viernes, 29 de octubre de 2010

El cuerpo utópico. Michel Foucault

Apenas abro los ojos, ya no puedo escapar a ese lugar que Proust, dulcemente, ansiosamente, viene a ocupar una vez más en cada despertar1. No es que me clave en el lugar –porque después de todo puedo no sólo moverme y removerme, sino que puedo moverlo a él, removerlo, cambiarlo de lugar–, sino que hay un problema: no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para irme yo a otra parte. Puedo ir hasta el fin del mundo, puedo esconderme, de mañana, bajo mis mantas, hacerme tan pequeño como pueda, puedo dejarme fundir al sol sobre la playa, pero siempre estará allí donde yo estoy. El está aquí, irreparablemente, nunca en otra parte. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía, es lo que nunca está bajo otro cielo, es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual, en sentido estricto, yo me corporizo.
Mi cuerpo, topía despiadada. ¿Y si, por fortuna, yo viviera con él en una suerte de familiaridad gastada, como con una sombra, como con esas cosas de todos los días que finalmente he dejado de ver y que la vida pasó a segundo plano, como esas chimeneas, esos techos que se amontonan cada tarde ante mi ventana? Pero todas las mañanas, la misma herida; bajo mis ojos se dibuja la inevitable imagen que impone el espejo: cara delgada, hombros arqueados, mirada miope, ausencia de pelo, nada lindo, en verdad. Y es en esta fea cáscara de mi cabeza, en esta jaula que no me gusta, en la que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esta celosía tendré que hablar, mirar, ser mirado; bajo esta piel tendré que reventar. Mi cuerpo es el lugar irremediable al que estoy condenado. Después de todo, creo que es contra él y como para borrarlo por lo que se hicieron nacer todas esas utopías. El prestigio de la utopía, la belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben? La utopía es un lugar fuera de todos los lugares, pero es un lugar donde tendré un cuerpo sin cuerpo, un cuerpo que será bello, límpido, transparente, luminoso, veloz, colosal en su potencia, infinito en su duración, desligado, invisible, protegido, siempre transfigurado; y es bien posible que la utopía primera, aquella que es la más inextirpable en el corazón de los hombres, sea precisamente la utopía de un cuerpo incorpóreo. El país de las hadas, el país de los duendes, de los genios, de los magos, y bien, es el país donde los cuerpos se transportan tan rápido como la luz, es el país donde las heridas se curan con un bálsamo maravilloso en el tiempo de un rayo, es el país donde uno puede caer de una montaña y levantarse vivo, es el país donde se es visible cuando se quiere, invisible cuando se lo desea. Si hay un país mágico es realmente para que en él yo sea un príncipe encantado y todos los lindos lechuguinos se vuelvan peludos y feos como osos.
Pero hay también una utopía que está hecha para borrar los cuerpos. Esa utopía es el país de los muertos, son las grandes ciudades utópicas que nos dejó la civilización egipcia. Después de todo, las momias, ¿qué son? Es la utopía del cuerpo negado y transfigurado. La momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo. También existieron las máscaras de oro que la civilización micénica ponía sobre las caras de los reyes difuntos: utopía de sus cuerpos gloriosos, poderosos, solares, terror de los ejércitos. Existieron las pinturas y las esculturas de las tumbas; los yacientes, que desde la Edad Media prolongan en la inmovilidad una juventud que ya no tendrá fin. Existen ahora, en nuestros días, esos simples cubos de mármol, cuerpos geometrizados por la piedra, figuras regulares y blancas sobre el gran cuadro negro de los cementerios. Y en esa ciudad de utopía de los muertos, hete aquí que mi cuerpo se vuelve sólido como una cosa, eterno como un dios.
Pero tal vez la más obstinada, la más poderosa de esas utopías por las cuales borramos la triste topología del cuerpo nos la suministra el gran mito del alma, desde el fondo de la historia occidental. El alma funciona en mi cuerpo de una manera muy maravillosa. En él se aloja, por supuesto, pero bien que sabe escaparse de él: se escapa para ver las cosas, a través de las ventanas de mis ojos, se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma es bella, es pura, es blanca; y si mi cuerpo barroso –en todo caso no muy limpio– viene a ensuciarla, seguro que habrá una virtud, seguro que habrá un poder, seguro que habrá mil gestos sagrados que la restablecerán en su pureza primigenia. Mi alma durará largo tiempo, y más que largo tiempo, cuando mi viejo cuerpo vaya a pudrirse. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco; es mi cuerpo liso, castrado, redondeado como una burbuja de jabón.
Y hete aquí que mi cuerpo, por la virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Ha desaparecido como la llama de una vela que alguien sopla. El alma, las tumbas, los genios y las hadas se apropiaron por la fuerza de él, lo hicieron desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, soplaron sobre su pesadez, sobre su fealdad, y me lo restituyeron resplandeciente y perpetuo.
Pero mi cuerpo, a decir verdad, no se deja someter con tanta facilidad. Después de todo, él mismo tiene sus recursos propios de lo fantástico; también él posee lugares sin lugar y lugares más profundos, más obstinados todavía que el alma, que la tumba, que el encanto de los magos. Tiene sus bodegas y sus desvanes, tiene sus estadías oscuras, sus playas luminosas. Mi cabeza, por ejemplo, mi cabeza: qué extraña caverna abierta sobre el mundo exterior por dos ventanas, dos aberturas, bien seguro estoy de eso, puesto que las veo en el espejo; y además, puedo cerrar una u otra por separado. Y sin embargo no hay más que una sola de esas aberturas, porque delante de mí no veo más que un solo paisaje, continuo, sin tabiques ni cortes. Y en esa cabeza, ¿cómo ocurren las cosas? Y bien, las cosas vienen a alojarse en ella. Entran allí –y de eso estoy muy seguro, de que las cosas entran en mi cabeza cuando miro, porque el sol, cuando es demasiado fuerte y me deslumbra, va a desgarrar hasta el fondo de mi cerebro–, y sin embargo esas cosas que entran en mi cabeza siguen estando realmente en el exterior, puesto que las veo delante de mí y, para alcanzarlas, a mi vez debo avanzar.
Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado: cuerpo utópico. Cuerpo absolutamente visible, en un sentido: muy bien sé lo que es ser mirado por algún otro de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás, vigilado por encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es estar desnudo; sin embargo, ese mismo cuerpo que es tan visible, es retirado, es captado por una suerte de invisibilidad de la que jamás puedo separarlo. Ese cráneo, ese detrás de mi cráneo que puedo tantear, allí, con mis dedos, pero jamás ver; esa espalda, que siento apoyada contra el empuje del colchón sobre el diván, cuando estoy acostado, pero que sólo sorprenderé mediante la astucia de un espejo; y qué es ese hombro, cuyos movimientos y posiciones conozco con precisión pero que jamás podré ver sin retorcerme espantosamente. El cuerpo, fantasma que no aparece sino en el espejismo de los espejos y, todavía, de una manera fragmentaria. ¿Acaso realmente necesito a los genios y a las hadas, y a la muerte y al alma, para ser a la vez indisociablemente visible e invisible? Y además ese cuerpo es ligero, es transparente, es imponderable; nada es menos cosa que él: corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. Sí. Pero hasta el día en que siento dolor, en que se profundiza la caverna de mi vientre, en que se bloquean, en que se atascan, en que se llenan de estopa mi pecho y mi garganta. Hasta el día en que se estrella en el fondo de mi boca el dolor de muelas. Entonces, entonces ahí dejo de ser ligero, imponderable, etc.; me vuelvo cosa, arquitectura fantástica y arruinada.
No, realmente, no se necesita sortilegio ni magia, no se necesita un alma ni una muerte para que sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que sea utopía basta que sea un cuerpo. Todas esas utopías por las cuales esquivaba mi cuerpo, simplemente tenían su modelo y su punto primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi propio cuerpo. Estaba muy equivocado hace un rato al decir que las utopías estaban vueltas contra el cuerpo y destinadas a borrarlo: ellas nacieron del propio cuerpo y tal vez luego se volvieron contra él.
En todo caso, una cosa es segura, y es que el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una de las más viejas utopías que los hombres se contaron a ellos mismos, ¿no es el sueño de cuerpos inmensos, desmesurados, que devorarían el espacio y dominarían el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes, que se encuentra en el corazón de tantas leyendas, en Europa, en Africa, en Oceanía, en Asia; esa vieja leyenda que durante tanto tiempo alimentó la imaginación occidental, de Prometeo a Gulliver.
También el cuerpo es un gran actor utópico, cuando se trata de las máscaras, del maquillaje y del tatuaje. Enmascararse, maquillarse, tatuarse, no es exactamente, como uno podría imaginárselo, adquirir otro cuerpo, simplemente un poco más bello, mejor decorado, más fácilmente reconocible; tatuarse, maquillarse, enmascararse, es sin duda algo muy distinto, es hacer entrar al cuerpo en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara, el signo tatuado, el afeite depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje: todo un lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado, que llama sobre ese mismo cuerpo la violencia del dios, el poder sordo de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el afeite colocan al cuerpo en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar que no tiene lugar directamente en el mundo, hacen de ese cuerpo un fragmento de espacio imaginario que va a comunicar con el universo de las divinidades o con el universo del otro. Uno será poseído por los dioses o por la persona que uno acaba de seducir. En todo caso la máscara, el tatuaje, el afeite son operaciones por las cuales el cuerpo es arrancado a su espacio propio y proyectado a otro espacio.
Escuchen, por ejemplo, este cuento japonés y la manera en que un tatuador hace pasar a un universo que no es el nuestro el cuerpo de la joven que él desea:
“El sol disparaba sus rayos sobre el río e incendiaba el cuarto de las siete esteras. Sus rayos reflejados sobre la superficie del agua formaban un dibujo de olas doradas sobre el papel de los biombos y sobre la cara de la joven profundamente dormida. Seikichi, tras haber corrido los tabiques, tomó entre sus manos sus herramientas de tatuaje. Durante algunos instantes permaneció sumido en una suerte de éxtasis. Precisamente ahora saboreaba plenamente la extraña belleza de la joven. Le parecía que podía permanecer sentado ante ese rostro inmóvil durante decenas y centenas de años sin jamás experimentar ni fatiga ni aburrimiento. Así como el pueblo de Menfis embellecía antaño la tierra magnífica de Egipto de pirámides y de esfinges, así Seikichi con todo su amor quiso embellecer con su dibujo la piel fresca de la joven. Le aplicó de inmediato la punta de sus pinceles de color sostenidos entre el pulgar, el anular y el dedo pequeño de la mano izquierda, y a medida que las líneas eran dibujadas, las pinchaba con su aguja sostenida en la mano derecha”.
Y si se piensa que la vestimenta sagrada, o profana, religiosa o civil hace entrar al individuo en el espacio cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad, entonces se ve que todo cuanto toca al cuerpo –-dibujo, color, diadema, tiara, vestimenta, uniforme–, todo eso hace alcanzar su pleno desarrollo, bajo una forma sensible y abigarrada, las utopías selladas en el cuerpo.
Pero acaso habría que descender una vez más por debajo de la vestimenta, acaso habría que alcanzar la misma carne, y entonces se vería que en algunos casos, en su punto límite, es el propio cuerpo el que vuelve contra sí su poder utópico y hace entrar todo el espacio de lo religioso y lo sagrado, todo el espacio del otro mundo, todo el espacio del contramundo, en el interior mismo del espacio que le está reservado. Entonces, el cuerpo, en su materialidad, en su carne, sería como el producto de sus propias fantasías. Después de todo, ¿acaso el cuerpo del bailarín no es justamente un cuerpo dilatado según todo un espacio que le es interior y exterior a la vez? Y también los drogados, y los poseídos; los poseídos, cuyo cuerpo se vuelve infierno; los estigmatizados, cuyo cuerpo se vuelve sufrimiento, redención y salvación, sangrante paraíso.
Realmente era necio, hace un rato, de creer que el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí irremediable y que se oponía a toda utopía.
Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, está ligado a todas las otras partes del mundo, y a decir verdad está en otra parte que en el mundo. Porque es a su alrededor donde están dispuestas las cosas, es con respecto a él –y con respecto a él como con respecto a un soberano– como hay un encima, un debajo, una derecha, una izquierda, un adelante, un atrás, un cercano, un lejano. El cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde los caminos y los espacios vienen a cruzarse, el cuerpo no está en ninguna parte: en el corazón del mundo es ese pequeño núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, expreso, imagino, percibo las cosas en su lugar y también las niego por el poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol, no tiene un lugar pero de él salen e irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos.
Después de todo, los niños tardan mucho tiempo en saber que tienen un cuerpo. Durante meses, durante más de un año, no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades, orificios, y todo esto no se organiza, todo esto no se corporiza literalmente sino en la imagen del espejo. De una manera más extraña todavía, los griegos de Homero no tenían una palabra para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que sea, delante de Troya, bajo los muros defendidos por Héctor y sus compañeros, no había cuerpo, había brazos alzados, había pechos valerosos, había piernas ágiles, había cascos brillantes por encima de las cabezas: no había un cuerpo. La palabra griega que significa cuerpo no aparece en Homero sino para designar el cadáver. Es ese cadáver, por consiguiente, es el cadáver y es el espejo quienes nos enseñan (en fin, quienes enseñaron a los griegos y quienes enseñan ahora a los niños) que tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese contorno hay un espesor, un peso, en una palabra, que el cuerpo ocupa un lugar. Es el espejo y es el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo; es el espejo y es el cadáver los que hacen callar y apaciguan y cierran sobre un cierre –-que ahora está para nosotros sellado– esa gran rabia utópica que hace trizas y volatiliza a cada instante nuestro cuerpo. Es gracias a ellos, es gracias al espejo y al cadáver por lo que nuestro cuerpo no es lisa y llana utopía. Si se piensa, empero, que la imagen del espejo está alojada para nosotros en un espacio inaccesible, y que jamás podremos estar allí donde estará nuestro cadáver, si se piensa que el espejo y el cadáver están ellos mismos en un invencible otra parte, entonces se descubre que sólo unas utopías pueden encerrarse sobre ellas mismas y ocultar un instante la utopía profunda y soberana de nuestro cuerpo.
Tal vez habría que decir también que hacer el amor es sentir su cuerpo que se cierra sobre sí, es finalmente existir fuera de toda utopía, con toda su densidad, entre las manos del otro. Bajo los dedos del otro que te recorren, todas las partes invisibles de tu cuerpo se ponen a existir, contra los labios del otro los tuyos se vuelven sensibles, delante de sus ojos semicerrados tu cara adquiere una certidumbre, hay una mirada finalmente para ver tus párpados cerrados. También el amor, como el espejo y como la muerte, apacigua la utopía de tu cuerpo, la hace callar, la calma, y la encierra como en una caja, la clausura y la sella. Por eso es un pariente tan próximo de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte; y si a pesar de esas dos figuras peligrosas que lo rodean a uno le gusta tanto hacer el amor es porque, en el amor, el cuerpo está aquí.

jueves, 28 de octubre de 2010

In memoriam


El ex presidente Néstor Kirchner murió ayer, en El Calafate que tanto amaba y tanto lo sedaba, en pleno protagonismo, cuando tenía apenas sesenta años. Es difícil encontrar un parangón histórico con la desaparición de un líder de su porte, en tales circunstancias. Raúl Alfonsín falleció hace poco; el impacto y la emoción fueron grandes, tanto como el reconocimiento. Pero al líder radical todo le llegó cuando estaba en el ocaso de su carrera, cuando ya no era un protagonista de primer nivel. Tal vez el parangón más cercano sea la desaparición de Juan Domingo Perón durante su tercer mandato: una figura central, en torno del cual constelaba la política, que ordenaba (por así decir) amores, odios y alineamientos. Pero hay una diferencia sideral con esos días, que alude al legado que deja Kirchner. Sin Perón, era evidente que la Argentina se encaminaba, irremisiblemente, a una situación peor y su fuerza a una crisis fenomenal. Kirchner deja el centro de la escena en un país gobernado y gobernable. Con una economía y una situación social sustentables, con previsibilidad política. En el ’74 la política era colonizada por la violencia; en 2010 se cumplen varios años de paz social muy grande (para los parámetros argentinos) y con un rumbo mejorable (como todo) pero racional. Kirchner llegó a la Casa Rosada en un país devastado, se fue en otro, aún cargado de deudas sociales y contradicciones pero indeciblemente mejor.
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Gobernante ante todo: Fue un político hasta su última hora. La noche del martes se pasó mirando números, encuestas, datos económicos, fatigando su celular. Antes que nada, fue un hombre de gobierno: recorrió todo el escalafón de cargos ejecutivos, su lugar en el mundo. Intendente de Río Gallegos, ganando su primera vez por un pelito. Después, gobernador de Santa Cruz. Siempre fue reelecto, dato digno de mención. Llegó a la presidencia cuatro años antes de lo que indicaban su ambición y su férrea voluntad, por uno de esos raros azares felices de nuestra historia. Accedió con votos prestados, con mínima legitimidad, en una nación devastada y acomplejada que apenas empezaba a levantar cabeza. Figura dominante de este siglo, captó como nadie el significado de la catástrofe de 2001, su génesis, el arduo y escarpado modo de irla repechando. El “que se vayan todos” expresaba el descrédito de la política pero no le ofrecía salida. Sin gobierno, sin Estado, sin conducción, sin dinero en caja, con casi tantas monedas como provincias, sin poder político, nada sería posible. Una población abatida, con millones de desempleados, hogares destrozados por la falta de trabajo, falta de fe individual y colectiva lo recibían. Casi nadie lo conocía, lo que incluía a muchos que lo habían votado, por descarte.
“Que se vayan todos” era un síntoma de la imperiosidad del cambio, un rechazo al pasado cercano pero no un programa de salida. Kirchner captó ese doble mensaje: supo (o mejor, decidió) que era acuciante reparar los daños causados por la dictadura, por el entreguismo desaprensivo de los ’90, la anomia del gobierno aliancista, la sumisión a los organismos internacionales de crédito. Reconstruyó el Estado, compensó los poderes fácticos acrecentando el del gobierno popular, designó a los culpables de la caída. Los fustigó con su palabra, atropellada pero clara al designar adversarios y enemigos. Polarizó y politizó, son virtudes, quedando para la polémica las dosis o las proporciones.
Pero, además, edificó un paradigma distinto. A su modo, con vectores claros y simples, eventualmente esquemáticos. Como un maestro mayor de obras, que erige una casa sencilla, eventualmente con paredes algo chingadas, pero habitable.
Había que reparar, había que compensar a las víctimas del terrorismo de Estado y de la desolación económica. No era ése el menú de moda en la Argentina, fue el que eligió, al que apostó con pocas barajas en la mano y no tantas fichas. Lo marcó asimismo la sangre derramada en los finales de los gobiernos del radical Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde también: debía cesar la violencia represiva, que minimizó a niveles únicos en la historia y mantuvo permitiendo un grado de movilización altísimo, que a menudo le jugó en contra.
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Giro: Se le reprocha haber cambiado su postura respecto del terrorismo de Estado, de las políticas económicas precedentes. La supuesta incoherencia fue uno de sus mayores méritos, pues (como Alfonsín en sus primeros tramos) recorrió la parábola inversa a lo que predicaba la cartilla de los gobernantes, la que observaron el menemismo, la Alianza, el propio Frepaso. La que indujo a Carlos Reutemann a aterrarse ante la perspectiva de ganar lo que, parecía, equivaldría a reprimir, bajar salarios, endeudar al fisco. Kirchner viró a izquierda, hacia un creciente protagonismo estatal, porque comprendió que se atravesaba una nueva etapa.
Combinó lo concreto con lo simbólico, seguro que con trazos gruesos. La remoción de la Corte Suprema menemista por una de mayor calidad, la derogación de las leyes de la impunidad, la bajada del cuadro de Videla, la reapertura de la ESMA, la relación más estrecha que jamás tuvo gobierno alguno con los organismos de derechos humanos vienen en combo.
También, en otro carril, el desendeudamiento (acordado en simultáneo con el presidente brasileño Lula da Silva), la virtual ruptura con el Fondo Monetario Internacional (FMI), la decisión de poner el acelerador a fondo en la economía, la creación de puestos de trabajo, la ampliación de la masa de jubilados. Todas esas acciones enfrentaron críticas lapidarias, anuncios de catástrofes, aplazos desde academias del saber o desde grupos de interés.
Los grandes humillados del cuarto de siglo que precedió su desembarco en la Rosada fueron su centro de atención: los trabajadores, las víctimas del terrorismo de Estado, los argentinos en su conjunto privados de autoestima y de conchabo.
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Economía política: Su concepción económica, que signó la etapa, es acendradamente política y uno de sus más claros lazos de parentesco con el primer peronismo. El crecimiento a todo trapo, el acelerador siempre a fondo, la promoción del consumo y del empleo conllevan un objetivo político y democrático. Estaba compelido a conseguir consenso, en parte para su proyecto político pero, especialmente, para recuperar gobernabilidad y estabilidad. La satisfacción de necesidades primarias, la posibilidad de acceder a bienes necesarios o algo suntuarios y al trabajo fueron su camino hacia la popularidad. Seguro que faltó equilibrio con otras variables, sobre todo en los últimos años, pero mete miedo pensar qué hubiera pasado sin un gobierno valorado, sin un Estado sólido, sin reservas financieras. Se cortó la continuidad decadente que destruyó la trama social entre (por lo menos) 1987 y 2002.
Pasar del desempleo al trabajo, tener unos pesos en el bolsillo y menos miedo sobre el porvenir acrecienta la autoestima, desbaratada en décadas de desvaríos.
Contaba que siendo joven, cuando salía de noche, su padre le preguntaba si tenía dinero y le daba unos pesos más, no para gastarlos sino para estar seguro. Cifraba así su propia economía política. En pocos años la Argentina disminuyó su deuda externa a niveles manejables (que aliviará a gobiernos futuros), solidificó a la AFIP y la Anses.
La puja distributiva volvió a estar en agenda, con avances institucionales que desde otras banderías se subestiman, se niegan o se detestan. Las convenciones colectivas anuales, siempre en alza, las reformas laborales progresivas sí que insuficientes, la consolidación del sistema jubilatorio forman un haz de aportes innegables. Ahora, en el purgatorio, se debate en detalle cómo cualificar esos logros, cómo redistribuir mejor, cómo elevar el piso. Cuando se estaba en el sótano, unos cuantos discutían el rumbo.
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Las cifras, el consenso, la derecha: Las cifras que enunciaba a granel (PBI, reservas, índices de crecimiento y de empleo en especial) fueron su obsesión y su fuerza. Gobernante de una crisis a la que apodó, sin mayor exageración, “el infierno” centró en ellas su atención, su gestión y una fracción relevante de su deseo. Timonel vigoroso, derivó hacia “el Purgatorio”, en un tránsito que no fue pacífico. Una derecha sin referencias políticas lo acechó siempre. Se olvida a menudo, pero la emergencia de Juan Carlos Blumberg sucedió pocos días después del inolvidable 24 de marzo de 2004. El crecimiento general, el renacimiento de las economías regionales, los costados virtuosos del “modelo” con paridad cambiaria competitiva, creación de puestos de trabajo, obra pública y acumulación de reservas le fueron ganando, si no apoyos militantes, consensos muy extendidos. En la emergencia, casi todos se aferraron al capitán de tormentas, incluyendo a las patronales, que mayormente se la llevaron con pala. Rabiaban por el ascenso de los trabajadores, por tener que pulsear en las paritarias pero acompañaban.
De un presidente ignoto, sin caudal propio, pasó, en dos elecciones seguidas, a una mayoría holgada, propia. En ese devenir, descuidó el armado político y desnudó limitaciones para ciertas destrezas políticas: contener a los propios, acariciar a los dudosos, formar nuevos cuadros, movilizar. Así, llegó en auto a las victorias de 2005 y 2007, tras redondear la mejor presidencia habida desde la primera de Perón.
En pos de la gobernabilidad se fue arrimando al peronismo y al movimiento obrero, dejando de lado su proyecto de transversalidad, que incluía una etapa superadora del bipartidismo. En parte fue porque el ensayo encontró límites fuertes, algunos derivados de impericia, otros de falta de peso de los nuevos aliados. En cualquier caso, afrontó un dilema complejo, con soluciones imperfectas en ambos casos. Hombre de gobierno, se inclinó por la que remachaba la continuidad y la estabilidad. Siempre será polémico el saldo, nunca será redondo. En la galaxia peronista, su aliado más fiel y rendidor fue la CGT conducida por Hugo Moyano, en una relación que mejoró a ambos socios, dejando heridos y asignaturas injustamente pendientes, como el reconocimiento de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA).
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De la desconfianza a Unasur: Patagónico, desconfiado, formateado en una provincia donde todo se hace con esfuerzo propio, la política internacional le resultaba distante y hasta la sospechaba de distractiva. Supo cambiar de parecer al internalizar la necesidad de una política regional, que diera carnadura a su relato antiimperialista, irrealizable desde un solo país. También, acierto fundante, se percató de que Brasil y Lula (el mejor colega que podía tener allí) eran aliados estratégicos de la Argentina. En la Cumbre de las Américas de Mar del Plata le tomó el gustito al juego político. La vulgata dominante narra que Argentina se “aisló del mundo”, un disparate de aquellos. Jamás comerció con tantos países, jamás se ligó a tantos mercados. Y, además, jamás jugó un rol de equilibrio y pacificación en América del Sur. Argentina y Brasil primaron con activismo y compromiso para que Evo Morales fuera presidente, para que la rosca de derecha no lo derrocara, para evitar la guerra entre Colombia y Ecuador, para intentar frenar el golpismo en Honduras y para frenarlo en Ecuador.
La mejor relación que haya existido jamás con Brasil, con Chile, con Bolivia, con Venezuela, con Paraguay. El conflicto con Uruguay fue un retroceso en ese avance global, felizmente remendado bajo la gestión de Cristina Kirchner y el presidente uruguayo José Mujica.
También hubo trato privilegiado con España y una relación sensata, sí que gratamente autónoma, con Estados Unidos.
La presidencia de Unasur es otro vacío difícil de llenar. Lograda con unanimidad expresa una verdad negada por la conjura de los necios: la valoración de Kirchner trasciende las fronteras. Para Lula, para Hugo Chávez, para Michelle Bachelet, para Evo Morales, para Correa, fue un aliado de fierro y un compañero. Los demás presidentes, de otras pertenencias, reconocieron a una figura de primer nivel, a despecho de las diferencias.
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Cambio de roles: Desde el vamos, desde cuando su revalidación parecía una quimera, predicó que no iría por la reelección. Recelaba del desgaste, de la fatiga ciudadana, hablaba de una necesidad de mayor institucionalidad y menos combate. Cristina Fernández, de cualquier forma, llegó en tono de reelección que los escasos cambios de su gabinete convalidaron. El color peronista del apoyo electoral signó esa decisión.
El mandato de la Presidenta fue mucho más tormentoso que el de su predecesor. Es en parte lógico: superada la malaria y recobradas las fuerzas, muchos actores incrementaron sus demandas. En parte hubo descuidos del Gobierno. En parte, muy sustancial, la agenda institucional fue mucho más ambiciosa y fundante que la de Kirchner.
Cristina y Néstor Kirchner siempre actuaron en tándem desde 2003. Pensaban muy parecido, acordaban en casi todo. Pero el cambio de roles le costó al ex presidente, que perdió muñeca política y capacidad de negociación. Fue más intransigente y menos dúctil frente “al campo” que contra Blumberg o que negociando con los vecinalistas entrerrianos o que en las tratativas con el FMI.
Las retenciones móviles y la derrota electoral de 2009 dieron la impresión de final de ciclo. Los vaivenes del electorado son siempre dignos de atención, máxime para una fuerza populista. La reacción de la Presidenta combinó un temple enorme con la sagacidad de ampliar la agenda propia. Siempre politizando y polarizando pero buscando apoyos externos, consagró cambios institucionales notables, ajenos a su imaginario años atrás. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual hasta la demasiado demorada Asignación Universal por Hijo, pasando por la reestatización del sistema previsional fueron jugadas tremendas, arriesgadas, progresistas que importan (en los hechos más que en el discurso) autocríticas y correcciones de gran nivel.
En su sube y baja, el kirchnerismo quedó con menos apoyos difusos y más consistencia ideológica. También congregó militantes, en especial jóvenes, promovió organización y se consagró más a disputar el debate mediático.
En trance de mayor debilidad, jugó doble contra sencillo. En eso está ahora, siendo por lejos la primera minoría política, la que saldría puntera en la primera vuelta electoral, la que tiene mayor capacidad de movilización y de “calle”, la que imanta más adhesiones de artistas, trabajadores de la cultura y bloggers.
Con ese patrimonio, importante y aún no suficiente para lograr la proeza de tres mandatos consecutivos, llega la muerte de Néstor Kirchner.
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Desafíos: El inventario se hace interminable, acaso por impericia del cronista pero también porque hablar de Kirchner es sumirse en todas las controversias de ayer, de los próximos meses o años. Sin agotar la enumeración, cabe consignar entre los aciertos el aumento del presupuesto educativo y el matrimonio igualitario. Y entre los errores, la erosión del Indec, tan contradictoria con la tendencia general de defensa del Estado y lo público.
Un líder como Kirchner es irreemplazable y, al unísono, no tiene reposo. No sólo porque el hombre era poco afecto a parar sino porque los grandes referentes siguen batallando después de muertos.
Su lugar vacante potencia la ambición de sus adversarios, la barbarie gorila que ya empezó aflorar, el odio de una derecha recalcitrante que esta nota prefiere apenas mentar. En ese aspecto el adiós de Kirchner parece, por ahora, más semejante al de Evita, por el odio de “los otros”, que al de Perón.
La Presidenta, en un momento cruel de su vida, afronta el enorme desafío de proseguir sin su compañero de vida y de luchas. También pierde a un político fundamental, a quien todos respetaban o temían o valoraban. A un alquimista que sabía contener, motivar y conducir a dirigentes, militantes y personas de a pie.
El tándem funcionó con dificultades pero era un bastión, que en los últimos tiempos había logrado el ascenso muy parejo de ambos (con leve supremacía de la Presidenta) en imagen positiva e intención de voto.
Sobreponerse al dolor personal y a la pérdida política, mantener la gobernabilidad, contener a la fuerza propia y sumar parecen retos gigantescos. En más de tres años la Presidenta ha combinado, más vale, aciertos y falencias, aunque siempre demostró aptitud para remontar las cuestas más adversas.
Cuando Kirchner advino al poder, lo informó Horacio Verbitsky en este diario, José Claudio Escribano le dio un ultimátum y un programa, que el entonces presidente rechazó de volea. Ayer, en La Nación comenzaron a pasarle letra a la presidenta Cristina para que desista de su proyecto. La primera vez creían lo que hacían, ahora es pura parada. Todos saben que ella sostendrá sus principios y su norte.
Cuando las corporaciones, sus adversarios políticos y algunas personas vulgares festejan, el cronista recuerda a uno de ellos, el ex presidente Eduardo Duhalde. En 2003, dos periodistas de Página/12 le preguntamos si Kirchner sería su Chirolita. Duhalde respondió “los que dicen eso no lo conocen. Y menos la conocen a Cristina”. Ahora, hay menos motivos para dudar de su templanza y su vocación de militante y dirigente.
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Dolor: Es una sandez hablar de un potencial veredicto de “la historia”. La historia es política: en la Argentina no se han saldado debates sobre Rosas o Perón, menos se llegará a la unanimidad sobre Kirchner.
Confrontativo, por vocación, por estilo y porque gobernar es definir conflictos y aún atizarlos, Kirchner fue llorado ayer y seguirá siendo llorado por muchos pero no por todos. Ayer una muchedumbre colmó la Plaza de Mayo, espontánea y sufriente, en esa Capital de la que desconfiaba y que jamás lo apoyó.
Entre los que lo lloran la mayoría son humildes, muchos son jóvenes que recuperaron la sed por militar. Lo lloran las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas, los integrantes de la comunidad gay, cantidad de artistas y trovadores populares.
Su nombre será bandera y todos ellos tratarán de llevarla a la victoria, a la continuidad, a la coherencia.
Se lo llora y ya se lo añora en la redacción de este diario, que clamó desde su primer día por banderas que en su gobierno se plasmaron en conquistas, leyes, procesos y condenas a genocidas.
Ya lo extraña este cronista, que lo conoció en su labor profesional, lo respetó y quiso más de lo que marca la regla de la ortodoxia del “periodismo independiente”. Lo que nunca impidió discusiones, críticas o señalamientos que forman parte de la lógica del trabajo y de la política.
A la Presidenta, a su familia, a sus compañeros y a los que lo lloran van el abrazo y el saludo en un cierre tan heterodoxo como sentido.


EL TIPO QUE NO ARRUGÓ. Por Federico Luppi
Obviamente, esto no me genera nada dulce ni agradable. Es un golpazo porque era un referente político importante. En lo que a mí respecta, y por lo que he vivido, fue uno de los políticos más importantes de las últimas décadas. Cívicamente corajudo y con vergüenza política, capaz de enfrentar ciertas cosas con lenguaje directo, un poco a cara de perro, campechano, y a veces remando en situaciones muy complicadas, muy duras. Me impresionó mucho cuando hizo bajar los retratos. Me pareció una forma de simbolizar el inconsciente de un país de manera viril y frontal. Y eso me dio la pauta de que había algo ahí que tenía que ver con la decisión, con la ejecutividad, con ver las cosas con perspectiva. Cuando pidió que descolgaran el cuadro de Videla fue la primera vez que como habitante de esta Argentina en la que envejecí viendo presidentes cagones, cobardes, mentirosos y truchos, vi a un tipo que se puso los pantalones y dijo lo que tenía que decir. ¿Por qué? Porque él era el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Vi en situaciones similares a presidentes como Alfonsín o De la Rúa arrugar hasta la médula. Kirchner era un animal político de verdad: tenía el instinto y la capacidad de piloto automático de navegar en medio de tormentas. No exagero nada, no soy nada afecto a las pleitesías políticas, pero de verdad desaparece un referente importantísimo de la Argentina, no solamente por el gobierno que hizo sino porque además en ningún momento dejó de plantear las cosas con la frontalidad con que podía hacerlo. Era capaz de conversar mano a mano, campechanamente, sin ningún tipo de solemnidad. No era un rasgo populista sino de llaneza intelectual y capacidad afectiva. Como hombre político, arrancó la primera magistratura con un delgadísimo porcentaje de votos, con aquella interferencia estúpida y canalla de Menem. Y con ese caudal de votos mínimo, sin embargo, muñequeó, manejó la cosa, se enfrentó al FMI, creó instancias de negociación realmente importantes. Supo plantear políticamente la no dependencia del Fondo, el quite de la deuda. Me da la impresión de que sabía qué quería y se basaba únicamente en el aprecio y en la confianza en la masa, en el público, a la manera griega. Es un momento en el que hay que estar muy atento, muy alerta y muy lúcido porque va a haber una avalancha catártica de canallaje político que va a decir de todo y utilizar esto como una manera de retrasar y negativizar el proceso. Es un momento duro y espero que su mujer tenga el ánimo, el coraje, la fuerza y hasta la capacidad de llanto para poder superarlo.

LA VIDA A CARA O CECA. Por Beatriz Sarlo
A las diez de la mañana, la ciudad estaba desierta por el censo. En ese vacío cayó la noticia. Cuatro personas, en un vagón de subterráneo escuchamos que alguien dijo: "Murió Kirchner". A partir de ese instante, la ciudad en silencio se convirtió, retrospectivamente, en un ominoso paisaje de vaticinio. Cuando bajé saludé a quienes habían escuchado conmigo la noticia, quise preguntarles sus nombres porque, como fuera, había vivido con ellos un momento de los que no se olvidan nunca más. En el quiosco de San José y Rivadavia pregunté si era cierto, con la esperanza alocada de que me dijeran que alguien acababa de inventarlo. Fue poderoso, ahora estaba muerto.
Pensé en quienes lo amaban. Su familia, por supuesto, pero ese círculo privado es, como toda familia, inaccesible y sólo se mide con las propias experiencias de dolor, que habilitan una solidaridad sin condiciones. Puedo imaginar, en cambio, la muerte del compañero de toda una vida, que la política marcó con una intensidad sin pausa: la Presidenta conoce hoy la fractura más temida.
Con la intensidad de la evocación marcada por una proximidad que comprendo más, pensé en quienes lo admiraron y creyeron que fue el presidente que llegó para darle a la política su sentido. Recordé a Kirchner en el Chaco, en marzo de este año, y un día después en el acto de Ferro, con la cancha repleta, donde se mezclaban los contingentes de los barrios bonaerenses, las familias completas, las barritas con los bombos, los viejos y los niños, con las clases medias que llegaban sueltas o débilmente organizadas. Lo recordé abrazándose a los chicos de un barrio pobre del Gran Buenos Aires, donde aterrizó su helicóptero, bajó corriendo y empezó a caminar como si llegara tarde a una cita. Se movía por las calles de tierra y cascotes como quien siente que la vida verdadera está en esos contactos físicos, abrazos rápidos pero vigorosos, tironeos, gritos; los chicos lo seguían como una nube, jugando; era fácil tocarlo, como si no existiera una custodia que, sin embargo, trataba de rodearlo mientras todo el mundo se sacaba fotos.
A fines del siglo XX nada anunciaba que la disputa por ocupar el lugar del progresismo iba a interesar nuevamente salvo a los intelectuales o a los pequeños partidos de izquierda. Kirchner introdujo una novedad que le daba también su nuevo rostro: se proclamó heredero de los ideales de los años setenta (al principio agregó "no de sus errores"). En 2003, llegó al gobierno marcado por una debilidad electoral que Menem, dañino y enconado, acentuó al retirarse del ballottage y no permitirle una victoria con mayoría en segunda vuelta. La crisis de 2001, pese al intervalo reparador de Duhalde, no estaba tan lejos en la memoria, mucho menos de la de Kirchner, que encaraba su gobierno con poco más que el veinte por ciento de los votos. Su gesto inaugural, el mismo día de la asunción, fue hundirse en la masa que lo recibía, como si ese contacto físico provocara una transferencia. Kirchner ocupaba por primera vez un lugar en la Plaza de Mayo y terminaba, junto a su familia, mirándola desde el balcón histórico; en la frente, una pequeña herida, producida en la marea de fotógrafos.
La escena es un bautismo. Kirchner comenzó su presidencia con un golpe en la frente porque se lanzó a la multitud que estaba en las calles, entre el Congreso y la Plaza de Mayo; se lanzó como quien corre hacia el mar el primer día del verano, con impaciencia y sensualidad, gozando ese cuerpo a cuerpo que es el momento amoroso de la política.
Pensé entonces en las escenas que, pese a ser una opositora, me había tocado vivir. En las escenas de masas, donde no hay sólo acciones que se aprueban o se critican, se percibe un más allá de la política que la convierte en experiencia y en alimento sensible. Kirchner, un duro, gozaba con esa afectividad intensa que a sus ojos seguramente refrendaba el pacto peronista con el pueblo. Pero no pensé sólo en esos cientos de jornadas en que Kirchner había pisado la tierra o los lodazales de los barrios marginados, donde era recibido con una alegría que superaba la gestión de los caudillos locales, porque alguien, un presidente, llegaba a ese confín donde vivían ellos, unos miserables.
Pensé también en los que formaron el lado intelectual del conglomerado que armó Kirchner. Con ellos he discutido mucho en estos años. Sin embargo, me resulta sencillo ponerme en su lugar. Muchos vienen de una larga militancia en el peronismo de izquierda; vivieron la humillación del menemismo, que fue para ellos una derrota y una gigantesca anomalía, una enfermedad del movimiento popular. Cuando los mayores de este contingente representativo ya pensaban que en sus vidas no habría un renacimiento de la política, Kirchner les abrió el escenario donde creyeron encontrar, nuevamente, los viejos ideales. Pensé que se engañaban, pero eso no borronea la imaginación de su dolor.
El furor de Kirchner en el ejercicio del gobierno transmitía la eléctrica tensión de la militancia setentista; para muchos, era posible volver a creer en grandes transformaciones, que no se enredaran en el trámite irritante y lento del paso a paso institucional. Y creyeron. Entiendo perfectamente esas esperanzas, aunque no haya coincidido con ellas. Conozco a esa gente, que se identifica en Carta Abierta, pero la desborda. Pensé en ellos porque cuando un líder político ha triunfado con el estilo de la victoria kirchnerista, su muerte abre un capítulo donde los más mezquinos y arrogantes saldrán a cobrar deudas de las que no son titulares, pero otros padecen el dolor de una ausencia que comienza hoy y no se sabe cuándo va a aflojar sus efectos. La muerte no consagra a nadie ni lo mejora, pero permite ver a quién le resulta más dura. Los que soportamos muchas muertes políticas sabemos que sus consecuencias pueden ser de larga duración.
Imposible pasar por alto la desazón de quienes se entusiasmaron con Kirchner. Sería no comprender la naturaleza del vínculo político. En las manifestaciones de 1973 marchaban viejitos con fotos de Eva que, amarillas y cuarteadas, probaban su origen de casas populares construidas en 1950. No sabemos si habrá fotos así de Kirchner en movilizaciones futuras. Pero su impacto en la sensibilidad política quizá se prolongue. Esto no excluye los balances de su gobierno sino que, precisamente, los volverá indispensables. Kirchner será un capítulo del debate ideológico e histórico. Una forma de la posteridad, tan duradera como la dimensión afectiva de esa gente de los barrios más pobres y de quienes lo apoyaron con su actividad intelectual. Maestra implacable, la muerte nos hará trabajar durante años.
La muerte de Kirchner fue súbita y filosa. Hay una frase popular: murió con los zapatos puestos, no había nacido para viejo. Hay otra, pronunciada en un pasado lejano donde todavía se decían frases sublimes: "¡Qué bella muerte!". Bella, aunque injusta y trágica, es la muerte de un hombre que cae en la plenitud de la forma, un hombre a quien no maceró la vejez ni tuvo tiempo de convertirse en patriarca porque murió como guerrero. Sin haberlo conocido, me atrevo a pensar que Kirchner se identificó siempre con el guerrero y nunca con el patriarca.
La medicina explica con todas sus sabias precisiones que Kirchner debió "cuidarse", que su cuerpo ya no podía soportar los esfuerzos de una batalla concentrada y múltiple. Pero una decisión, que no llamaría sólo psicológica sino también un ejercicio de la libertad, fue que Kirchner eligió no administrarse ni tratar su cuerpo como si fuera un capital cuya renta había que invertir con cuidado. Gastaba. Vivió como un iracundo. Ese era justamente el estilo que se le ha criticado. Tenía un temperamento, y los temperamentos no cambian.
Concebía la política como concentración potencialmente ilimitada de poder y de recursos y no estuvo dispuesto a modificar las prácticas que lo constituían como dirigente. Kirchner no podía ser cuidadoso en ningún aspecto. No se aplacaba. Gobernó sin contemplaciones para los que consideró sus opositores, sus enemigos, sus contradictores. Tampoco se ocupó de contemplar su debilidad física cuando se lo advirtieron. Como político no conoció el intervalo de la tregua; sin tregua manejó el conflicto con el campo y con los medios; la tregua es el momento en que se negocia y Kirchner no negociaba, no administraba sus objetivos, los imponía o era derrotado. No delegaba funciones. Fue, paradójicamente, un calculador que confiaba en sus impulsos, un vitalista y un voluntarista que se pasaba horas haciendo cuentas.
En su primer discurso, cuando juró frente al Congreso, dijo: "Atrás quedó el tiempo de los líderes predestinados, los fundamentalistas, los mesiánicos. La Argentina contemporánea se deberá reconocer y refundar en la integración de equipos y grupos orgánicos, con capacidad para la convocatoria transversal, el respeto por la diversidad y el cumplimiento de objetivos comunes". Sin embargo, esas palabras, que no hay elementos para juzgar insinceras en ese entonces, no le dieron forma a su gobierno.
Kirchner definió un estilo que, como sucede con el liderazgo carismático, es muy difícil de transmitir a otros. El líder piensa que es él el único que puede bancar los actos necesarios: él garantiza el reparto de los bienes sociales, él garantiza la asistencia a los sumergidos, él sostiene el mercado de trabajo y forcejea con los precios, él enfrenta a las corporaciones, él evita, en solitario, las conspiraciones y los torbellinos. El liderazgo es personalista.
La Argentina tiene, como tuvo Kirchner, una oscilación clásica entre la reivindicación del pluralismo y la concentración del poder. Como presidente, Kirchner eligió no simplemente el liderazgo fuerte (quizás indispensable en 2003) sino la concentración de las decisiones, de las grandes líneas y los más pequeños detalles: tener el gobierno en un puño. Consideró el poder como sustancia indivisible. Con una excepción que marca con honor el comienzo de su gobierno: la renovación de la Corte Suprema, un acto de gran alcance cuyas consecuencias van más allá de la muerte de quien tuvo el valor de decidirlo.
El poder indivisible es fuerte y débil: su fortaleza está en el presente, mientras se lo ejercite; su debilidad está en el futuro, cuando las circunstancias cambian. Así como Kirchner no administraba con cautela su resistencia física, tampoco fue cauteloso en el ejercicio de su poder. Frente a la desaparición de quien concebía el poder como indivisible, se aprestan las fuerzas y los individuos que quieren creer que ese poder pasa intacto a otra parte, lo cual sería una equivocación, o los que creen que se acerca un nuevo reparto.
Kirchner murió cuando en el horizonte cercano se insinuaba la posibilidad de un reparto de ese poder indivisible. Las elecciones de 2009 cambiaron las representaciones partidarias en el Congreso. Esa fue una experiencia nueva dentro de los años kirchneristas. Entre la negociación y el veto, entre retirar un proyecto propio y adoptar el de un aliado, se había empezado a recorrer un camino que mostraba cierto cambio de paisaje, obligado por la relación de fuerzas. El poder del Ejecutivo tenía una contraparte que no había pesado hasta 2009 y, en 2010, vendrán las elecciones nacionales. El poder indivisible necesitaba victorias, primero dentro del propio movimiento justicialista, batalla que Kirchner ya estaba calibrando.
Kirchner no era sólo un voluntarista sino también un inspirado. Salvo un apresurado que supiera poco, nadie en esa próxima competencia podía estar seguro de que podía desplazarlo. Su inteligencia y su iniciativa causaron siempre la admiración de sus amigos y la expectativa de sus opositores. Estas últimas semanas de su vida estuvieron bajo el signo de las exploraciones, las encuestas y los pálpitos electorales. Como cualquier político que había tocado el éxito y la popularidad en muchos momentos, Kirchner no quería alejarse de la cabina de mando. Creía que él era la única garantía, incluso la única garantía de su propio futuro. Surgido del peronismo, Kirchner no se sentía seguro con las declaraciones de lealtad y desconfiaba de las disidencias que, a sus ojos, encubren traiciones.
Todos, amigos y enemigos, estaban seguros de que algo debía suceder en los próximos tiempos. Sucedió esta muerte que, como toda muerte inesperada y temprana, cortó el curso de las cosas, pero un destino propicio hizo que Kirchner muriera sin conocer una derrota decisiva. Kirchner, muchos lo aseguraban, vivía en el límite de las apuestas a cara y ceca, perder todo estuvo siempre inscripto dentro de las posibilidades. Fue un político de alto riesgo, no un jefe cuya cualidad principal fuera la prudencia. Fue también un político afortunado. Y murió antes de que su imprudencia venciera a la fortuna.
Junto con la renovación de la Corte Suprema hay otro acto de reparación histórica que nadie podrá negarle: después de la derogación de las leyes de impunidad, Kirchner apoyó con su peso personal e institucional la apertura de los juicios a los terroristas de Estado. Hizo su escudo protector con los organismos de derechos humanos hasta convertirlos en articulaciones simbólicas y reales de su gobierno. Como sucedió siempre con Kirchner, el apoyo a que las causas obtuvieran sentencia se entreveró con la política que inscribió a las Madres y Abuelas en la trinchera cotidiana. Kirchner, hasta hoy, ofrece esos balances complicados. Igual que su afirmación latinoamericanista: reivindicó la idea de una nación independiente y soberana, pero dirigió o permitió peleas tan declarativas como inútiles; como secretario de la Unasur, tomó una responsabilidad que cumplió contra muchas predicciones.
Fin de un acto que lleva su marca. Fue la obsesión amada o temida, desconfiada o combatida de muchos. Pocos políticos tienen la fortuna de marcar la historia de este modo. En la turbulencia que produce la muerte, antes de la claridad que llega con el duelo, no es posible saber si el kirchnerismo será un capítulo cerrado. La muerte convoca a los herederos, los legítimos y los que piensan que, en realidad, no son herederos sino titulares de un poder perdido o entregado de mala gana. También falta definir del todo cuál es la herencia y si es posible que pase a otras manos. La memoria de Kirchner puede convertirse en política o en historia. Lo segundo ya lo tiene asegurado con justicia. 

La consternación que genera la muerte del ex presidente Néstor Kirchner frena el desliz de los dedos sobre las teclas. No sólo porque condolerse es una actitud humana obligatoria ante la muerte del prójimo, sino también porque debe reconocérsele a Kirchner su pasión indeclinable por combatir la pobreza y aumentar la equidad, aunquea veces fuera por caminos equivocados.
Este rasgo de su vida política casi seguramente se ubicará en la visión de la historia por encima de sus errores. Ocurre al mismo tiempo que una de las crueldades inherentes al poder es que la vida sigue y que será necesario tomar decisiones mucho antes de que el dolor, especialmente el de la Presidenta y de sus hijos, pueda encontrar consuelo.
También se palpa en el ambiente y en el corazón de muchos una mayor angustia respecto del futuro. Aun con importantes diferencias, hay también innegables similitudes con los sentimientos vividos hace 36 años cuando murió Juan Domingo Perón, y se hace difícil borrar de la mente y del corazón sus ominosas consecuencias.
Uno de los componentes de esta mayor angustia es la incertidumbre respecto de la economía y de sus consecuencias sociales. ¿Por qué habría de ser así? ¿No nos seguirá acaso deparando el mundo la mayor oportunidad de desarrollo económico de nuestra historia? Lo más probable es que sí.
¿No está el país creciendo rauda y acompasadamente con el resto de los países sudamericanos, a los que se ve fuertes como pocas veces antes? La respuesta es otra vez afirmativa, pero no despeja las agrias dudas. Son muchos los indicios de que desde los últimos años de su presidencia hasta ayer mismo era Kirchner quien tomaba las decisiones importantes sobre la economía. Era, sí, el verdadero ministro de Economía.
¿Quién ocupará ahora ese rol? Todo gobierno necesita que alguien ?y mejor si es un equipo? tenga una visión de conjunto de la compleja relación de las variables económicas y también la capacidad de tomar las decisiones certeras en el momento oportuno.
Por cierto, hubo y hay funcionarios del Gobierno que cumplían y cumplen parte de esa tarea, pero las decisiones cruciales eran tomadas por Kirchner.
Tamaña ausencia y el contexto favorable pueden llevar a creer que la economía
está en piloto automático, como se lo creyó de manera tan gravosa desde mediados de los 90. La verdad es que hay una amplia agenda de pendientes y, empezando por la inflación, son muchas las cosas por corregir o mejorar para aligerar la vida de los argentinos, sobre todo de los más pobres, en tiempos que serán probablemente más difíciles.
Todo eso será objeto reiterado de especulaciones políticas, tanto más en los largos tiempos preelectorales que nos esperan, pero por ese camino difícilmente se encuentre la salida.
Ojalá el sentido de realidad prevalezca sobre las miradas ideológicas y pueda entenderse que el mejor homenaje que se puede rendir a Kirchner es el de enmendar los errores de su gestión económica, para evitar que un mal final arruine sus innegables logros. Aún se está a tiempo.