martes, 27 de abril de 2010

La Resistencia


No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. Y entonces ¿cómo? Hay que re-valorar el pequeño lugar y el poco tiempo en que vivimos, que nada tienen que ver con esos paisajes maravillosos que podemos mirar en la televisión, pero que están sagradamente impregnados de la humanidad de las personas que vivimos en él. Uno dice silla o ventana o reloj, palabras que designan meros objetos, y, sin embargo, de pronto transmitimos algo misterioso e indefinible, algo que es como una clave, como un mensaje inefable de una profunda región de nuestro ser. Decimos silla pero no queremos decir silla, y nos entienden. O por lo menos nos entienden aquéllos a quienes está secretamente destinado el mensaje. Así, aquel par de zuecos, aquella vela, esa silla, no quieren decir ni esos zuecos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino Van Gogh, Vincent: su ansiedad, su angustia, su soledad; de modo que son más bien su autorretrato, la descripción de sus ansiedades más profundas y dolorosas. Sirviéndose de objetos de este mundo aparentemente seco que está fuera de nosotros, que acaso estaba antes de nosotros y que muy probablemente nos sobrevivirá. Como si esos objetos fueran temblorosos y transitorios puentes para salvar el abismo que siempre se abre entre uno y el universo, símbolos de aquello profundo y recóndito que reflejan; indiferentes y grises para los que no son capaces de entender la clave, pero cálidos y tensos y llenos de intención secreta para los que la conocen. Porque el hombre hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo, impregnándolo de sus anhelos y sentimientos, manifestándose a través de las arrugas carnales, del brillo de los ojos, de las sonrisas y de la comisura de sus labios.

Ernesto Sábato

domingo, 25 de abril de 2010

Fragmento de la novela "Hierba mora" de Teresa Moure.


(…)
De las muchas formas que hay de enamorar, una de las más poderosas, de las más sugerentes y de las más excitantes es el enamoramiento literario. Qué bien se podría llamar así a la llama que se enciende cuando uno intercambia escritos con otra persona. Desde luego que la chispa inicial seguro que la pone el cuerpo con sus evidencias, pero el alma que escribe va alimentando el fuego para hacerlo arder de forma apropiada. ... De las muchas formas que hay de enamorar, alguna es muy sutil y aparece en personas sensibles y tiernas, que le tienen afición a la escritura, y por eso mismo cuando leen o cuando escriben ponen ahí el alma toda para que la otra persona en cuestión pueda, viendo el alma desnuda, adaptarse a ella y desearla, y puestos ya a desear el alma, les venga algún pensamiento de esos que llaman malos, que a saber por qué se llamarán malos pensamientos los pensamientos amorosos y juguetones, que nos abren la ventana de la imaginación para intuir la forma en que acariciaríamos precisamente a esa otra persona entre todas las personas que en el mundo han sido. Se dice aquí todo esto porque la correspondencia es una cosa peligrosa. ... Que escribir cartas es agasajar con palabras y las palabras, si están bien escogidas y el alma en su justa sazón, pueden curar mejor que las hierbas mágicas, que parece que prolongan el placer como los afrodisíacos y atenúan el dolor como los analgésicos, que por algo afrodisíaco y analgésico también son palabras.

El texto fue un regalo de Petitapetitesa

jueves, 22 de abril de 2010

Henri Cartier Bresson


“…Para que un tema se manifieste en toda su intensidad, las relaciones formales deben ser rigurosamente establecidas.
Uno debe situar la cámara en el espacio, con relación al objeto, y ahí comienza el gran dominio de la composición. La fotografía es para mí el reconocimiento en la realidad de un ritmo de superficie, líneas y valores; el ojo recorta al sujeto y lo único que tiene que hacer la cámara es imprimir en la película la decisión del ojo. Una foto se ve en su totalidad, de una sola vez como un cuadro; su composición es una coalición simultánea, la coordinación orgánica de elementos visuales. No se compone gratuitamente, hace falta una necesidad y no se puede separar el fondo de la forma.”

lunes, 12 de abril de 2010

Para la gilada



El diccionario castellano incluye el vocablo "gilí", de etimología árabe, con el significado de tonto o lelo. Pero el diccionario lunfardo de José Gobello —donde los porteños buscamos a veces nuestras fantasiosas raíces tangueras— ofrece "gil" como tonto y agrega "gilada" como colectividad de los giles. La condición de gil es una desgracia personal crónica que afecta en mayor o menor medida a los individuos. En este aspecto, su mayor problema consiste en que suele identificársela con el buen corazón, lo que contribuye a dar mala prensa a la solidaridad. La gilada, en cambio, es un conjunto cuyos miembros no son todos necesariamente giles, con tal que, comprometidos por su pertenencia a la clase donde ellos predominan, puedan ser manejados colectivamente como si lo fueran por más que adviertan, se quejen y protesten. La gilada, pues, constituye desde siempre un ingrediente básico del control social: un concepto que merecería lugar privilegiado en el panorama jurídico-político.

Algunos ejemplos, tomados al azar de la historia, pueden servir para ilustrar la importancia del tema. Hace quinientos años, empeñosas giladas indígenas cambiaban oro por cuentas de vidrio o confiaban en los europeos como si fuesen el mismísimo Quetzalcóatl. Hace dos siglos, George Canning —nada gil— exponía ante los Comunes su nueva y genial idea. No había ya que conquistar las tierras de América: bastaba con promover su independencia y dominar luego a los nuevos gobiernos mediante préstamos que no pudiesen pagar. A partir de algún día D que el Times no registra, las giladas hispanoamericanas se lanzaron a una gesta sin duda heroica en pos de los más loables ideales de libertad. La libertad de comercio llegó enseguida; muchas otras fueron proclamadas, pero su práctica se demoró entre guerras civiles y dictaduras, mientras se tramitaban desde luego los créditos propuestos por Canning.

Finalmente, la democracia acabó por imponerse. Eso significaba que había una Constitución y elecciones periódicas. Claro está que los candidatos eran decididos de antemano o sólo competían como socios de un club exclusivo: las votaciones eran, más que nada, espectáculos montados en beneficio de la gilada, como lo demostró la historia de los golpes de estado cada vez que el espectáculo amenazaba montar su propio libreto.

Muchos casos están en la memoria más reciente. En una época se anunciaban candorosas campañas contra el agio, en las que se descubría que tal o cual comerciante había acumulado papas, azúcar o harina esperando que su precio subiera. Al mismo tiempo se fomentaba en las escuelas el ahorro postal, aconsejando a los niños hacer periódicamente pequeños depósitos destinados a desaparecer por depreciación monetaria. Y los diarios proclamaban cada tanto improbables conspiraciones que unían a comunistas, empresarios, masones e imperialistas. Veinte años más tarde, la disputa internacional de espacios políticos y militares requirió una cuota de sangre: los argentinos la ofrecieron a raudales y se mataron unos a otros con singular denuedo, aunque con desparejas dosis de cinismo. Cuando esa tormenta amainó, las primeras planas de los diarios fueron ocupadas por la deuda externa: se abrió una cuenta bancaria para que los argentinos hicieran donaciones destinadas a pagarla, pero es dudoso que alguien haya depositado allí su dinero. La gilada, en cambio, abrazó la causa financiera con la misma fe con la que hasta entonces había creído en las armas, y seguía la cotización del dólar con la ansiedad de quien controla el electrocardiógrafo en una unidad de terapia intensiva. Un día ya no pudo soportar tanta tensión y se compró la estabilidad monetaria. Pagó por ella un precio muy alto: en lo económico, la pérdida de todo margen futuro de maniobra en política monetaria y, en lo político, la depreciación de las instituciones y la consolidación de una corrupción generalizada.

Mientras tanto, la gilada internacional festejaba la caída del muro de Berlín creyendo sinceramente que con ella se abriría una etapa de paz y de concordia. Una vez abolidas las siniestras dictaduras del Este, las esperanzas de sus antiguas víctimas se frustraron frente a privatizaciones corruptas, a la instalación de potentes mafias y a una pavorosa desigualdad del ingreso, todo ello santificado ahora por las jaculatorias del pensamiento único. Y, en Occidente, la desaparición del adversario oriental generó a su vez una completa falta de disimulo que retrotrajo los términos del debate social a las posiciones anteriores a 1848. Cuando nuestro país estalló, la gilada salió a pedir que se fueran todos, sin proponerse siquiera un método apropiado para reemplazar a unos todos por otros todos. En consecuencia, el culebrón siguió adelante, entre esperanzas y desesperaciones más o menos manipuladas por unos o por otros de los mismos.

¿Estamos, entonces, hablando de política? No: hablamos de ciertas actitudes que condicionan cualquier actividad humana. Usamos ejemplos políticos porque en ese ámbito la circunstancia en análisis es más dramática y mejor conocida por todos.

Pero hay ejemplos estrictamente jurídicos. Cuando yo cursaba el primer año de la Facultad, hace más de medio siglo, me sorprendía encontrar en algunos textos opiniones curiosas: los jueces crean derecho – se afirmaba – pero no hay que decirlo. Traducida a un lenguaje más preciso, esta posición indica que, dado que la práctica del derecho impone la institución judicial, es inevitable que los jueces introduzcan sus propios contenidos en el sistema jurídico; pero, si esta información se divulgara, la propia organización social se vería comprometida. Los jueces podrían sentirse estimulados a hacer abiertamente lo que ahora disimulan bajo el manto de la interpretación y los ciudadanos ya no reaccionarían cuando las sentencias se apartaran de la ley (circunstancia ésta que, por otras razones, es cada vez más difícil de identificar). Por mi parte, comprendo los fundamentos políticos de tal actitud; pero destaco que ella propone dividir a las personas en dos clases desiguales: los juristas, que conocen los entretelones del derecho y tienen por misión la tutela jurídica de la sociedad, y los demás (la eterna gilada), que deben cumplir las funciones que se les asignan sin adquirir del todo una conciencia que no necesitan y que podría entrañar algún peligro.

"La ignorancia de las leyes no sirve de excusa", proclama el artículo 20 del Código Civil. También comprendo la utilidad política de este principio, ya que cualquier persona de mala fe podría amparar su conducta en una pretendida ignorancia. Pero destaco que, con él, el edificio entero del derecho reconoce como uno de sus fundamentos la división antes esbozada. Así, no hace falta ser tonto para pertenecer a la gilada jurídica: basta ser ignorante (es decir, presuntamente pobre) o carecer de acceso fácil y asiduo al consejo profesional (con la misma implicación).

Hay que reconocer, sin embargo, que las cosas han mejorado sensiblemente. El derecho romano arcaico era secreto, con lo que un miembro de la gilada se veía impedido de salir de esa condición. Desde la Ley de las Doce Tablas eso cambió, aunque de modo parcial y sujeto a vaivenes. Las leyes se publican, de modo que quien sepa leer, tenga el tiempo y el estímulo para hacerlo, comprenda el abstruso lenguaje del legislador, se suscriba a los boletines oficiales nacional, provincial y municipal y no pierda la paciencia entre edictos y licitaciones tiene la oportunidad de conocer las normas por las que será juzgado más tarde. Si no la aprovecha (casi nadie lo hace), él habrá sido, por omisión, artífice de su propio destino. Pero sólo en parte, porque la jurisprudencia es más difícil de recopilar y, de todos modos, no puede aplicarse al caso propio y futuro sino de manera conjetural. Si el ciudadano del que hablamos termina perjudicado por alguna combinación de omisión más o menos culpable y de mala suerte retroactiva, su relativa buena fe lo hace acreedor a un título que opera como consuelo burlón: el de perejil, que es como se llama al despistado que, de puro gil, ha venido a caer en el lado oscuro y ajeno de la frontera normativa.

En los hechos, el mundo ha reposado siempre —y lo hace cada vez más— en una clasificación de las personas entre la multitudinaria gilada y un segmento minoritario que, a lo largo de la historia, ha recibido diversas denominaciones: ciudadanos, patricios, nobles, parte sana de la sociedad, contribuyentes, círculo áulico, fuerzas vivas, miembros del partido, gente como uno, carpa chica, capitanes de la industria o empresarios "con llegada", entre tantas otras. Abolir aquella división puede considerarse como una utopía irrealizable, al menos en un tiempo próximo. Pero, según creo, siempre puede intentarse disminuir la cantidad de los giles operativos para que la gilada incremente su nivel promedio de autodeterminación.

La empresa es difícil, pero no tanto como lo parece a primera vista. Pertenecer a la gilada no es lo mismo que ser pobre o que ser ignorante, aunque estos factores tienden a condicionar desfavorablemente a los individuos. La gilada es, ante todo, una actitud: la de considerar que todo está dicho, que nada puede hacerse, que los que hacen las cosas sabrán por qué las hacen, que de todos modos es mejor callarse y dedicarse a lo de uno. Esa actitud puede ser resignada y conformista o indignada y depresiva, pero está hecha de tres ingredientes: desinformación, falta de memoria y manipulación de la esperanza. Es posible para cada uno salir de aquella clase ejerciendo alguna diligencia en informarse, negándose a concebir ilusiones desmedidas o a confiar en quienes las proponen, absteniéndose de consumir productos intelectuales elaborados "para la gilada"; pero, sobre todo, conservando el precioso don de la memoria, capaz de dar el grito de alarma cuando, frente a una nueva escena, nos avisa que ya hemos visto una película parecida. Y, a veces, con los mismos actores.

También es útil no creerse más astuto que los demás, pecado de soberbia que nos hace tantas veces víctimas del cuento del tío. Y, en el aspecto jurídico-político, conviene tomar en cuenta que, para tener un derecho razonablemente adaptado a nuestros intereses, no es suficiente con tener democracia: además hay que dejar de ser giles, a fin de extraer de la democracia las ventajas que ella promete en lugar de conservar, aun votando, el papel de siervos de la gleba.

Desde luego, no todas son actitudes morales y políticas. Ellas, sean cuales fueren, dependen de las estructuras de nuestro pensamiento. Si no conocemos esas estructuras (las que nosotros mismos ponemos a funcionar en cada momento), o si no somos capaces de explicarnos por qué usamos esas en lugar de otras, esta condición muestra que somos usuarios de estructuras ajenas, que alguna vez se diseñaron o se conservan "para la gilada". Podemos conservarlas o cambiarlas según nuestro propio juicio; pero, si no nos planteamos siquiera la posibilidad de su análisis, abrazamos conscientemente nuestra condición de giles. O, si se quiere, de perejiles del designio ajeno.


Ricardo A. Guibourg


viernes, 9 de abril de 2010

Todos los puertos



Cada uno de nosotros encierra un barco
que sueña travesías y playas y un puerto cercano
donde pasar la noche.
Hay latitudes que recogen nuestra infancia
y curan nuestra piel de salitre
con devoción de madre,
hay otras latitudes que aguardan nuestra visita
con piel desconocida.
Hay travesías que nos conducen al horizonte
que se extiende infinito ante nuestros ojos
y hay otras que, sin solicitar permiso, nos regresan.
Hay puertos que nos muestran la ciudad que fuimos
y nos reciben con verbos que dimos por perdidos
y una sonrisa,
y hay puertos que nos aguardan llenos de futuro,
con calles viejas y ruido de burdeles
y una habitación fría y oscura
que acogerá sin preguntas
nuestro cansancio.

Toni García Arias