A principios de diciembre el obispo Luigi De Magistris decidió otorgar categoría de verdad a lo que hasta ahora sólo tenía rango de murmuración de sacristía, de habladuría de misa vespertina. De Magistris, un apellido con perfume a sínodos y encíclicas, es el prefecto emérito de la Penitenciaría Apostólica, la dependencia vaticana desde cuyas ventanillas se administran la relación con el más allá, las confesiones, las extremaunciones y las penitencias. La clientela del obispo De Magistris, pues, son (somos) los penitentes, potencialmente todos, creyentes e incrédulos, porque la chance de la salvación sigue abierta hasta el último aliento.
De eso se trató la revelación que monseñor formuló frente a Radio Vaticano y replicó la ACI –la Agencia Católica de Informaciones–: un “arrepentimiento”, una “conversión”, un alma descarriada que volvió al rebaño. Para más inri, el protagonista de la historia divulgada por De Magistris no es cualquier “pentito”, es “su paisano”, Antonio Gramsci, el más grande de los teóricos marxistas italianos. Según De Magistris, el ateísmo perdió un baluarte y el Vaticano se llevó el gato al agua, o a Gramsci a la Casa del Padre. La ACI lo tradujo con una prosa austera y triunfal, con el lenguaje de un parte de victoria. Monseñor, dijo, dio a conocer que “el fundador del Partido Comunista Italiano, el autor de uno de los más completos y sofisticados métodos de hegemonía ideológica –utilizado aún hoy por los principales enemigos de la Iglesia– retornó a la fe católica de su infancia y recibió los sacramentos antes de morir en abril de 1937”.
Contó De Magistris que la primera noticia de esta notable voltereta espiritual fue escuchada por los feligreses de la iglesia de San Lorenzo, en Módena, de la boca de sor Pinna, una monja sarda tan incapaz de mentir como atravesada por el “pensamiento fosforescente” que Federico Fellini le adjudicaba a su mujer, Giulietta Masina. Fue en ocasión de la misa celebrada por el alma del obispo secretario del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, Giovanni Maria Pinna, su hermano, que
sor Pinna narró aquel hecho sorprendente. Después de pasar por la enfermería de las cárceles de Turi y de Civitavecchia, enumeró sor Pinna, Gramsci, enfermo de los pulmones y con una arterosclerosis avanzada, fue internado en la clínica Cusumano, primero, y luego en la Quisisana, de Roma. Allí trabajaba sor Pinna junto a sor Palmira Petretti, sor Angelina Zürcher y sobre todo junto al joven capellán Giuseppe Furrer.
Sor Pinna describió el día en que las monjas de la Quisisana se arrimaron a las habitaciones de los enfermos haciéndoles besar la imagen de la virgen. No se acercaron a Gramsci, por supuesto, pero éste las llamó y les pidió que le llevaran la Madonna. Sor Palmira Petretti adicionó su propio punto de vista: la habitación que ocupaba el dirigente agonizante estaba frente a la capilla y Gramsci, desde su cama, miraba las imágenes del altar “con ojos emocionados”. Sor Angelina Zürcher fue más audaz y relató que el moribundo ideólogo de los consejos de fábrica de 1920, del Turín Rojo, le pidió: “Madre, rece por mí porque siento que éste es el fin”. Dijo sor Zürcher que también le rogó: “Ayúdeme a rezar porque siento que me voy”. El capellán Furrer construyó una fábula breve y ambigua, una obra maestra de las medias palabras. Recordó haber entrado en el cuarto de Gramsci, llevaba puesta la estola y una pequeña fuente con agua bendita. Lo roció sin que el paciente lo percibiera. No pudo darle la extremaunción porque si bien Gramsci no se había negado a ella, tampoco la había pedido. Tatiana Schutch, la cuñada de Gramsci, la mujer que crió a uno de sus hijos, estaba en la habitación y se indignó ante esa embestida contra las ideas de un hombre indefenso. Carlo Gramsci, su hermano, dijo recordar que al aproximarse el final le habían llevado una imagen religiosa y lo instaron a desertar de su materialismo. El enfermo, por toda respuesta, se dio vuelta y permaneció en silencio, de cara a la pared. Giuseppe Vacca, presidente de la Fundación Antonio Gramsci, pone muy entre paréntesis esas historias de conversión in extremis. La documentación sobre sus últimos momentos abunda –señaló–, e incluso están, por si hiciera falta, los informes policiales. Tampoco se explica Vacca cómo su admirado maestro Antonio Gramsci podía haber aceptado el auxilio de la religión si dos días antes de su muerte, ocurrida el 27 de abril de 1937, había caído en coma a causa de una isquemia cerebral.
Puesta del revés, observada desde la cama del paciente de la habitación 26 de la clínica Quisisana, de un hombrecillo jiboso y contrahecho a causa del mal de Pott, una tuberculosis de columna que le provocaba dolores indecibles, el preso fetiche de Benito Mussolini, il Duce, durante 20 años, 4 meses y 5 días, la historia es otra: es la del intento de derribo de las convicciones de un militante en el momento en que la vida se le escapa, la de la búsqueda de la flaqueza que puede sobrevenir cuando se pisa el umbral. Los que rezan “no nos dejes caer en la tentación” lo acosan para que se abandone a la seducción de la eternidad. ¿Lo habrán logrado? La respuesta no importa porque aunque fuera afirmativa, nadie lo creería. Gramsci, el contrahecho de un metro cincuenta, gafas de intelectual y cara de niño, Gramsci, el impenitente, sigue enseñando que lo que hay que hacer debe ser hecho aquí, en esta tierra, por mucho que le pese a monseñor De Magistris.
http://criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=15798
De eso se trató la revelación que monseñor formuló frente a Radio Vaticano y replicó la ACI –la Agencia Católica de Informaciones–: un “arrepentimiento”, una “conversión”, un alma descarriada que volvió al rebaño. Para más inri, el protagonista de la historia divulgada por De Magistris no es cualquier “pentito”, es “su paisano”, Antonio Gramsci, el más grande de los teóricos marxistas italianos. Según De Magistris, el ateísmo perdió un baluarte y el Vaticano se llevó el gato al agua, o a Gramsci a la Casa del Padre. La ACI lo tradujo con una prosa austera y triunfal, con el lenguaje de un parte de victoria. Monseñor, dijo, dio a conocer que “el fundador del Partido Comunista Italiano, el autor de uno de los más completos y sofisticados métodos de hegemonía ideológica –utilizado aún hoy por los principales enemigos de la Iglesia– retornó a la fe católica de su infancia y recibió los sacramentos antes de morir en abril de 1937”.
Contó De Magistris que la primera noticia de esta notable voltereta espiritual fue escuchada por los feligreses de la iglesia de San Lorenzo, en Módena, de la boca de sor Pinna, una monja sarda tan incapaz de mentir como atravesada por el “pensamiento fosforescente” que Federico Fellini le adjudicaba a su mujer, Giulietta Masina. Fue en ocasión de la misa celebrada por el alma del obispo secretario del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, Giovanni Maria Pinna, su hermano, que
sor Pinna narró aquel hecho sorprendente. Después de pasar por la enfermería de las cárceles de Turi y de Civitavecchia, enumeró sor Pinna, Gramsci, enfermo de los pulmones y con una arterosclerosis avanzada, fue internado en la clínica Cusumano, primero, y luego en la Quisisana, de Roma. Allí trabajaba sor Pinna junto a sor Palmira Petretti, sor Angelina Zürcher y sobre todo junto al joven capellán Giuseppe Furrer.
Sor Pinna describió el día en que las monjas de la Quisisana se arrimaron a las habitaciones de los enfermos haciéndoles besar la imagen de la virgen. No se acercaron a Gramsci, por supuesto, pero éste las llamó y les pidió que le llevaran la Madonna. Sor Palmira Petretti adicionó su propio punto de vista: la habitación que ocupaba el dirigente agonizante estaba frente a la capilla y Gramsci, desde su cama, miraba las imágenes del altar “con ojos emocionados”. Sor Angelina Zürcher fue más audaz y relató que el moribundo ideólogo de los consejos de fábrica de 1920, del Turín Rojo, le pidió: “Madre, rece por mí porque siento que éste es el fin”. Dijo sor Zürcher que también le rogó: “Ayúdeme a rezar porque siento que me voy”. El capellán Furrer construyó una fábula breve y ambigua, una obra maestra de las medias palabras. Recordó haber entrado en el cuarto de Gramsci, llevaba puesta la estola y una pequeña fuente con agua bendita. Lo roció sin que el paciente lo percibiera. No pudo darle la extremaunción porque si bien Gramsci no se había negado a ella, tampoco la había pedido. Tatiana Schutch, la cuñada de Gramsci, la mujer que crió a uno de sus hijos, estaba en la habitación y se indignó ante esa embestida contra las ideas de un hombre indefenso. Carlo Gramsci, su hermano, dijo recordar que al aproximarse el final le habían llevado una imagen religiosa y lo instaron a desertar de su materialismo. El enfermo, por toda respuesta, se dio vuelta y permaneció en silencio, de cara a la pared. Giuseppe Vacca, presidente de la Fundación Antonio Gramsci, pone muy entre paréntesis esas historias de conversión in extremis. La documentación sobre sus últimos momentos abunda –señaló–, e incluso están, por si hiciera falta, los informes policiales. Tampoco se explica Vacca cómo su admirado maestro Antonio Gramsci podía haber aceptado el auxilio de la religión si dos días antes de su muerte, ocurrida el 27 de abril de 1937, había caído en coma a causa de una isquemia cerebral.
Puesta del revés, observada desde la cama del paciente de la habitación 26 de la clínica Quisisana, de un hombrecillo jiboso y contrahecho a causa del mal de Pott, una tuberculosis de columna que le provocaba dolores indecibles, el preso fetiche de Benito Mussolini, il Duce, durante 20 años, 4 meses y 5 días, la historia es otra: es la del intento de derribo de las convicciones de un militante en el momento en que la vida se le escapa, la de la búsqueda de la flaqueza que puede sobrevenir cuando se pisa el umbral. Los que rezan “no nos dejes caer en la tentación” lo acosan para que se abandone a la seducción de la eternidad. ¿Lo habrán logrado? La respuesta no importa porque aunque fuera afirmativa, nadie lo creería. Gramsci, el contrahecho de un metro cincuenta, gafas de intelectual y cara de niño, Gramsci, el impenitente, sigue enseñando que lo que hay que hacer debe ser hecho aquí, en esta tierra, por mucho que le pese a monseñor De Magistris.
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2 comentarios:
Gramsci se dio el gusto de que los representantes de dios en la tierra se acercaran a el! Fue su último acto de rebeldía. La obra de dios sigue siendo hoy día una entelequia.
Mavi
"La obra de Dios", si alguna tal cosa existiera, no puede ser más que una entelequia, Mavi.
Pocas cosas más perversas que esa se han pergeniado en la historia de la humanidad con el sólo propósito de control social.
Saludos Mavi.
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