domingo, 30 de diciembre de 2012

Alimentar

Con gritos y aleteos inesperados y un alboroto que al principio, para el observador desprevenido, pudo parecer de pánico, el bullicio dio lugar el verdadero sentido del ajetreo: Todo no era otra cosa que una alegre bienvenida.
Las dos señoras se acercaron con enormes mochilas llenas de alimento y las gansos las reconocieron desde una considerable distancia.
Les traían algo tan básico como trozos de pan que los animales recibieron con una alegría inexplicable.
Algo tan básico como eso y en ese gesto, una enorme muestra de amor.

A veces me dejo llevar por el optimismo y pienso que todavía nos queda un poquito de esperanza...

jueves, 20 de diciembre de 2012

Historias particulares.

Ya que usted en su última carta ha comenzado con este tema déjeme decirle que voy a acompañarlo porque no me parece de caballeros que haya abierto su interior tan generosamente y yo me disponga a permanecer impávido como un simple concurrente frente a un espectáculo que, claro, no es tal.
Previo a todo debo decirle que para alguien enamoradizo como yo, las historias de amor tal vez puedan contarse por docenas. Pero claro que en esta ocasión usted me propone narrarle alguna historia particular, significativa. Luego de reflexionar brevemente acerca de su invitación déjeme decirle que tal vez, por significativa, y contra cualquier cosa que pueda usted anticipar, recuerdo en este momento una de esas historias que posiblemente nunca comenzaron. Casi al modo de esos amores imposibles.
Bajo estas premisas acudo al recuerdo de Fede. Permítame una licencia y déjeme sustituir aquí nombres para preservar identidades, pero le aseguro que el contenido permanece inalterado y en mi interior, la misma claridad y aún la misma intensidad que el primer día. Casi que debería confesarle que mientras escribo estas líneas todavía siento cómo se aceleran los latidos del corazón...
Recuerdo que lo conocí en uno de los tantos sitios virtuales de contactos. Ahora no viene a mi memoria qué fue lo que motivó que continuáramos con las charlas después del primer mensaje, cuando en esos lugares lo más común es que los encuentros tan deseados queden finalmente en la nada.
Para qué obviar ahora que cuando recibí su mensaje lo primero que me llamó la atención fue la foto que tenía en el perfil y luego la breve descripción que hacía sobre él, sus intereses y aspiraciones.
Como suele ser de rigor, pasamos al MSN, cosa que detesto profundamente porque entiendo que es el lugar por medio del cual, más que echar luz sobre alguna aproximación hacia el otro, suele generar un camino sinuoso lleno de curvas y precipicios producto de los comunes malos entendidos habituales del lenguaje escrito.
Pero fue de ese modo que, alejado de lo que acostumbro, nos mantuvimos en contacto por ese medio durante un tiempo hasta que finalmente, un día, acordamos que vendría a cenar a casa.
Recuerdo que había preparado para la cena mi plato favorito, había dispuesto una botella de un buen malbec y seleccionado la música adecuada para la ocasión. Ella Fitzgerald, Natalie Cole y Norah Jones fueron parte de la escenografía que había preparado para aquella noche.
A la hora acordada tocó el timbre y bajé a abrirle la puerta. En este instante vuelvo a caer en la cuenta de que el lenguaje muchas veces suele ser insuficiente para describir con claridad a las emociones. Cualquier adjetivo que se precie y que se siente preciso, se devalúa, sin más, frente a la emoción concreta, clara y contundente. Por eso, en esta ocasión, lo que pueda manifestarle de aquella noche no va a resultar más que simples aproximaciones.
Todavía lo recuerdo con absoluta claridad: Lo primero irresistible fueron sus increíbles ojos celestes. Las fotos que había visto de él no le hacían justicia bajo ningún concepto. Era infinitamente más lindo, más dulce y más alegre de lo que hubiera podido imaginar a través de las fotos o en las conversaciones vía messenger, sms o mediante la única charla telefónica que tuvimos.
Pensándolo un poco mejor, creo que no diré mucho más acerca de él porque seguramente estaría siendo tendencioso. Es que aún hoy sigo pensando que, a pesar de la diferencia de edad y de no haber avanzado mucho más en lo nuestro, fue lo mejor que me pasó en mucho tiempo.
Recuerdo que disfruté cada palabra que pronunció mientras me contaba sobre sus clases de teatro o cuando me hablaba con ternura de su pueblo. O el modo en que se disponía a escucharme cuando me tocaba contarle algo. Aún hoy tengo presente cada bocado que se llevó a su boca y cada sorbo de vino que ingirió. El modo en que tomaba los cubiertos, la copa y la segura modulación de su voz.
Y su aroma... Nada más profundo, delicado y delicioso que ése perfume que traía puesto matizado con la tierna dulzura de su piel...
Después del café, vino el primer beso. Las caricias interminables y las sábanas que se prolongaron toda la noche.
Qué elemento podría agregar en este segmento del relato que usted no pueda imaginar con la mayor solvencia. Pero le aseguro que bajo la insidiosa persecución del paso del tiempo el contenido de mi recuerdo no guarda relación alguna comparado con lo que viví aquella noche.
A la mañana siguiente sucedió el desayuno de rigor y después de aspirar profundamente ese olorcito tan suyo, lo acompañé a tomarse un taxi porque, aunque era sábado, tenía que ir a trabajar.
En el transcurso de cuatro años nos vimos cuatro veces; a razón de una vez al año. En la última, le dije que lo había elegido y me dijo que se iba a trabajar al exterior.


JoP

lunes, 10 de diciembre de 2012

La soledad de América Latina

Gabriel García Márquez (Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982)


Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

viernes, 2 de noviembre de 2012

La fotografía con móvil y los prejuicios

Jesús León, en Xatakafoto.
Con el auge de los smartphones y sus crecientes posibilidades fotográficas también ha surgido una corriente de prejuicios a considerar. Muchos aficionados y profesionales de esto de la fotografía se han tomado muy mal que cualquiera con un simple móvil pueda tomar fotografías y compartirlas en la red con enorme facilidad. Un espacio que antes intentaban ocupar demostrando lo buenas y potentes que son sus cámaras.
Es solo la punta del iceberg. Hace ya algunos años, los pioneros en sacarle todo el partido a la cámara de un smartphone eran tachados de todo menos de fotógrafos. ¿Era una aversión a los nuevos fotógrafos que han abrazado esta nueva etapa de la fotografía con entusiasmo o es una aversión al dispositivo? Como si el dispositivo utilizado fuera el que te coloca en un lugar más alto o más bajo en la escala de valores artísticos fotográficos.

Smarphone ¿un killer? no, un friend

 

Mucho también se escribe y comenta –especialmente en el entorno tecnológico– sobre este auge de la fotografía con móvil, cómo le están comiendo el terreno a los fabricantes de cámaras, y como si esto fuera a acabar con la fotografía como hasta ahora la conocemos. Eso piensan los más drásticos, otros simplemente vaticinan la muerte de las compactas. Pues ni una cosa ni otra. Simplemente estamos ante una etapa de velocidad vertiginosa en lo tecnológico que, a muchos, les hace perder el centro de atención: la fotografía.
Si echamos un vistazo a las cifras que está consiguiendo la fotografía tomada con un móvil nos damos cuenta que no se trata de un fenómeno pasajero. Que el éxito de Instagram no es debido a una moda que caerá (aunque se abuse de los filtros). Es la consagración de una nueva etapa, algunos la denominamos “revolución” porque lo es en esencia, pero en absoluto es el fin de nada. Muy al contrario, ha abierto las posibilidades de la fotografía, ha multiplicado las formas de contar historias con imágenes y también ha llegado y llega a muchas más personas.
En cierto modo podríamos decir que ha democratizado la fotografía, pero en realidad es algo que se había “logrado” con el auge de la fotografía digital. Ahora simplemente estamos en una nueva etapa. En la que la fotografía se ha expandido aún más. Y eso es positivo.

Fotografía sin etiquetas

 

Al final resulta que toda la conversación se centra en etiquetas. Fotografía con móvil. ¿No es fotografía? ¿acaso denominamos fotografía con réflex? ¿fotografía con compactas? ¿acaso Daido Moriyama es menos fotógrafo por haber usado siempre una compacta? ¿menospreciamos a Richard Avedon o Helmut Newton por haber usado Polaroids?
Se trata de una etiqueta usada de forma peyorativa para menospreciar el uso de un dispositivo móvil como herramienta para capturar imágenes. Cada uno es libre de usar la cámara que quiera. Y la usará según sus necesidades, según se sienta más cómodo, según se adapte al trabajo, a las imágenes que quiere tomar.
La fotografía con un smartphone sigue siendo fotografía. Con la misma magia que si es tomada con otra cámara digital. Y se pueden hacer buenas y malas capturas. En realidad hacen las mismas buenas o malas fotografías que cualquier otra cámara, sin escalas, sin importar precio, tamaño, marca o aceptación.

Más sentido común y menos prejuicios

Estamos asistiendo a cómo buenos fotógrafos son capaces de extraer mucho partido a un smartphone. De contar historias, de mostrar imágenes y de imponer su estilo sin tantos prejuicios. Mientras unos temerosos miran por encima del hombro, algunos fotógrafos están logrando trabajos sobresalientes.
También llegan a las paredes de galerías y protagonizan exposiciones. ¿No lo merecen? ¿no son dignas de exponerse porque están tomadas con un smartphone? llevado a una comparación muy obvia, es como si un dibujo a lápiz o una acuarela no pudiera compararse con un óleo y merecer estar en un museo si su autor es un verdadero artista. Da igual la técnica, da igual la cámara.
En definitiva, la fotografía tomada con móvil está logrando cambiar muchas cosas en la fotografía. Además de expandirla, de aumentar la afición entre muchos aficionados, de descubrir la magia del poder de la imagen, también está radicalizando los prejuicios. Especialmente existentes en los menos capaces, en los inadaptados, en los que sobrevaloran la cámara. Solo espero que algunos se sacudan estos prejuicios y abracen el sentido común.

lunes, 29 de octubre de 2012

Subway


Motorola MB525 Camera

Aquí al principio de la nueva estación
antes que las hojas nuevas retoñen, a
cada lado de la estación East Parkway
cerca de los Jardines Botánicos
Queman la basura en terraplenes, dejando
Más desnudo a nuestro triste y civilizado desecho

1 lata de café sin tapa
1 pinta vacía de White Star, la marca desteñida
por la lluvia
1 lata vacía de cerveza
2 botellas vacías de Schenley
1 condón vacío, visto desde
1 tren casi vacío
vacío
vacío
vacío
Repetida así la palabra hasta parece graciosa.

Un hombre en una callejuela llevando su carga matutina ya camina
y lo hace tan solo porque apoya la mano contra una ancha línea roja
pintada en la pared de un edificio, mientras pasa
lata de café lata de cerveza condón botellas y fuego pasa
ladrillo desteñido y cemento marcado de hoyuelo hacia algún lado
alivia su vejiga en la tristeza de un disparo de sol en la mañana
con algún semblante de intimidad, de
alguna manera necesitado aquí. Frío. Tristeza.
Mañana de un invierno en la primavera donde está frío mientras
este hombre está borracho y el sol está borracho y no hay
reglas gobernando la entrega de premios a los muertos.
Mis ojos
entran en patios pobres, patios,
yo os amo.
Patios os hago míos y ustedes,
mis áridos terraplenes de basura, ahora que ustedes tienen
un poco de fuego para calentarse y se limpian
agradezcan a los hombres que aún los vigilan, aún
rastrillan las hojas extrañas,
vuestros extraños abandonos.

Pobre tierra de Brooklyn
Pobre tierra americana
Pobres casas enfermantes
pobres huracanes de calles, tanto
tus subterráneos como tus vidas públicas continúan
de cualquier manera, debajo
de basura que es rechazo, con ciudadanos
alienados, incómodo, irreflexivos que serán menos
infelices, más contentos y distraídos
si alivian sus vejigas
contra alguna que otra mugrienta pared.

Paul Blackburn
Meditación en el Subterráneo

viernes, 5 de octubre de 2012

Memoirs

"La memoria no guarda películas, guarda fotografías." Milan Kundera.

lunes, 1 de octubre de 2012

Por la vuelta...

¡Afuera es noche y llueve tanto!...
Ven a mi lado, me dijiste,
hoy tu palabra es como un manto...
un manto grato de amistad...
Tu copa es ésta, y la llenaste.
Bebamos juntos, viejo amigo,
dijiste mientras levantabas
tu fina copa de champán...

La historia vuelve a repetirse,
mi muñequita dulce y rubia,
el mismo amor... la misma lluvia...
el mismo, el mismo loco afán...
¿Te acuerdas? Hace justo un año
nos separamos sin un llanto...
Ninguna escena, ningún daño...
Simplemente fue un "Adiós"
inteligente de los dos...

Tu copa es ésta, y nuevamente
los dos brindamos "por la vuelta".
Tu boca roja y oferente
bebió en el fino bacarát...
Después, quizá mordiendo un llanto,
quedate siempre, me dijiste...
Afuera es noche y llueve tanto,
... y comenzaste a llorar...

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Inner


In a crooked little town, they were lost and never found
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground

I hitched a ride, until the coast
To leave behind, all of my ghosts
Searching for something, I couldn't find at home

Can't get no job, can you spare a dime?
Just one more hit, and I'll be fine
I swear to God, this'll be my one last time!

In a crooked little town, they were lost and never found
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground
Run away before you drown, or the streets will beat you down
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground

When it gets dark, in Pigeon Park
Voice in my head, will soon be fed
By the vultures, that circle round the dead!

In a crooked little town, they were lost and never found
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground
Run away before you drown, or the streets will beat you down
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground

I never once thought, I'd ever be caught!
Staring at sidewalks, hiding my track marks!
I left my best friends, or did they just leave me?

In a crooked little town, they were lost and never found
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground
In a crooked little town, they were lost and never found
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground
Run away before you drown, or the streets will beat you down
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground

Run away before you drown!
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground
Run away before you drown!
Fallen leaves, fallen leaves, fallen leaves... on the ground

martes, 18 de septiembre de 2012

Actualidad

"Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa todo. Sobre todo lo chiquito. Pasaste de náufrago a financista sin bajarte del bote. Vos, sí, vos, que ya estabas acostumbrado a saber que tu patria era la factoría de alguien y te encontraste con que te hacían el regalo de una patria nueva, y entonces, en vez de dar las gracias por el sobretodo de vicuña, dijiste que había una pelusa en la manga y que vos no lo querías derecho sino cruzado. ¡Pero con el sobretodo te quedaste! Entonces, ¿qué me vas a contar a mí? ¿A quién le llevás la contra? Antes no te importaba nada y ahora te importa todo. Y protestás.¿Y por qué protestás? ¡Ah, no hay té de Ceilán!. Eso es tremendo. Mirá qué problema. Leche hay, leche sobra; tus hijos, que alguna vez miraban la nata por turno, ahora pueden irse a la escuela con la vaca puesta.¡Pero no hay té de Ceilán! Y, según vos, no se puede vivir sin té de Ceilán. Te pasaste la vida tomando mate cocido, pero ahora me planteás un problema de Estado porque no hay té de Ceilán. Claro, ahora la flota es tuya, ahora los teléfonos son tuyos, ahora los ferrocarriles son tuyos, ahora el gas es tuyo, pero…, ¡no hay té de Ceilán! Para entrar en un movimiento de recuperación como este al que estamos asistiendo, han tenido que cambiar de sitio muchas cosas y muchas ideas; algunas, monumentales; otras, llenas de amor o de ingenio; ¡todas asombrosas! El país empezó a caminar de otra manera, sin que lo metieran en el andador o lo llevasen atado de una cuerda; el país se estructuró durante la marcha misma; ¡el país remueve sus cimientos y rehace su historia! Pero, claro, vos estás preocupado, y yo lo comprendo: porque no hay té de Ceilán. ¡Ah… ni queso!.¡No hay queso! ¡Mirá qué problema! ¿Me vas a decir a mí que no es un problema? Antes no había nada de nada, ni dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez, y vos no decías ni medio; vos no protestabas nunca, vos te conformabas con una vida de araña. Ahora ganás bien; ahora están protegidos vos y tus hijos y tus padres. Sí; pero tenés razón: ¡no hay queso! Hay miles de escuelas nuevas, hogares de tránsito, millones y millones para comprar la sonrisa de los pobres; sí, pero, claro, ¡no hay queso! Tenés el aeropuerto, pero no tenés queso. Sería un problema para que se preocupase la vaca y no vos, pero te preocupás vos. Mirá, la tuya es la preocupación del resentido que no puede perdonarle la patriada a los salvadores. Para alcanzar lo que se está alcanzando hubo que resistir y que vencer las más crueles penitencias del extranjero y los más ingratos sabotajes a este momento de lucha y de felicidad. Porque vos estás ganando una guerra. Y la estás ganando mientras vas al cine, comés cuatro veces al día y sentís el ruido alegre y rendidor que hace el metabolismo de todos los tuyos. Porque es la primera vez que la guerra la hacen cincuenta personas mientras dieciséis millones duermen tranquilas porque tienen trabajo y encuentran respeto. Cuando las colas se formaban no para tomar un ómnibus o comprar un pollo o depositar en la caja de ahorro, como ahora,sino para pedir angustiosamente un pedazo de carne en aquella vergonzante olla popular, o un empleo en una agencia de colocaciones que nunca lo daba, entonces vos veías pasar el desfile de los desesperados y no se te movía un pelo, no. Es ahora cuando te parás a mirar el desfile de tus hermanos que se ríen, que están contentos… pero eso no te alegra porque, para que ellos alcanzaran esa felicidad, ¡ha sido necesario que escasease el queso!. No importa que tu patria haya tenido problemas de gigantes, y que esos problemas los hayan resuelto personas. Vos seguís con el problema chiquito, vos seguís buscándole la hipotenusa al teorema de la cucaracha, ¡vos, el mismo que está preocupado porque no puede tomar té de Ceilán! Y durante toda tu vida tomaste mate! ¿Y a quién se la querás contar? ¿A mí, que tengo esta memoria de elefante?. ¡No, a mí no me la vas a contar!"  

Enrique Santos Discépolo, 1951.

jueves, 2 de agosto de 2012

"Yo siento que falta algo"


¿Qué le puede decir el psicoanálisis a la política? ¿Qué le puede decir la política al psicoanálisis? En los años setenta, tomó un énfasis especial la segunda cuestión. ¿Qué terminó diciéndole la política al psicoanálisis? La experiencia política de aquellos años fue adquiriendo tal intensidad que se transformó en el núcleo de significación de todas las prácticas y teorías que estaban en curso; todas fueron radicalmente afectadas por la experiencia política de la época. Yo trabajaba en el departamento de psicología social de un sindicato, el sindicato Eva Perón de Empleados de Comercio. La psicología social adquirió en aquel entonces una fuerza epistemológica y clínica muy importante. Podría decir que avanzó sobre el psicoanálisis, lo determinó en cada uno de sus aspectos; fue haciéndose cada vez más fuerte la idea de que había una determinación social de la experiencia subjetiva. El fenómeno de la experiencia subjetiva siempre debía ser captado en su horizonte de determinación social.
Hay que recordar, de aquel tiempo, los desarrollos de Pichon Rivière, los trabajos de Frantz Fanon, todos aquellos esfuerzos por vincular a Freud con Marx; en un balance muy rápido, sin duda fueron beneficiosos. En el departamento de psicología social del sindicato, muchísimos trabajadores asistían a los cursos que impartíamos. Vinculábamos todos los problemas de la subjetividad con los problemas políticos de la época y su determinación social. La pérdida, en todo caso, consistió en desdibujar cierta especificidad que hace a la constitución misma del sujeto: la especificidad que estudia la teoría psicoanalítica, la manera en que el psicoanálisis de Freud y Lacan intenta aislar teóricamente, para una experiencia clínica, lo que es el sujeto en su singularidad más radical.
Un ejemplo clarísimo es que entonces la locura, la psicosis, prácticamente perdió su especificidad clínica, considerada como un fenómeno de exclusión social. Se ponía el acento –y los textos de Frantz Fanon habían tenido una gran influencia en esto– en el hecho de que, tratándose del “loco”, lo que había que captar primero era su condición de excluido social; formaba parte de un régimen de dominación que lo había excluido y que lo etiquetaba como loco. Podríamos decir que hubo una suerte de sociologización de la subjetividad. Hubo una suerte de reabsorción de todo el campo de experiencia de la singularidad subjetiva en el orden de las segregaciones sociales.
En años ya más difíciles, apareció el Antiedipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, texto que no tuvo tiempo de difundirse porque ya había empezado la represión. Los planteos que transmitía no tuvieron tiempo de madurar teóricamente entre nosotros, pero fue y sigue siendo un esfuerzo teórico para llevar el psicoanálisis a una práctica anticapitalista; arrancarlo de su posición “familiarista”, teatral y edípica, y reinscribirlo en otro modelo teórico. Recordemos fórmulas muy celebres del Antiedipo como: “el inconsciente no es un teatro: es una fábrica”, o el papel revolucionario que se le asignaba a la figura del “esquizo”, el intento de reformular al psicoanálisis en el esquizoanálisis. Probablemente el Antiedipo fuera la consecuencia final de un largo recorrido cuya vocación fue inscribir el psicoanálisis en el orden de las prácticas sociales; presentaba una determinación de la emergencia de la subjetividad atribuida a las infraestructuras económicas u otros dispositivos de poder, más que a la propia constitución del sujeto.
Así que, en aquella época, fue la política la que le dijo muchas cosas al psicoanálisis. Le dijo al psicoanálisis que era individualista, que era burgués, que no tenía verdaderamente una teoría de la infraestructura económica, que no tenía una teoría de la ideología y de la determinación de clase, que no tenía nada relevante para decir con respecto a los proyectos de emancipación, que estaba sofocado y asfixiado en su terapéutica individual o familiar. Si buscamos libros o películas de aquel entonces encontraremos muchas referencias a esta cuestión. Recuerdo una película, Heroína, donde estaba un psicoanalista muy famoso, Emilio Rodrigué, hacía de psicoanalista, y hacía de paciente otro psicoanalista ya famoso entonces, Tato Pavlovsky. En un momento, el paciente le decía: “Yo siento que falta algo”, y la cámara tomaba una manifestación callejera. Estaba el pobre neurótico diciendo que le faltaba algo y el reverso de esa escena psicoanalítica era una manifestación. Esta película presentaba a dos psicoanalistas paradigmáticos de aquel entonces atravesados por una falla esencial. Eso que le faltaba a ese señor, y que estaba sucediendo en la calle, metaforizaba lo que la política le decía al psicoanálisis. Hoy lo voy a decir en términos lacanianos: la política fue el significante amo del psicoanálisis, en el sentido de que lo intervino, le puso condiciones, lo interpeló.

Sin garantías

Pero este legado, como todo legado, es algo a descifrar. Uno no sabe del todo cuál es su legado, un legado no es algo que uno pueda interpretar de una vez y para siempre, uno nunca sabe quién es dentro de una herencia, qué lugar tiene en lo que ha heredado. Un legado se vuelve más importante cuanto con más fuerza te interpela y más elementos presenta para descifrar. Hoy, en relación con este legado, la pregunta es: ¿qué le puede decir el psicoanálisis a la política?
Transcurridos aquellos años, visualizados retroactivamente aquellos proyectos, sus límites, sus condiciones, sus consecuencias, empieza a tomar forma una idea decisiva en lo que podríamos llamar genéricamente el campo “posmarxista”, es decir, el campo en el que se intenta ver la política no como mera gestión ni como subsistema de la realidad ni como carrera profesional, sino como experiencia transformadora, como experiencia radical. Se trata de la política en tanto abre un interrogante: de qué es capaz un colectivo humano y de qué es capaz cada uno de nosotros en relación con un colectivo humano.
Ahora, me parece, vuelve a tomar fuerza la cuestión de la subjetividad. Ya no se puede, como en aquellos años, ahogar la especificidad del sujeto, su diferencia radical, su constitución singular, su propia historia incomparable. No se puede subsumir esto en un proyecto homogéneo. El desafío más apasionante, más difícil, que no encuentra fórmulas fáciles, que exige una invención, ya que no hay nada previamente definido ni articulado, es mantener la especificidad del sujeto; preservar lo que las enseñanzas de Freud y de Lacan han postulado con respecto al sujeto y vincular esto con los proyectos emancipatorios. De tal manera que los proyectos emancipatorios no se puedan volver una coartada para borrar la singularidad del sujeto, pero también de tal manera que esa singularidad del sujeto no conduzca a una nueva forma de individualismo más lúcida o a una nueva forma de sabiduría cínica para estar en este mundo, “que ya sabemos que nunca va a tener arreglo”.
En los ‘70, muchas veces intentamos amoldar el sujeto al proyecto emancipatorio, como si las piezas encajaran. Había en aquella época muchas facilidades para que así ocurriera. Primero, estábamos convencidos de que la historia tenía un sentido; segundo, pensábamos que la historia necesariamente iba a cumplir ese sentido, y, tercero, pensábamos que, si la historia iba a cumplir necesariamente ese sentido, había lo que se podría llamar una teleología de la historia. También pensábamos que esa finalidad de la historia tenía un sujeto ya elegido: para los marxistas, el proletariado; para el movimiento nacional y popular, la clase trabajadora; en todo caso pensábamos que ese progreso era inexorable, que ese sujeto estaba destinado a cumplir el proyecto emancipatorio y que, si el sujeto no cumplía ese proyecto emancipatorio era porque aún estaba alienado, porque aún no podía reconocer su propio deseo o porque aún no contaba con los medios y las condiciones para establecerse en ese proyecto.
Había una intención, una vocación, un esfuerzo por acomodar el sujeto a la lógica emancipadora tal como se concebía en aquel entonces, como una lógica que necesaria e indudablemente se iba a cumplir. La historia estaba a favor de nosotros. Los obstáculos no eran más que intentos de impedir que la historia se realizara como tal; se podía eventualmente bloquear la historia, pero esto era circunstancial; tarde o temprano el obstáculo iba a ser superado. La historia iba a realizar su trabajo. Había, como vemos, una idea finalista de la historia, una idea que, podríamos decir, respondía a una cierta versión canónica de Hegel: la idea de un sujeto que, de un modo dialéctico, se encarna en este proyecto histórico y realiza un fin de la historia.
La noción del fin de la historia después se popularizó bajo la versión democrática neoliberal. Pero hay un fin de la historia en Marx: la idea de una sociedad reconciliada, sin clases. Marx había elegido al proletariado como esa clase que encarnaría el universal y haría desaparecer el Estado, bajo la forma de la sociedad comunista. Y estaba la noción de la liberación, como una idea redentora de la historia donde el sujeto finalmente iba a alcanzar una cierta plenitud, una cierta realización en la sociedad liberada. Estos proyectos de aquellos años admitían fracturas, rupturas, admitían procesos clínicos, admitían enfermedades, pero eso tarde o temprano iba a quedar reintegrado en una sociedad distinta que iba a disolver y eliminar esas fracturas.
Ahora es más difícil. Hoy sabemos que la historia carece de sentido, que está atravesada por una contingencia radical, que no hay nada que lleve a la historia necesariamente a cumplir tal o cual proyecto. Un proyecto se va a cumplir en la medida en que el deseo de ese proyecto se sostenga, en la medida en que la apuesta por ese proyecto se sostenga, y esa apuesta no está garantizada por la historia misma. Eso por el lado de la historia. Por el lado de los sujetos, ya no pueden ser presentados sólo como resultado de determinaciones sociales. Hay dimensiones del sujeto que exigen una elaboración más fina. Me refiero al modo en que Lacan teoriza cómo el sujeto adviene en el campo del lenguaje; el lenguaje es una infraestructura, no una superestructura. Lo que puede ser superestructura son los códigos comunicacionales, las formas de hablar, las formas lexicales que caracterizan una época. Pero el modo en que el sujeto emerge en el campo del lenguaje es la estructura misma. Y luego, además, al sujeto le suceden muchas cosas: le sucede la neurosis, le sucede la psicosis. Eso tiene su propia especificidad; le sucede eso que no puede nunca terminar de metabolizar simbólicamente y que Lacan llama lo real. Le sucede la pulsión de muerte, que no es precisamente muy progresista que digamos, ya que está ligada con la compulsión a la repetición. Le suceden un montón de cosas que conviene tener el coraje de afrontar para decir: “Esta vez, tratemos de pensar los proyectos políticos sin engañarnos respecto de la condición humana”; sin buscar coartadas, sin andar disimulando cómo está hecho el sujeto.
No es verdad que la psicosis sea producto de una explotación social; no es verdad que la servidumbre voluntaria sea puramente resultado de la voluntad de dominación de los opresores; no es verdad que a una sociedad la mantiene sólo la represión que viene desde arriba. Es todo mucho más complejo. Entonces, si se trata de la emancipación: “Hay una fuerza exterior que nos oprime y, si nos liberamos de esa fuerza, nos realizaremos plenamente”. Por supuesto, es una condición liberarse de esa fuerza, pero después tenemos que ver qué pasa con la propia experiencia subjetiva, que nunca se va a realizar plenamente. No existe ni existirá una sociedad donde el sujeto no esté dividido, donde su relación con el otro sea armónica y ya no quiera matar al vecino o suicidarse o encontrar cualquier tipo de solución extraña y bizarra para su existencia.
Esto puede encauzar o al menos proponer unas nuevas condiciones para el diálogo entre el psicoanálisis y la política; un diálogo que privilegie las tensiones, sin llegar a la idea hegeliana de la integración dialéctica del todo, donde el psicoanálisis quedaría integrado finalmente en el movimiento interno de lo social; entendiendo que estamos entre tensiones irreductibles, que estamos todo el tiempo haciendo la experiencia de algo que no encaja bien. Se trata, por ejemplo, de pensar cosas que el psicoanálisis no desarrolló mucho, como el tema de lo común o el tema de la igualdad, pero manteniendo rigurosamente lo que la enseñanza del psicoanálisis mantiene acerca del sujeto.

martes, 26 de junio de 2012

Tu recuerdo se enreda...

Tu recuerdo se enreda a mi alrededor como una manta
cobijándome del frío, brilla con mi cuerpo en el silencio mojado
de esta tarde en la que te escribo, en la que puedo hacer nada más que pensarte
y decir tu nombre en secreto, para dentro de mi boca
envolviéndolo en el recinto de mis dientes,
mordiéndolo hasta gastarle las letras, hasta gastar tanto
nombre tuyo que me ha ido acompañando, para volver a revivirlo
arrullándome yo misma con tu voz y tus ojos,
meciéndome en este tiempo sin horas en que te quiero
en que amo cada minuto que ha quedado impreso en mi memoria para siempre.

Gioconda Belli

domingo, 27 de mayo de 2012

El nombre de la rosa



Guillermo de Baskerville: Oh, cielos...
Adso: ¿Por qué "oh cielos"?
Guillermo de Baskerville: Estás enamorado.
Adso: ¿Y eso es malo?
Guillermo de Baskerville: Para un fraile representa ciertos problemas.
Adso: ¿Pero no es cierto que santo Tomás ensalza el amor sobre todas las demás virtudes?
Guillermo de Baskerville: Sí, el amor a Dios, Adso. El amor a Dios.
Adso: ¿Y el amor... a una... mujer?
Guillermo de Baskerville: De mujeres Tomás de Aquino sabía bastante poco. Pero las escrituras son muy claras, los proverbios nos advierten que la mujer se apodera de la preciosa alma del hombre y el esclesiastés nos dice: "Más amarga que la muerte es la mujer"
Adso: Sí, pero... ¿qué opináis vos, maestro?
Guillermo de Baskerville: Bueno, claro está que no gozo del beneficio de tu experiencia, pero me cuesta convencerme a mí mismo que Dios haya introducido a un ser tan inmundo en la creación sin haberle dotado de alguna virtud. Qué pacífica sería la vida sin amor, Adso. Qué segura y tranquila. Y qué insulsa.

lunes, 26 de marzo de 2012

La dama que mató por amor y leyó hasta morir

Después de asesinar impulsivamente a su esposo con un cuchillo de cocina y de verse sorprendida por ese gesto exagerado, Noemí Gutiérrez se duchó, se quitó con una esponja la sangre ajena, se puso un pijama enorme y se sentó frente al cadáver a fumarse un cigarrillo negro. Ya era una flaca arrugada y aficionada a la nicotina: tenía la piel acerada y los dientes amarillentos, pero así y todo su cuerpo no dejaba de transmitir una cierta sensualidad latente y sus ojos azules eran muy bien cotizados en los barrios bajos de San Miguel de Tucumán.

Todavía le quedan algunos de esos encantos treinta y cinco años después en esta sala impersonal de la cárcel de mujeres donde la estoy entrevistando. Fue juzgada y condenada a reclusión perpetua en los tribunales tucumanos y cumplió los primeros años en una prisión de máxima seguridad de su provincia natal. Pero durante un motín mató a una presa que quería incendiar el pabellón y más tarde, en el curso de una feroz represión generalizada, hirió gravemente a un guardiacárcel. Rejuzgada por aquellos espantosos acontecimientos y ante el pedido unánime de tres camaristas fue trasladada a Neuquén Capital, donde no tenía ni tiene enemistades manifiestas dentro de la comunidad carcelaria. En los treinta y tres años siguientes me porté como una dama, me asegura con una sonrisa. Tiene una remera gris de mangas largas y de algodón rústico, un pantalón negro y deportivo, y unas zapatillas rotosas. Fuma Parisiennes. Uno tras otro. Los enciende con un cricket fucsia. No lleva aros ni anillos ni colgantes ni tatuajes a la vista. Su pelo es largo, crespo y blanco. Parece siempre encorvada sobre la mesa, como un árbol que el viento ha ido doblegando. Destacan sus ojeras, sus ojos relampagueantes y un volumen titulado Introducción a la zoología, libro gigantesco, viejo y sucio que duerme en un costado como un perro fiel, a la espera de que su ama lo despierte. Hoy hablaremos de libros pero también de la vida y sus misterios aunque no tocaremos mi tema favorito. No volvamos a mi distinguido esposo, ironiza de entrada. En el archivo del diario hay un sobre con recortes ajados: el marido se jactaba de sus aventuras sexuales. Noemí jamás le recriminaba esas transgresiones; se limitaba a llorar de noche y en silencio. Un día, en un segundo, pasó de la cortesía al homicidio. Ese segundo de fuerza salvaje y atávica fue la primera ficha del dominó de sus desgracias. Lo demás fue una lógica consecuencia de esa jugada inicial. El servicio me había autorizado a visitarla con la única condición de que la crónica no abundara en aquellos trágicos sucesos penitenciarios, puesto que en el expediente quedaron en evidencia las usuales mafias y aberraciones del sistema: entre bueyes no hay cornadas.
De manera que aquí estamos frente a frente, ella pitando y dando golpecitos en la madera con su agónico encendedor, y yo intentando escribir una historia de sábado sin poder preguntar por los crímenes que ha cometido. Fuera de aquellos dos episodios famosos a Noemí Gutiérrez no le pasó prácticamente nada durante estas tres décadas. En el penal tuvieron la precaución de confinarla fuera de los pabellones, en una celda aislada pero confortable que no comparte con nadie. Trabaja dos horas en la panadería y su introspección resulta legendaria: el prestigio de ser una asesina imprevisible la pone a salvo de cualquier abordaje. Se gana su jornal amasando y hace ejercicios a solas, en un rectángulo de sol del patio vacío, cuando la mayoría ya ha sido conducida a sus gallineros. A lo único que me dediqué en esta ponchada de años fue a leer y a fumar, me confiesa.

El prefecto me ha presentado, hace media hora, a la bibliotecaria, una gorda semianalfabeta que regentea una biblioteca de veinticinco mil volúmenes donados en distintas épocas por honestos ciudadanos de la Patagonia. Gente que heredó odiosas colecciones enteras o que se deshace de aquellos objetos inútiles y polvorientos que ocupan tanto espacio. La bibliotecaria es tan despectiva con los libros como lo fueron sus donantes. Guarda desde hace siglos un certificado médico que le impide, por razones cardiopáticas, realizar tareas estresantes en la zona de los barrotes, así es que le han dado a elegir entre la oficina y aquel húmedo depósito de textos que nadie quiere leer. Optó, obviamente, por la labor más liviana e inofensiva. En toda la cárcel de mujeres hay una sola lectora, el resto desdeña por completo esos aburridos artefactos de papel y cartón: no da mucha categoría en las ranchadas ser una rata de biblioteca.

Sin ceder a una amistad, la gorda trabó buena relación con la flaca, que con su voracidad de algún modo justifica aquel destino de burócrata minusválida. La Gutiérrez lee un promedio de un libro por día. Según su fichero ha leído más de doce mil títulos durante esta condena que no tiene fin: Noemí no hace el mínimo trámite excarcelatorio y hasta parece sabotear cualquier posibilidad legal de conmutación de pena. Su conducta es intachable -me acaba de decir el prefecto-. Primero no había juez que se atreviera a poner el gancho, pero ahora es Noemí la que tira para atrás. Es una presa institucionalizada. Tiene miedo a salir. La gorda me explicó que a Noemí le encanta espantar a los psiquiatras que de vez en cuando la evalúan, y también que jamás recibe visitas: no le quedan en la calle familia ni amigos. Es la mujer más sola del mundo. Una mujer dedicada con pasión al cigarrillo y a la lectura que ha renunciado al sexo, los besos, el vino, las flores, los manjares, los paisajes, los perfumes y los milagros de la vida simple. Una erudita, pensé mirando la lista de libros. Tengo insomnio y buena vista -me sorprende ella largando una bocanada de humo-. Hice solamente la primaria y nunca me había interesado por los libros hasta que encontré una Biblia en mi celda. Me sentí impactada, transportada hacia mundos y sensaciones increíbles al leerla. Dejé inmediatamente de creer en Dios cuando llegué a la última página.

Me pregunta si yo soy creyente. Agnóstico, le respondo. Asiente y me interroga: ¿Leíste Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell? Admito que no. Ella vuelve a asentir y se queda callada: no quiere humillarme ni lucirse, aunque tiene una brevísima mueca de desencanto. Estoy seguro de que le hubiera gustado discutir conmigo algunas de aquellas refutaciones. Me interesé mucho por divinidades y profetas, y luego a través de las religiones desemboqué en la historia antigua -sigue mientras se quita una hebra de tabaco de la lengua-. Leía novelas buenas y malas, ensayos, manuales, crónicas. Un asunto me llevaba a otro, y a otro más. La historia antigua me llevó a la moderna, y me sorprendí de cuántas contradicciones había, y cómo el relato dependía de quién escribía cada hecho y con qué intención. La historia parece literatura, ¿no? Me encojo de hombros. Alguna más que otra, agrega como adivinándome la respuesta.

Ahora la observo mejor; trato de imaginarme a aquella lectora impenitente descubriendo el gozo inaudito de esos cuentos verdaderos que los historiadores le narraban. Anoto en mi cuaderno de hojas cuadriculadas su metodología: dos veces por semana se pasa algunas horas en la biblioteca, revisando y separando el material. Acopia siempre un cargamento considerable, lo apila junto a la cama y permanece alrededor de él mañana, tarde y noche. Muchas veces la sorprende el amanecer. A lo largo del día, carga el libro en los brazos si es muy pesado, o simplemente lo lleva en alto y camina una y otra vez, como un tigre enjaulado, los tres metros de la celda de ida y de vuelta. De ida y de vuelta. Hace kilómetros de lectura caminada y se vuelve a acostar. Fuma y fuma, y toma mates. Se ríe, a veces llora, habla mucho en voz alta, en ocasiones grita. Nadie la molesta.

Así que al principio eras una lectora ingenua, le digo para retomar el fondo. Mentira o verdad -recita y tose-. Lo que sucedió y luego cómo lo narraron. La no historia. La historia como novela. Y después directamente la novela, los relatos cortos. Mi vida puede contarse de muchas formas. El expediente dice una cosa, pero yo puedo contarte una muy diferente. No lo dudo, y se lo digo. Y luego la literatura es historia menuda, ¿no? -me azuza: una chica de los barrios bajos de San Miguel de Tucumán, una reclusa abandonada a un rincón oscuro y húmedo del planeta, que de pronto se expresa como una profesora mundana de Oxford o de La Sorbona-. Dejé de creer acríticamente en Dios y en los relatores, y sentí un vacío. Un gran vacío y una gran curiosidad. Y un apetito por conocerlo todo. Lo único que Noemí Gutiérrez podía conocer del mundo era lo que otros habían escrito sobre él, pero a ella eso le bastaba: quería descubrir cada detalle, iluminar su ignorancia parte por parte, quizá sin comprender todavía que a más luz más conciencia de lo vasta que es la oscuridad. Conversamos sobre En busca del tiempo perdido: había leído el ciclo entero de Proust en una semana. Le mencioné La comedia humana. Se apena: Aquí solamente hay cuarenta novelas de Balzac. Tengo entendido que me faltan otras cuarenta y cinco.

Su educación tiene, como la de cualquiera, muchos huecos, y está llena de arbitrariedades y sorpresas. Pero es increíblemente sólida y por momentos apabullante. Me dedico un rato, por pura diversión, al juego de preguntas y respuestas, y ella va respondiendo y lanzando carcajadas ante mi asombro. Cuando le nombro un autor poco conocido o un libro ignoto, simplemente se barre el mentón y declara su derrota. Pero son derrotas menores, sin verdadera importancia. Me corta el juego con una duda: ¿Leíste a Freud? ¡Qué gran novelista! Estudió a Jung y a Lacan, y también varios tratados sobre psicología y psiquiatría. Muchas novelas parecen calcadas unas de las otras -añade, como si se estuviera yendo por las ramas-. Algunas novelas son únicas. Y luego unos ensayos impugnan a otros. Es muy interesante ver a personas inteligentes errar tanto, equivocarse fiero, tener visiones tan opuestas. Está a un paso de la filosofía, y lo da. Hace comentarios agudos sobre los diálogos de Platón y sobre Kant, Descartes, Heidegger, Nietzsche y las verdades relativas: Al principio me parecía que todos tenían razón -se ríe y prende otro cigarrillo-. Y después pensaba que nadie la tenía. Hubo días enteros en que no entendía nada de lo que leía. Y días en que me parecía, por un momento, que comprendía la lógica del cosmos. Te juro. Yo tenía palabras propias, ya no utilizaba lugares comunes. Pero lo que no tenía era con quién usarlas.

Me da la impresión de que le agarra un poco de frío. Se frota las mangas largas de la remera gris sin soltar el Parisienne. Miro sus manos. Le pregunto si alguna vez intentó enseñarle el arte de leer a alguna compañera. Si no sintió nunca la tentación de convertir a una mujer elemental en una mujer culta con quien compartir lecturas. Responde que no. Que a nadie, que nunca. Y cambia de rumbo: regresa a la ética, a la metafísica, también a la política y a la ciencia. A la medicina y a la astronomía. De repente vuelve al comienzo, me clava la vista: No quise perder el tiempo enseñando nada, no quise tener una discípula ni una compañera de celda, no quise volver a enamorarme. Fui egoísta. Quise todos los libros para mí sola, viajar por todas esas galaxias sin que nadie pudiera joderme con sus celos y sus problemas. Vivir en esos planos paralelos, encarnar esos personajes.

Se abre entre nosotros un silencio hondo. Ahora soy yo quien le adivina el pensamiento: no quiere que le tenga lástima. No me lo dice, pero no hace falta. Está pensando que agradece al destino aquel primer segundo fatal, aquella cuchillada que le permitió este aislamiento maravilloso. Es verdad que me encantaría discutir un rato sobre las nuevas teorías de la evolución con un biólogo, o sobre los mecanismos del poder con un buen lector de Foucault -afirma aplastando el pucho-. Pero, mirá, yo sé que fumo demasiado y que es muy probable que me muera de cáncer de laringe o de pulmón. Conozco las estadísticas y sé que no tengo un minuto que perder en boludeces. Voy a seguir unos meses con esto y después me voy a dedicar a releer. Necesito diez años para releer algunos textos fundamentales. Me muestra las dos manos abiertas: diez años nada más. Eso pide. Eso y la soledad. Después se pone a jugar mecánicamente con un mechón blanco mientras sus ojos azules se pierden en esa nueva tarea titánica que para ella es un estado de gracia, una beatitud por la que le entregaría su alma al diablo.

Observo con cuidado sus zapatillas menesterosas y no me resigno a pensar que ha perdido toda su coquetería; ya he dicho que transmite en sus gestos mínimos un erotismo extraño. Parpadeo con la lapicera a pocos centímetros del papel tratando de definir esa coquería con un adjetivo. Escribo "innata", escribo "despreocupada", vuelvo a escribir "latente". Y tacho las tres palabras con desánimo. ¿Te gustan las enciclopedias?, me interrumpe. Alguna vez me gustaron, pero ahora solo cumplen un rol utilitario, le respondo. Niega y prende un nuevo cigarrillo. Son mucho más que eso -agrega, y lanza una voluta larga y retorcida contra la pared. Se peina el pelo para dejar una oreja limpia al aire libre. Tiene orejas pequeñas y rosadas-. Recién al final abandoné la idea de entender, pero no abandoné nunca la posibilidad de jugar. ¿Y te interesan las biografías? Menciono mis predilectas: hay varios escritores y directores de cine entre ellas. También están Napoleón, Marx, Perón y Osama Bin Laden. Noemí me habla un largo rato sobre los grandes hombres y sus defectos más íntimos, y cómo se los ve patalear en la decadencia sin lograr detener el curso de los acontecimientos. Es un salpicado de anécdotas agudas y graciosas, pero una y otra vez van hacia el tema de la muerte. ¿No somos ni una pequeña anécdota? -ahora me toca a mí interrumpirla. Pienso en este instante: a lo mejor no se pueda aprehender el sentido verdadero desde el campo de batalla, con los fervores de la existencia diaria tan encima. Tal vez Noemí es como el remoto preso de Borges y Bioy, que descifraba los enigmas únicamente desde una celda solitaria, como un ejercicio intelectual abstracto. Monjes de todas las eras que se retiran a meditar sobre los grandes significados y los pequeños significantes. Quizá solo se pueda ser sabio y feliz desde afuera del mundo. A lo mejor Noemí tiene la felicidad perfecta. Me da escalofríos esa posibilidad-. ¿Entonces nada tiene sentido?

Se ríe con franqueza; sé que podría responderme con citas, pero elige una vez más sus propias palabras: Todo tiene sentido, pero yo me apagaré y nada importará. Efectivamente. No somos ni una anécdota. ¿Para qué preocuparse tanto? Mamíferos efímeros en un pedazo de piedra perdida en la inmensidad. ¿Qué importancia moral puede tener matar a dos personas o agonizar sin testigos? Mi marido, sus amantes, la presa, el puto guardiacárcel, la gorda de la biblioteca y yo misma somos soldados desconocidos de los Tercios de Flandes. Cinco o seis nombres en una multitud. Carne de cañón de las terceras y cuartas líneas que caemos muertos de inmediato, sin pena ni gloria, en el amanecer de la batalla de Rocroi. Bum, chang, ah, y se acabó todo, amigos. La naturaleza nos pasó por arriba y nos aplastó como insectos. A lo sumo hay insectos célebres con los que hacer biografías. Pero nada más. No jodamos. Sé que todo lo que manifiesta ya fue muchas veces cavilado. Sé que ha quedado por escrito y que ha sido desmentido por laicos y religiosos, pero suena raramente nuevo en esas paredes y con esos ecos. De pronto se abre la puerta única y aparece el tosco prefecto con modales de embajador. Lamentablemente, se terminó el horario y viene el cambio de guardia. Hay que terminar la entrevista. Nos da diez minutos para ir redondeando, pero Noemí declara unilateralmente que ya hemos terminado. Nos levantamos, guardo en la mochila mi cuaderno y ella recoge su manual de zoología. ¿Me puede acompañar?, le pregunta al prefecto. Por supuesto, Noemí. Nos deja caminar solos por patios y corredores, seguidos de cerca por un empleado de uniforme percudido y remendado. Ella me toma inesperadamente del brazo: medimos más o menos lo mismo, caminamos como una pareja de novios por una tarde de jardines. Pero la cárcel no huele a jardín; hiede como un depósito de reses viejas. Una reclusa grita una broma injuriosa en un castellano precario desde una ventana con rejas. Estoy incómodo, se me ocurre salir de ese insulto con una pregunta rápida. Y lo hago con lo primero que se me viene a la mente. ¿Qué pasaría si compulsivamente el Estado decidiera devolverte a las calles? Prende el último cigarrillo negro antes del confinamiento. Sus ojos vagan por el cielo rojizo. Baja de repente la barbilla y me responde: Haría cualquier cosa para evitarlo. Cualquier cosa. El corazón se me acelera. Llevo siempre en el bolsillo una púa -susurra en mi oído como si fuera una broma o una propuesta indecente-. No es técnicamente una faca, es una pequeña púa. Pero muy filosa. Esta tarde te hubiera cortado la garganta con ella. No puedo verme pero sé que estoy pálido. Noemí lanza una carcajada perruna y baja. Tose, se aclara la voz: Es un chiste. Boletearse un periodista me sacaría de este penal y me alejaría de esa biblioteca. Nada más que un chiste. Estamos llegando al límite final, un retén no permite pasar más allá ni entrar en la zona de las jaulas. Nos soltamos para despedirnos de frente. Veo por última vez el fondo de sus ojos azules, las ojeras, la piel acerada. Nos abrazamos con afecto. La sostengo por los antebrazos un segundo más. Pero si te garantizaran que zafás, si te aseguraran que no perderías ningún privilegio, ¿realmente lo harías?, le pregunto. Cuando sonríe al fresco del inminente atardecer le veo mejor las manchas amarillas de sus dientes bellos. Sin la menor duda -me dice-. Tengo que releer muchos libros todavía. Le pregunto si puedo publicar esa confesión. Tenés que hacerlo, me contesta. Es inteligente: esa sola línea, ubicada en una crónica, la retiene hasta el fin de los tiempos en esta cárcel. Pero sé que no me miente. Sé que de verdad me acariciaría la cara y me pegaría un tajo. Y que luego me sostendría la cabeza contra su pecho, como si fuera su hijo querido, y me apuñalaría el torso y el vientre. Lo haría varias veces, de manera rápida y muda. Me dejaría sentado en la silla, prendería un Parisienne con su cricket fucsia y se lo fumaría contemplando ese sanguinolento pedazo de nada que se perdería para siempre en la nada.