lunes, 26 de marzo de 2012

La dama que mató por amor y leyó hasta morir

Después de asesinar impulsivamente a su esposo con un cuchillo de cocina y de verse sorprendida por ese gesto exagerado, Noemí Gutiérrez se duchó, se quitó con una esponja la sangre ajena, se puso un pijama enorme y se sentó frente al cadáver a fumarse un cigarrillo negro. Ya era una flaca arrugada y aficionada a la nicotina: tenía la piel acerada y los dientes amarillentos, pero así y todo su cuerpo no dejaba de transmitir una cierta sensualidad latente y sus ojos azules eran muy bien cotizados en los barrios bajos de San Miguel de Tucumán.

Todavía le quedan algunos de esos encantos treinta y cinco años después en esta sala impersonal de la cárcel de mujeres donde la estoy entrevistando. Fue juzgada y condenada a reclusión perpetua en los tribunales tucumanos y cumplió los primeros años en una prisión de máxima seguridad de su provincia natal. Pero durante un motín mató a una presa que quería incendiar el pabellón y más tarde, en el curso de una feroz represión generalizada, hirió gravemente a un guardiacárcel. Rejuzgada por aquellos espantosos acontecimientos y ante el pedido unánime de tres camaristas fue trasladada a Neuquén Capital, donde no tenía ni tiene enemistades manifiestas dentro de la comunidad carcelaria. En los treinta y tres años siguientes me porté como una dama, me asegura con una sonrisa. Tiene una remera gris de mangas largas y de algodón rústico, un pantalón negro y deportivo, y unas zapatillas rotosas. Fuma Parisiennes. Uno tras otro. Los enciende con un cricket fucsia. No lleva aros ni anillos ni colgantes ni tatuajes a la vista. Su pelo es largo, crespo y blanco. Parece siempre encorvada sobre la mesa, como un árbol que el viento ha ido doblegando. Destacan sus ojeras, sus ojos relampagueantes y un volumen titulado Introducción a la zoología, libro gigantesco, viejo y sucio que duerme en un costado como un perro fiel, a la espera de que su ama lo despierte. Hoy hablaremos de libros pero también de la vida y sus misterios aunque no tocaremos mi tema favorito. No volvamos a mi distinguido esposo, ironiza de entrada. En el archivo del diario hay un sobre con recortes ajados: el marido se jactaba de sus aventuras sexuales. Noemí jamás le recriminaba esas transgresiones; se limitaba a llorar de noche y en silencio. Un día, en un segundo, pasó de la cortesía al homicidio. Ese segundo de fuerza salvaje y atávica fue la primera ficha del dominó de sus desgracias. Lo demás fue una lógica consecuencia de esa jugada inicial. El servicio me había autorizado a visitarla con la única condición de que la crónica no abundara en aquellos trágicos sucesos penitenciarios, puesto que en el expediente quedaron en evidencia las usuales mafias y aberraciones del sistema: entre bueyes no hay cornadas.
De manera que aquí estamos frente a frente, ella pitando y dando golpecitos en la madera con su agónico encendedor, y yo intentando escribir una historia de sábado sin poder preguntar por los crímenes que ha cometido. Fuera de aquellos dos episodios famosos a Noemí Gutiérrez no le pasó prácticamente nada durante estas tres décadas. En el penal tuvieron la precaución de confinarla fuera de los pabellones, en una celda aislada pero confortable que no comparte con nadie. Trabaja dos horas en la panadería y su introspección resulta legendaria: el prestigio de ser una asesina imprevisible la pone a salvo de cualquier abordaje. Se gana su jornal amasando y hace ejercicios a solas, en un rectángulo de sol del patio vacío, cuando la mayoría ya ha sido conducida a sus gallineros. A lo único que me dediqué en esta ponchada de años fue a leer y a fumar, me confiesa.

El prefecto me ha presentado, hace media hora, a la bibliotecaria, una gorda semianalfabeta que regentea una biblioteca de veinticinco mil volúmenes donados en distintas épocas por honestos ciudadanos de la Patagonia. Gente que heredó odiosas colecciones enteras o que se deshace de aquellos objetos inútiles y polvorientos que ocupan tanto espacio. La bibliotecaria es tan despectiva con los libros como lo fueron sus donantes. Guarda desde hace siglos un certificado médico que le impide, por razones cardiopáticas, realizar tareas estresantes en la zona de los barrotes, así es que le han dado a elegir entre la oficina y aquel húmedo depósito de textos que nadie quiere leer. Optó, obviamente, por la labor más liviana e inofensiva. En toda la cárcel de mujeres hay una sola lectora, el resto desdeña por completo esos aburridos artefactos de papel y cartón: no da mucha categoría en las ranchadas ser una rata de biblioteca.

Sin ceder a una amistad, la gorda trabó buena relación con la flaca, que con su voracidad de algún modo justifica aquel destino de burócrata minusválida. La Gutiérrez lee un promedio de un libro por día. Según su fichero ha leído más de doce mil títulos durante esta condena que no tiene fin: Noemí no hace el mínimo trámite excarcelatorio y hasta parece sabotear cualquier posibilidad legal de conmutación de pena. Su conducta es intachable -me acaba de decir el prefecto-. Primero no había juez que se atreviera a poner el gancho, pero ahora es Noemí la que tira para atrás. Es una presa institucionalizada. Tiene miedo a salir. La gorda me explicó que a Noemí le encanta espantar a los psiquiatras que de vez en cuando la evalúan, y también que jamás recibe visitas: no le quedan en la calle familia ni amigos. Es la mujer más sola del mundo. Una mujer dedicada con pasión al cigarrillo y a la lectura que ha renunciado al sexo, los besos, el vino, las flores, los manjares, los paisajes, los perfumes y los milagros de la vida simple. Una erudita, pensé mirando la lista de libros. Tengo insomnio y buena vista -me sorprende ella largando una bocanada de humo-. Hice solamente la primaria y nunca me había interesado por los libros hasta que encontré una Biblia en mi celda. Me sentí impactada, transportada hacia mundos y sensaciones increíbles al leerla. Dejé inmediatamente de creer en Dios cuando llegué a la última página.

Me pregunta si yo soy creyente. Agnóstico, le respondo. Asiente y me interroga: ¿Leíste Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell? Admito que no. Ella vuelve a asentir y se queda callada: no quiere humillarme ni lucirse, aunque tiene una brevísima mueca de desencanto. Estoy seguro de que le hubiera gustado discutir conmigo algunas de aquellas refutaciones. Me interesé mucho por divinidades y profetas, y luego a través de las religiones desemboqué en la historia antigua -sigue mientras se quita una hebra de tabaco de la lengua-. Leía novelas buenas y malas, ensayos, manuales, crónicas. Un asunto me llevaba a otro, y a otro más. La historia antigua me llevó a la moderna, y me sorprendí de cuántas contradicciones había, y cómo el relato dependía de quién escribía cada hecho y con qué intención. La historia parece literatura, ¿no? Me encojo de hombros. Alguna más que otra, agrega como adivinándome la respuesta.

Ahora la observo mejor; trato de imaginarme a aquella lectora impenitente descubriendo el gozo inaudito de esos cuentos verdaderos que los historiadores le narraban. Anoto en mi cuaderno de hojas cuadriculadas su metodología: dos veces por semana se pasa algunas horas en la biblioteca, revisando y separando el material. Acopia siempre un cargamento considerable, lo apila junto a la cama y permanece alrededor de él mañana, tarde y noche. Muchas veces la sorprende el amanecer. A lo largo del día, carga el libro en los brazos si es muy pesado, o simplemente lo lleva en alto y camina una y otra vez, como un tigre enjaulado, los tres metros de la celda de ida y de vuelta. De ida y de vuelta. Hace kilómetros de lectura caminada y se vuelve a acostar. Fuma y fuma, y toma mates. Se ríe, a veces llora, habla mucho en voz alta, en ocasiones grita. Nadie la molesta.

Así que al principio eras una lectora ingenua, le digo para retomar el fondo. Mentira o verdad -recita y tose-. Lo que sucedió y luego cómo lo narraron. La no historia. La historia como novela. Y después directamente la novela, los relatos cortos. Mi vida puede contarse de muchas formas. El expediente dice una cosa, pero yo puedo contarte una muy diferente. No lo dudo, y se lo digo. Y luego la literatura es historia menuda, ¿no? -me azuza: una chica de los barrios bajos de San Miguel de Tucumán, una reclusa abandonada a un rincón oscuro y húmedo del planeta, que de pronto se expresa como una profesora mundana de Oxford o de La Sorbona-. Dejé de creer acríticamente en Dios y en los relatores, y sentí un vacío. Un gran vacío y una gran curiosidad. Y un apetito por conocerlo todo. Lo único que Noemí Gutiérrez podía conocer del mundo era lo que otros habían escrito sobre él, pero a ella eso le bastaba: quería descubrir cada detalle, iluminar su ignorancia parte por parte, quizá sin comprender todavía que a más luz más conciencia de lo vasta que es la oscuridad. Conversamos sobre En busca del tiempo perdido: había leído el ciclo entero de Proust en una semana. Le mencioné La comedia humana. Se apena: Aquí solamente hay cuarenta novelas de Balzac. Tengo entendido que me faltan otras cuarenta y cinco.

Su educación tiene, como la de cualquiera, muchos huecos, y está llena de arbitrariedades y sorpresas. Pero es increíblemente sólida y por momentos apabullante. Me dedico un rato, por pura diversión, al juego de preguntas y respuestas, y ella va respondiendo y lanzando carcajadas ante mi asombro. Cuando le nombro un autor poco conocido o un libro ignoto, simplemente se barre el mentón y declara su derrota. Pero son derrotas menores, sin verdadera importancia. Me corta el juego con una duda: ¿Leíste a Freud? ¡Qué gran novelista! Estudió a Jung y a Lacan, y también varios tratados sobre psicología y psiquiatría. Muchas novelas parecen calcadas unas de las otras -añade, como si se estuviera yendo por las ramas-. Algunas novelas son únicas. Y luego unos ensayos impugnan a otros. Es muy interesante ver a personas inteligentes errar tanto, equivocarse fiero, tener visiones tan opuestas. Está a un paso de la filosofía, y lo da. Hace comentarios agudos sobre los diálogos de Platón y sobre Kant, Descartes, Heidegger, Nietzsche y las verdades relativas: Al principio me parecía que todos tenían razón -se ríe y prende otro cigarrillo-. Y después pensaba que nadie la tenía. Hubo días enteros en que no entendía nada de lo que leía. Y días en que me parecía, por un momento, que comprendía la lógica del cosmos. Te juro. Yo tenía palabras propias, ya no utilizaba lugares comunes. Pero lo que no tenía era con quién usarlas.

Me da la impresión de que le agarra un poco de frío. Se frota las mangas largas de la remera gris sin soltar el Parisienne. Miro sus manos. Le pregunto si alguna vez intentó enseñarle el arte de leer a alguna compañera. Si no sintió nunca la tentación de convertir a una mujer elemental en una mujer culta con quien compartir lecturas. Responde que no. Que a nadie, que nunca. Y cambia de rumbo: regresa a la ética, a la metafísica, también a la política y a la ciencia. A la medicina y a la astronomía. De repente vuelve al comienzo, me clava la vista: No quise perder el tiempo enseñando nada, no quise tener una discípula ni una compañera de celda, no quise volver a enamorarme. Fui egoísta. Quise todos los libros para mí sola, viajar por todas esas galaxias sin que nadie pudiera joderme con sus celos y sus problemas. Vivir en esos planos paralelos, encarnar esos personajes.

Se abre entre nosotros un silencio hondo. Ahora soy yo quien le adivina el pensamiento: no quiere que le tenga lástima. No me lo dice, pero no hace falta. Está pensando que agradece al destino aquel primer segundo fatal, aquella cuchillada que le permitió este aislamiento maravilloso. Es verdad que me encantaría discutir un rato sobre las nuevas teorías de la evolución con un biólogo, o sobre los mecanismos del poder con un buen lector de Foucault -afirma aplastando el pucho-. Pero, mirá, yo sé que fumo demasiado y que es muy probable que me muera de cáncer de laringe o de pulmón. Conozco las estadísticas y sé que no tengo un minuto que perder en boludeces. Voy a seguir unos meses con esto y después me voy a dedicar a releer. Necesito diez años para releer algunos textos fundamentales. Me muestra las dos manos abiertas: diez años nada más. Eso pide. Eso y la soledad. Después se pone a jugar mecánicamente con un mechón blanco mientras sus ojos azules se pierden en esa nueva tarea titánica que para ella es un estado de gracia, una beatitud por la que le entregaría su alma al diablo.

Observo con cuidado sus zapatillas menesterosas y no me resigno a pensar que ha perdido toda su coquetería; ya he dicho que transmite en sus gestos mínimos un erotismo extraño. Parpadeo con la lapicera a pocos centímetros del papel tratando de definir esa coquería con un adjetivo. Escribo "innata", escribo "despreocupada", vuelvo a escribir "latente". Y tacho las tres palabras con desánimo. ¿Te gustan las enciclopedias?, me interrumpe. Alguna vez me gustaron, pero ahora solo cumplen un rol utilitario, le respondo. Niega y prende un nuevo cigarrillo. Son mucho más que eso -agrega, y lanza una voluta larga y retorcida contra la pared. Se peina el pelo para dejar una oreja limpia al aire libre. Tiene orejas pequeñas y rosadas-. Recién al final abandoné la idea de entender, pero no abandoné nunca la posibilidad de jugar. ¿Y te interesan las biografías? Menciono mis predilectas: hay varios escritores y directores de cine entre ellas. También están Napoleón, Marx, Perón y Osama Bin Laden. Noemí me habla un largo rato sobre los grandes hombres y sus defectos más íntimos, y cómo se los ve patalear en la decadencia sin lograr detener el curso de los acontecimientos. Es un salpicado de anécdotas agudas y graciosas, pero una y otra vez van hacia el tema de la muerte. ¿No somos ni una pequeña anécdota? -ahora me toca a mí interrumpirla. Pienso en este instante: a lo mejor no se pueda aprehender el sentido verdadero desde el campo de batalla, con los fervores de la existencia diaria tan encima. Tal vez Noemí es como el remoto preso de Borges y Bioy, que descifraba los enigmas únicamente desde una celda solitaria, como un ejercicio intelectual abstracto. Monjes de todas las eras que se retiran a meditar sobre los grandes significados y los pequeños significantes. Quizá solo se pueda ser sabio y feliz desde afuera del mundo. A lo mejor Noemí tiene la felicidad perfecta. Me da escalofríos esa posibilidad-. ¿Entonces nada tiene sentido?

Se ríe con franqueza; sé que podría responderme con citas, pero elige una vez más sus propias palabras: Todo tiene sentido, pero yo me apagaré y nada importará. Efectivamente. No somos ni una anécdota. ¿Para qué preocuparse tanto? Mamíferos efímeros en un pedazo de piedra perdida en la inmensidad. ¿Qué importancia moral puede tener matar a dos personas o agonizar sin testigos? Mi marido, sus amantes, la presa, el puto guardiacárcel, la gorda de la biblioteca y yo misma somos soldados desconocidos de los Tercios de Flandes. Cinco o seis nombres en una multitud. Carne de cañón de las terceras y cuartas líneas que caemos muertos de inmediato, sin pena ni gloria, en el amanecer de la batalla de Rocroi. Bum, chang, ah, y se acabó todo, amigos. La naturaleza nos pasó por arriba y nos aplastó como insectos. A lo sumo hay insectos célebres con los que hacer biografías. Pero nada más. No jodamos. Sé que todo lo que manifiesta ya fue muchas veces cavilado. Sé que ha quedado por escrito y que ha sido desmentido por laicos y religiosos, pero suena raramente nuevo en esas paredes y con esos ecos. De pronto se abre la puerta única y aparece el tosco prefecto con modales de embajador. Lamentablemente, se terminó el horario y viene el cambio de guardia. Hay que terminar la entrevista. Nos da diez minutos para ir redondeando, pero Noemí declara unilateralmente que ya hemos terminado. Nos levantamos, guardo en la mochila mi cuaderno y ella recoge su manual de zoología. ¿Me puede acompañar?, le pregunta al prefecto. Por supuesto, Noemí. Nos deja caminar solos por patios y corredores, seguidos de cerca por un empleado de uniforme percudido y remendado. Ella me toma inesperadamente del brazo: medimos más o menos lo mismo, caminamos como una pareja de novios por una tarde de jardines. Pero la cárcel no huele a jardín; hiede como un depósito de reses viejas. Una reclusa grita una broma injuriosa en un castellano precario desde una ventana con rejas. Estoy incómodo, se me ocurre salir de ese insulto con una pregunta rápida. Y lo hago con lo primero que se me viene a la mente. ¿Qué pasaría si compulsivamente el Estado decidiera devolverte a las calles? Prende el último cigarrillo negro antes del confinamiento. Sus ojos vagan por el cielo rojizo. Baja de repente la barbilla y me responde: Haría cualquier cosa para evitarlo. Cualquier cosa. El corazón se me acelera. Llevo siempre en el bolsillo una púa -susurra en mi oído como si fuera una broma o una propuesta indecente-. No es técnicamente una faca, es una pequeña púa. Pero muy filosa. Esta tarde te hubiera cortado la garganta con ella. No puedo verme pero sé que estoy pálido. Noemí lanza una carcajada perruna y baja. Tose, se aclara la voz: Es un chiste. Boletearse un periodista me sacaría de este penal y me alejaría de esa biblioteca. Nada más que un chiste. Estamos llegando al límite final, un retén no permite pasar más allá ni entrar en la zona de las jaulas. Nos soltamos para despedirnos de frente. Veo por última vez el fondo de sus ojos azules, las ojeras, la piel acerada. Nos abrazamos con afecto. La sostengo por los antebrazos un segundo más. Pero si te garantizaran que zafás, si te aseguraran que no perderías ningún privilegio, ¿realmente lo harías?, le pregunto. Cuando sonríe al fresco del inminente atardecer le veo mejor las manchas amarillas de sus dientes bellos. Sin la menor duda -me dice-. Tengo que releer muchos libros todavía. Le pregunto si puedo publicar esa confesión. Tenés que hacerlo, me contesta. Es inteligente: esa sola línea, ubicada en una crónica, la retiene hasta el fin de los tiempos en esta cárcel. Pero sé que no me miente. Sé que de verdad me acariciaría la cara y me pegaría un tajo. Y que luego me sostendría la cabeza contra su pecho, como si fuera su hijo querido, y me apuñalaría el torso y el vientre. Lo haría varias veces, de manera rápida y muda. Me dejaría sentado en la silla, prendería un Parisienne con su cricket fucsia y se lo fumaría contemplando ese sanguinolento pedazo de nada que se perdería para siempre en la nada.

martes, 6 de marzo de 2012

Cien años de soledad. Gabriel García Márquez.


"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa."...(+)