
En el comienzo fue la mirada: un intercambio de palabras, un café y después, las ganas de volverse a ver o, en casos más osados, la pregunta de rigor: “¿Tenés lugar? o ¿Tu casa o la mía?
La evaluación era simple y directa, el encuentro inicial de miradas decidía si se llegaba a la instancia de la intencionalidad de pensar a futuro o de formular la pregunta. Además, había una ruta específica a lo largo de cuyo recorrido era posible “hacer un levante”. Pero todo eso fue antes de internet, antes del msn, antes de la disección y el aplanamiento de las personas, o sea, antes de que éstas se convirtiesen en una fotografía de perfil, con una galería de fotos mostrando “partes”. Sería bueno preguntarse si poniendo todas las partes juntas se puede construir una persona...
Esa pregunta subyace en la obra de Mary Shelley cuando escribió su clásica obra “Frankenstein”, en junio de 1816. Este relato de la literatura gótica plantea la creación de un cuerpo viviente a partir de partes de diferentes cuerpos. La temática nacía en concordancia con el auge de la medicina y en medio de las disputas filosóficas sobre el origen de la vida en la tierra. Pero el resultado, en el caso de la novela, es el de la creación de un monstruo, si bien esa no había sido la intención original de su creador, el resultado es esa aberración mutilada y despreciada que aterroriza.
Pero debían pasar muchas muchas décadas para que cada uno, desde su casa, y en un casi total anonimato pudiera crear su propio Prometeo, a medida.
E internet hizo el milagro.
En el pasado, la magia consistía en imaginar lo que habría debajo de la ropa de aquél a quien acabábamos de conocer, lo que permitía la posibilidad de poner en marcha algo del orden de la seducción y el erotismo y así, alimentar el deseo. En un encuentro cara a cara era imposible ocultar las imperfecciones, puesto que la vida no posee Photoshop. Allí estaban el tono y las inflexiones de la voz, los gestos e incluso los aromas. Por lo tanto, el otro era ese a quien veíamos sentado frente nuestro, a quien habíamos elegido, al verlo pasar por nuestro lado o en el encuentro deliberado o fortuito. Al sostener su mirada en la charla de café, al sentir su pierna rozar la nuestra, se construía un circuito imaginario de comunicación que decía más que cualquier palabra. Incluso se constituía un estadio generador de un espacio de interés cuyas verdaderas motivaciones, en general, caían en el desconocimiento y lo inexplicable.
Claro, todo poseía el intrigante encanto de conocer a alguien paulatinamente, como si se fueran levantando invisibles velos o como si se pelara una cebolla y cada capa revelara un aspecto de ese ser de carne y hueso, real y totalizado.
En la actualidad, la comunicación virtual permite construir al otro a partir de un discurso escrito, una imagen fragmentada y un deseo que ahora tiene la posibilidad de armar el perfil del ser perfecto. Sabiendo lo que uno quiere –como si ello fuera muchas veces tan fácil-, los sitios de encuentro virtuales permiten elegir cada detalle: rango de edad, altura, peso, color de piel, ojos o cabello, rol, estado civil, etnia, creencia religiosa y profesión, etc., eliminando así el factor sorpresa. Si ya está todo dicho y visto desde el comienzo ¿Qué es lo que sostiene el deseo?
Tal vez resulte por demás significativo la cantidad de encuentros que terminan en un plantón, porque al llegar a la cita se ve al otro parado en la esquina acordada, pero se descubre que la foto del perfil distaba de ser actual o incluso surge la duda de si pertenece a la misma persona o que el peso no podía ser el declarado.
A la pregunta ¿esto es lo que elegí en la pantalla? -que lógicamente vela la verdadera pregunta sobre la falta de la constitución totalizada del otro-, la respuesta suele ser la frustración y el inicio de una nueva búsqueda. Tal vez, aquí, surja la pregunta respecto a qué es lo que en realidad, en esas circunstancias, sostiene al deseo. Y tal vez pueda responderse que lo que sostiene al deseo sea simplemente eso: buscar, buscar y buscar... Y respondiendo a la lógica dominante del mercado, a la lógica implacable de la oferta y la demanda, se constituya un ideal que cada uno asume está en algún lugar, y que, precisamente por ser ideal, no está en ninguna parte; sólo en la virtualidad de todos los días.
JoP