió lentamente y se sentó nuevamente en el mismo lugar para continuar con la talla.
-En la aldea –comenzó contando Miguel, como si se hablara a sí mismo- vivía una muchacha a quien conozco casi desde que éramos niños. Ella y sus padres vivían a diez casas de la nuestra y nos veíamos casi a diario por las tardes. Íbamos al río todos los domingos y pasábamos mucho tiempo juntos –continuó-. Cuando decidí venir aquí con usted, Maestro, fui a contárselo a ella con mucho temor y con mucha tristeza, pero cuando llegué y golpeé a la puerta, encontré que nadie respondía. Ante mi insistencia, una vecina se acercó y me detalló que los padres le habían dicho que se iban a vivir todos a Dresde, donde irían a instalar su negocio– contó Miguel con la voz casi quebrada. -Desde entonces, su recuerdo me asalta muchas veces y no puedo lograr olvidarla, Maestro. Por momentos ese recuerdo es feliz, porque vienen a mi memoria las experiencias en que disfrutamos muchos juegos de niños, riendo y compartiendo. Otras veces, es muy angustiante recordarla, porque sé que nunca más la volveré a ver y que, las ilusiones que teníamos de casarnos algún día y tener muchos hijos, ya nunca más serán realizables- intentó continuar Miguel mientras una lágrima se deslizaba por la mejilla que tenía apoyada sobre el cristal frío de la ventana.
Mientras Miguel narraba aquella historia, Abelardo había comenzado a preparar una taza de sopa caliente y el aroma de los vegetales comenzó a derramarse por toda la casa. Había atizado el fuego y éste cobró un tono amarillo incandescente que prodigó una cálida bocanada de aire que rápidamente se diseminó por toda la casa.
-Maestro- dijo Miguel con los ojos cerrados y derramando lágrimas contenidas sobre el cristal de la ventana- ¿cómo se hace para levantarse cada mañana de cada día, realizar las tareas cotidianas, trabajar, sonreír, callar, pensar, caminar, vestirse, alimentarse y no acabar consumido por este dolor que no termina de desaparecer?
Abelardo revolvió lentamente la marmita que contenía la sopa y extrajo de ella una cucharada enorme para probar lentamente el sabor del alimento. En silencio, agregó una pizca de sal y un pequeño puñado de perejil fresco que tenía preparado en un tazón de barro oscuro. Volvió a agitar el contenido y nuevamente dio un sorbo a la cuchara llena. Tomó el tazón y lo llenó con la sopa caliente y lentamente se la acercó a Miguel, quien no había abierto los ojos todavía y quien ya no podía dominar la lágrimas que se deslizaban a raudales por sus mejillas y su pecho agitado.
-Beba un poco, querido Miguel- dijo suavemente el Maestro mientras le acercaba lentamente el caldo caliente. –Querido Miguel, nada de lo que yo pueda decirle calmará la tristeza que lo alberga. Tal vez le resulte decepcionante que no tenga nada para decirle- dijo Abelardo mirando hacia fuera mientras su discípulo agarraba, tembloroso, el humeante alimento. –Créame que si tuviera algo para entregarle, no dudaría un instante en ofrendárselo, pero lamentablemente, no es así, querido Miguel. Siempre cuesta soltar las cosas con las que hemos entablado fuertes vínculos, y la vida no se trata de otra cosa más que de esa enorme dificultad en aceptar las pérdidas que sufrimos todos los días. Me atrevería a decirle, querido Miguel, que vivir no es otra cosa que eso: aceptar las pérdidas, pequeñas o grandes, que soportamos cada día.
Miguel, con un llanto franco y desconsolado, dejó el tazón de sopa sobre el marco de la ventana y por primera vez, fue recibido por los brazos afectuosos y cálidos de su Maestro que lo aguardaban seguros para que descargase allí su dolor y su tristeza.
Abelardo estaba sentado junto al fuego tallando un trozo de madera al resguardo del cálido destello de las brasas. El aliento agitado de Miguel empañaba el cristal de la ventana y su tristeza se derramaba sobre el campo cubierto de nieve.
-A quien esté en condiciones de escuchar, mi querido Miguel, podría oír claramente que los agitados latidos de su corazón están contando una historia penosa- dijo el Maestro sin apartar la mirada de la madera tallada.
-Señor- dijo Miguel a través del nudo que le cerraba la garganta, -¿Por qué será que nos cuesta tanto abandonar las cosas queridas? ¿Por qué será que nos aferramos a las cosas cotidianas con tanto esfuerzo? ¿Por qué añoramos vivenciar, para siempre, los momentos compartidos con los seres queridos?
Abelardo sopló la viruta adherida al trozo de madera que iba adquiriendo la forma de un pequeño animal, y se quedó observándola a la luz blanquecina que ingresaba por la ventana.
Miguel cerró sus ojos y experimento una mezcla de angustia y un enorme fastidio por no recibir respuestas de su maestro, justo en este momento, pensó, en que tanto necesitaba una palabra de alivio y de consuelo. Una respuesta sanadora.
El Maestro se levantó lentamente de su silla y fue hasta una mesa ubicada el otro lado de la habitación y buscó allí, entre un montón de elementos, la herramienta que necesitaba para continuar con su trabajo. Volvió lentamente y se sentó nuevamente en el mismo lugar para continuar con la talla.
-En la aldea –comenzó contando Miguel, como si se hablara a sí mismo- vivía una muchacha a quien conozco casi desde que éramos niños. Ella y sus padres vivían a diez casas de la nuestra y nos veíamos casi a diario por las tardes. Íbamos al río todos los domingos y pasábamos mucho tiempo juntos –continuó-. Cuando decidí venir aquí con usted, Maestro, fui a contárselo a ella con mucho temor y con mucha tristeza, pero cuando llegué y golpeé a la puerta, encontré que nadie respondía. Ante mi insistencia, una vecina se acercó y me detalló que los padres le habían dicho que se iban a vivir todos a Dresde, donde irían a instalar su negocio– contó Miguel con la voz casi quebrada. -Desde entonces, su recuerdo me asalta muchas veces y no puedo lograr olvidarla, Maestro. Por momentos ese recuerdo es feliz, porque vienen a mi memoria las experiencias en que disfrutamos muchos juegos de niños, riendo y compartiendo. Otras veces, es muy angustiante recordarla, porque sé que nunca más la volveré a ver y que, las ilusiones que teníamos de casarnos algún día y tener muchos hijos, ya nunca más serán realizables- intentó continuar Miguel mientras una lágrima se deslizaba por la mejilla que tenía apoyada sobre el cristal frío de la ventana.
Mientras Miguel narraba aquella historia, Abelardo había comenzado a preparar una taza de sopa caliente y el aroma de los vegetales comenzó a derramarse por toda la casa. Había atizado el fuego y éste cobró un tono amarillo incandescente que prodigó una cálida bocanada de aire que rápidamente se diseminó por toda la casa.
-Maestro- dijo Miguel con los ojos cerrados y derramando lágrimas contenidas sobre el cristal de la ventana- ¿cómo se hace para levantarse cada mañana de cada día, realizar las tareas cotidianas, trabajar, sonreír, callar, pensar, caminar, vestirse, alimentarse y no acabar consumido por este dolor que no termina de desaparecer?
Abelardo revolvió lentamente la marmita que contenía la sopa y extrajo de ella una cucharada enorme para probar lentamente el sabor del alimento. En silencio, agregó una pizca de sal y un pequeño puñado de perejil fresco que tenía preparado en un tazón de barro oscuro. Volvió a agitar el contenido y nuevamente dio un sorbo a la cuchara llena. Tomó el tazón y lo llenó con la sopa caliente y lentamente se la acercó a Miguel, quien no había abierto los ojos todavía y quien ya no podía dominar la lágrimas que se deslizaban a raudales por sus mejillas y su pecho agitado.
-Beba un poco, querido Miguel- dijo suavemente el Maestro mientras le acercaba lentamente el caldo caliente. –Querido Miguel, nada de lo que yo pueda decirle calmará la tristeza que lo alberga. Tal vez le resulte decepcionante que no tenga nada para decirle- dijo Abelardo mirando hacia fuera mientras su discípulo agarraba, tembloroso, el humeante alimento. –Créame que si tuviera algo para entregarle, no dudaría un instante en ofrendárselo, pero lamentablemente, no es así, querido Miguel. Siempre cuesta soltar las cosas con las que hemos entablado fuertes vínculos, y la vida no se trata de otra cosa más que de esa enorme dificultad en aceptar las pérdidas que sufrimos todos los días. Me atrevería a decirle, querido Miguel, que vivir no es otra cosa que eso: aceptar las pérdidas, pequeñas o grandes, que soportamos cada día.
Miguel, con un llanto franco y desconsolado, dejó el tazón de sopa sobre el marco de la ventana y por primera vez, fue recibido por los brazos afectuosos y cálidos de su Maestro que lo aguardaban seguros para que descargase allí su dolor y su tristeza.
2 comentarios:
Este relato, triste, real. con peso y contenido podría ser la historia de todos aquellos seres que se preguntan y cuestionan acerca de las pérdidas, de la soledad, de los apegos.....Y no debe ser un tema sencillo para encontrarle una respuesta clara, precisa. Si existiera tal respuesta no seguirían existiendo poetas, cantautores, artistas que cada día reinventan una nueva obra, basada en estas incertidumbres.....
Te comparto el siguiente poema, muy bello para mí, y siento que se enlaza con tu texto...y enlazarse es tejer redes, construir puentes, no aislarse. Quizás en estas pequeñas cosas podamos develar el misterio que nos convoca, hoy, aquí y ahora,
Un abrazo fuerte...y el POEMA:
si yo me atrevo
a mirar y a decir
es por su sombra
unida tan suave
a mi nombre
allá lejos
en la lluvia
en mi memoria
por su rostro
que ardiendo en mi poema
dispersa hermosamente
un perfume
a amado rostro desaparecido.
ALEJANDRA PIZARNIK
Sentido de Ausencia
Ahora solo vienen a mi memoria los momentos compartidos, felices, ahi radica uno de los misterios de la vida, como poder volver a esos momentos??? si tan solo puediesemos...
que facil seria, pero la realidad es esta que nos toca...
Ahora debemos continuar con lo que nos toca vivir y disfrutar de aquellos lindos momentos que nos esperan!!!
Hermoso tu relato...
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