...Podía preverse un huracán, explicó Faulques, pero no el punto exacto. Una décima de segundo, una gota más de humedad aquí o allá, y todo ocurría a mil kilómetros de distancia. Causas mínimas, inapreciables a simple vista, daban paso a espantosos desastres. Hasta afirmaba que el invento de un insecticida había modificado la mortalidad de África, varió su demografía, presionó sobre los imperios coloniales y cambió la situación de Europa y del mundo. O el virus del sida. O un chip cuya invención podría alterar las formas tradicionales del trabajo, causar revueltas sociales, revoluciones y cambios en la hegemonía mundial. Hasta el chófer del principal accionista de una empresa, saltándose un semáforo en rojo y matando a su jefe en el accidente, podía desencadenar una crisis que hiciera despomarse las bolsas de todo el mundo.
-En las guerras resulta más evidente. Después de todo, no son sino la vida llevada a extremos dramáticos... Nada que la paz no contenga ya en menores dosis.
Markovic lo observaba ahora con renovado respeto. Al cabo asintió despacio con la cabeza, el aire convencido. Comprendo, dijo. Lo comprendo muy bien. Y fíjese qué coincidencia. Cuando era pequeño, mi madre me cantaba una canción. Algo relacionado con esas leyes o cadenas ligadas al azar. Por culpa de un descuido se perdió un clavo, por culpa del clavo una herradura, por culpa de todo eso, cayó un reino.
Faulkes se levantó, sacudiéndose los pantalones.
-Siempre fue así, pero se olvida. El mundo nunca supo tanto de sí mismo y de su naturaleza como ahora, pero no le sirve de nada. Siempre hubo maremotos, fíjese. Lo que pasa es que antes no pretendíamos tener hoteles de lujo en primera línea de playa... El hombre crea eufemismos y cortinas de humo para negar las leyes naturales. También para negar la infame condición que le es propia. Y cada despertar le cuesta los doscientos muertos de un avión que cae, los doscientos mil de un tsunami o el millón de una guerra civil.
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