Ahora lo veía con claridad.
Después de andar rondando entre las respuestas que nunca alcanzaban, encontró aquélla que estuvo buscando durante tanto tiempo.
En la alborada de sus treinta años supo que la única salida para deshacerse del malestar que lo había acompañado durante toda su vida, el único modo de liberarse permanentemente de los dolores que lo acosaban, consistía en aniquilarse.
Cuando pudo aprehender la idea en toda su vasta extensión, en toda su demoledora magnitud, una sensación de alivio profundo, de un bienestar inusitado y recóndito, recorrió su espina dorsal y lo liberó por fin, de la carga que transportaba.
Comprendió, por fin, que el consuelo no era propiedad de esta instancia vital, porque mientras estuviera vivo, jamás podría desprenderse de sus angustias y los miedos que lo habitaban. Ellos estaban incrustados en su carne y las matrices que lo digitaban se habían convertido en imperecederas e inalterables y, sus actuaciones, en absolutas e improrrogables. Por eso entendió que, para terminar con ellas, debía terminar consigo mismo.
Se regocijó cuando buceó en las conclusiones y los desenlaces. Sobre todo se contentó con el bienestar que de pronto lo habitaba.
En el preciso instante en que se apoderó de aquella noción definitiva, ya nada volvió a ser igual. Ninguna cosa tuvo el mismo valor al amparo de la lucidez que lo poseía.
Aunque hasta ese momento, levantarse cada mañana se había convertido en una empresa monumental que demandaba energías ingentes, desde aquel momento todo adquirió la levedad que adquieren los hechos banales que se repiten automáticamente y se ejecutan sin tener conciencia de su realización.
Para celebrar, se prodigó una cena suculenta en un importante restaurante de la ciudad. La acompañó con uno de los mejores vinos de la casa. Sobre el final, pidió una deliciosa marquise de chocolate con frutos del bosque y degustó cada minúsculo sabor bajo el embrujo del jazz que inundaba el ambiente proveniente de un piano y un saxo tenor ubicados en un rincón estratégico.
Por último, pidió un café con azúcar y una copa de coñac.
Como a las tres de la mañana salió a la calle y caminó unas cuadras hasta una plaza cercana y se sentó en el banco ubicado debajo de un enorme eucalipto. Entonces volvió a pensar en aquello con un gozo desconocido que lo embargaba y que no había experimentado nunca en su vida, mientras el aroma del árbol le inundaba los pulmones y le traía a raudales recuerdos de su infancia.
Cuando la idea se había hecho tangible surgió el tema mayor: La ejecución del acto. Porque una cosa es la idea de matarse y otra muy distinta el acto concreto de la ejecución; de silenciar definitivamente todo contacto sensorial con el mundo circundante.
Comenzó, entonces, un recuento de todas las formas posibles de prodigarse la muerte que tuviera a su alcance y luego examinó, de entre todas ellas, cuáles estaban en el marco de su plausible materialidad.
Por supuesto que también tenía sus reparos. Algunas de aquellas maneras las encontró atractivas, hasta románticas, otras, vejatorias y denigrantes y no estaba en su presencia de ánimo generar sensaciones displacenteras mayores de las que podrían significar, para algunos (tenía bien en claro que sería solo para algunos pocos), el hecho de se desaparición. Era muy conciente de que su eliminación debería poseer los perfiles de cierta dignidad. No quería mutilaciones ni deformaciones innecesarias en su armadura terrena. Con lo cual, el enorme abanico de las posibles maneras de matarse comenzaba a generar una lenta pero decidida depuración.
No habría disparos de armas de fuego en ninguna zona de la cabeza, ni saltos desde las alturas sobre terrenos agrestes; no habría exposición a las ruedas de un ferrocarril ni de móviles de tamaño considerable. Quedaban descartadas la inmersión en agua salada o dulce, para evitar la desagradable hinchazón y las tonalidades que produce la putrefacción interna de los órganos por sobredosis de bacterias tenaces. Tampoco la cremación o el tormento de terminales ulceraciones en la piel producidas por radiaciones o productos químicos. Todo tenía que ser limpio y definitivo.
Por otro lado, conocía muy bien la diferencia entre "acting" y "pasaje al acto" y como no quería decepcionar a los teóricos de siempre, su muerte debía quedar planeada de modo tal que no cupieran dudas en su clasificación. De otro modo el hecho quedaría peligrosamente ligado más a la eutanasia que al suicidio, aunque de aquélla se trataba. Podría haber optado por la primera y evitarse tantas elucubraciones, pero el suicidio le resultaba más idóneo a sus intereses y más ligado a antecedentes literarios que el acto premeditado de aniquilarse para evitar sufrimientos desmesurados. El suicido se le antojaba más inesperado y, en consecuencia, más inexplicable y brutal. Tampoco se le escapaba el hecho de que haber pergeñado su desaparición como producto de la libre voluntad, hubiera sido un modo de reivindicar ese acto tan denostado y que por supuesto compartía. Pero como nunca se había sentido un militante o un pregonero en cuestiones de ninguna índole, su vanidad le dejaba suficiente margen de acción como para tomar cualquier decisión sin el más mínimo entorpecimiento surgido por algún oscuro interés de trascendencia.
Ante la evidencia, el envenenamiento resultó ser la mejor opción. Cualquier sustancia incompatible para el arcaico metabolismo de la materia viva sería suficiente, en la dosis adecuada, para concretar su acto. Como no quería llamar la atención, revisó entre sus cosas los químicos disponibles a su alcance que fueran útiles a sus propósitos y buceo en los lugares adecuados en busca de la información necesaria sobre las consecuencias que la ingesta produciría en su encarnadura vital.
De tal investigación supo que, incluso, una dosis adecuada de vitaminas sería suficiente para generar un efecto tóxico en el organismo que lo dejaría al borde de la irrecuperación; pero necesitaba algo más extremo y brutal. Carecía de arsénico y también de acceso a una dosis de cianuro. Recordó, entonces, cómo el refugiado antillano de García Márquez, Jeremiah de Saint Amour, había logrado ponerse a salvo de los tormentos de la memoria en su casita abandonada acariciado por el aroma de las almendras amargas. Por primera vez en mucho tiempo, sintió una profunda envidia. Ese pecado había sido uno de los pocos a los que había sido ajeno, pero aquella vez, no pudo sucumbir al embrujo de su acometida. Hubiera querido ser ese ser olvidado y triste y haber ocupado su lugar, aunque más no fuese, en la imaginería de su creador.
Cuando hubo acumulado las cantidades de barbitúricos y alcohol necesarios para sus propósitos, una enorme nostalgia se derramó sobre él. No pudo evitar pensar en aquellos momentos maravillosos que había vivido y los que seguramente ya no tendría la posibilidad de añorar.
Se permitió la excepcional debilidad de preguntarse si durante el tiempo que vivió había experimentado la sensación que muchos llaman felicidad. También si el amor, o algo que se pareciese a ese sentimiento, había rozado su existencia en algún momento de su breve historia. En ese instante, más allá de las respuestas que encontrara, supo que un sentimiento claro y preciso lo habitaba: estaba preparado para marcharse. Tenía la íntima convicción de no tener deudas pendientes consigo mismo y con los demás; con su paso por el mundo.
La fecha elegida resultó ser el viernes 23 de septiembre. Por la noche se sentaría en el sillón favorito del living y engulliría los barbitúricos con el escocés preferido. Para el amanecer del sábado 24, sería historia tras el acto consumado y las especulaciones serían disipadas por el detalle minucioso que dejaría sobre el escritorio en el que daba cuenta a las autoridades acerca de tal acto. Sobre todo le interesaba deslindar responsabilidades y difuminar las posibles sospechas. Era imprescindible que su muerte quedara despejada de toda intencionalidad achacable a cualquiera de sus allegados.
Redactar esa carta fue menos complicado de lo que supuso en un principio, porque comprendió que debía ceñirse a la simple enumeración de las razones que excluía culpables y adjudicarse responsabilidades, y debía eludir por todos los medios, rozar los móviles que lo habían llevado a tomar la decisión. Al principio tuvo muchos reparos porque temía que no se comprendieran claramente los motivos concretos. Por eso prefirió eludir cualquier explicación al respecto y limitarse a enfatizar argumentos sobre la inocencia de los que lo rodeaban.
En la mañana del aquel viernes esperado el sol abrazaba las copas de los árboles y la incipientes flores de primavera anunciaban con sus aromas suaves el despertar de la vida de cada año. Pasó todo el día fuera de su casa. Desayunó en un barcito de San Telmo, almorzó en un restaurante del microcentro y cenó una porción de su pizza favorita en una pizzería de Villa del Parque.
Volvió caminando hasta su casa conciente de que aquellos pasos serían los últimos y lo sedujo la idea de que las miradas con las que se cruzaba jamás sospecharían el destino que había pergeñado. A pocas cuadras de su casa pensó en sus amigos y en los seres que lo querían de verdad y por un instante todo estuvo a punto de fracasar de no ser por la tenacidad de su férrea voluntad y por el temor de volver a quedar atrapado en brazos de sus dolores de siempre.
Saludó al vecino del séptimo piso con el que se cruzó en la entrada del edificio y subió en el ascensor que lo llevó hasta su casa.
Después de andar rondando entre las respuestas que nunca alcanzaban, encontró aquélla que estuvo buscando durante tanto tiempo.
En la alborada de sus treinta años supo que la única salida para deshacerse del malestar que lo había acompañado durante toda su vida, el único modo de liberarse permanentemente de los dolores que lo acosaban, consistía en aniquilarse.
Cuando pudo aprehender la idea en toda su vasta extensión, en toda su demoledora magnitud, una sensación de alivio profundo, de un bienestar inusitado y recóndito, recorrió su espina dorsal y lo liberó por fin, de la carga que transportaba.
Comprendió, por fin, que el consuelo no era propiedad de esta instancia vital, porque mientras estuviera vivo, jamás podría desprenderse de sus angustias y los miedos que lo habitaban. Ellos estaban incrustados en su carne y las matrices que lo digitaban se habían convertido en imperecederas e inalterables y, sus actuaciones, en absolutas e improrrogables. Por eso entendió que, para terminar con ellas, debía terminar consigo mismo.
Se regocijó cuando buceó en las conclusiones y los desenlaces. Sobre todo se contentó con el bienestar que de pronto lo habitaba.
En el preciso instante en que se apoderó de aquella noción definitiva, ya nada volvió a ser igual. Ninguna cosa tuvo el mismo valor al amparo de la lucidez que lo poseía.
Aunque hasta ese momento, levantarse cada mañana se había convertido en una empresa monumental que demandaba energías ingentes, desde aquel momento todo adquirió la levedad que adquieren los hechos banales que se repiten automáticamente y se ejecutan sin tener conciencia de su realización.
Para celebrar, se prodigó una cena suculenta en un importante restaurante de la ciudad. La acompañó con uno de los mejores vinos de la casa. Sobre el final, pidió una deliciosa marquise de chocolate con frutos del bosque y degustó cada minúsculo sabor bajo el embrujo del jazz que inundaba el ambiente proveniente de un piano y un saxo tenor ubicados en un rincón estratégico.
Por último, pidió un café con azúcar y una copa de coñac.
Como a las tres de la mañana salió a la calle y caminó unas cuadras hasta una plaza cercana y se sentó en el banco ubicado debajo de un enorme eucalipto. Entonces volvió a pensar en aquello con un gozo desconocido que lo embargaba y que no había experimentado nunca en su vida, mientras el aroma del árbol le inundaba los pulmones y le traía a raudales recuerdos de su infancia.
Cuando la idea se había hecho tangible surgió el tema mayor: La ejecución del acto. Porque una cosa es la idea de matarse y otra muy distinta el acto concreto de la ejecución; de silenciar definitivamente todo contacto sensorial con el mundo circundante.
Comenzó, entonces, un recuento de todas las formas posibles de prodigarse la muerte que tuviera a su alcance y luego examinó, de entre todas ellas, cuáles estaban en el marco de su plausible materialidad.
Por supuesto que también tenía sus reparos. Algunas de aquellas maneras las encontró atractivas, hasta románticas, otras, vejatorias y denigrantes y no estaba en su presencia de ánimo generar sensaciones displacenteras mayores de las que podrían significar, para algunos (tenía bien en claro que sería solo para algunos pocos), el hecho de se desaparición. Era muy conciente de que su eliminación debería poseer los perfiles de cierta dignidad. No quería mutilaciones ni deformaciones innecesarias en su armadura terrena. Con lo cual, el enorme abanico de las posibles maneras de matarse comenzaba a generar una lenta pero decidida depuración.
No habría disparos de armas de fuego en ninguna zona de la cabeza, ni saltos desde las alturas sobre terrenos agrestes; no habría exposición a las ruedas de un ferrocarril ni de móviles de tamaño considerable. Quedaban descartadas la inmersión en agua salada o dulce, para evitar la desagradable hinchazón y las tonalidades que produce la putrefacción interna de los órganos por sobredosis de bacterias tenaces. Tampoco la cremación o el tormento de terminales ulceraciones en la piel producidas por radiaciones o productos químicos. Todo tenía que ser limpio y definitivo.
Por otro lado, conocía muy bien la diferencia entre "acting" y "pasaje al acto" y como no quería decepcionar a los teóricos de siempre, su muerte debía quedar planeada de modo tal que no cupieran dudas en su clasificación. De otro modo el hecho quedaría peligrosamente ligado más a la eutanasia que al suicidio, aunque de aquélla se trataba. Podría haber optado por la primera y evitarse tantas elucubraciones, pero el suicidio le resultaba más idóneo a sus intereses y más ligado a antecedentes literarios que el acto premeditado de aniquilarse para evitar sufrimientos desmesurados. El suicido se le antojaba más inesperado y, en consecuencia, más inexplicable y brutal. Tampoco se le escapaba el hecho de que haber pergeñado su desaparición como producto de la libre voluntad, hubiera sido un modo de reivindicar ese acto tan denostado y que por supuesto compartía. Pero como nunca se había sentido un militante o un pregonero en cuestiones de ninguna índole, su vanidad le dejaba suficiente margen de acción como para tomar cualquier decisión sin el más mínimo entorpecimiento surgido por algún oscuro interés de trascendencia.
Ante la evidencia, el envenenamiento resultó ser la mejor opción. Cualquier sustancia incompatible para el arcaico metabolismo de la materia viva sería suficiente, en la dosis adecuada, para concretar su acto. Como no quería llamar la atención, revisó entre sus cosas los químicos disponibles a su alcance que fueran útiles a sus propósitos y buceo en los lugares adecuados en busca de la información necesaria sobre las consecuencias que la ingesta produciría en su encarnadura vital.
De tal investigación supo que, incluso, una dosis adecuada de vitaminas sería suficiente para generar un efecto tóxico en el organismo que lo dejaría al borde de la irrecuperación; pero necesitaba algo más extremo y brutal. Carecía de arsénico y también de acceso a una dosis de cianuro. Recordó, entonces, cómo el refugiado antillano de García Márquez, Jeremiah de Saint Amour, había logrado ponerse a salvo de los tormentos de la memoria en su casita abandonada acariciado por el aroma de las almendras amargas. Por primera vez en mucho tiempo, sintió una profunda envidia. Ese pecado había sido uno de los pocos a los que había sido ajeno, pero aquella vez, no pudo sucumbir al embrujo de su acometida. Hubiera querido ser ese ser olvidado y triste y haber ocupado su lugar, aunque más no fuese, en la imaginería de su creador.
Cuando hubo acumulado las cantidades de barbitúricos y alcohol necesarios para sus propósitos, una enorme nostalgia se derramó sobre él. No pudo evitar pensar en aquellos momentos maravillosos que había vivido y los que seguramente ya no tendría la posibilidad de añorar.
Se permitió la excepcional debilidad de preguntarse si durante el tiempo que vivió había experimentado la sensación que muchos llaman felicidad. También si el amor, o algo que se pareciese a ese sentimiento, había rozado su existencia en algún momento de su breve historia. En ese instante, más allá de las respuestas que encontrara, supo que un sentimiento claro y preciso lo habitaba: estaba preparado para marcharse. Tenía la íntima convicción de no tener deudas pendientes consigo mismo y con los demás; con su paso por el mundo.
La fecha elegida resultó ser el viernes 23 de septiembre. Por la noche se sentaría en el sillón favorito del living y engulliría los barbitúricos con el escocés preferido. Para el amanecer del sábado 24, sería historia tras el acto consumado y las especulaciones serían disipadas por el detalle minucioso que dejaría sobre el escritorio en el que daba cuenta a las autoridades acerca de tal acto. Sobre todo le interesaba deslindar responsabilidades y difuminar las posibles sospechas. Era imprescindible que su muerte quedara despejada de toda intencionalidad achacable a cualquiera de sus allegados.
Redactar esa carta fue menos complicado de lo que supuso en un principio, porque comprendió que debía ceñirse a la simple enumeración de las razones que excluía culpables y adjudicarse responsabilidades, y debía eludir por todos los medios, rozar los móviles que lo habían llevado a tomar la decisión. Al principio tuvo muchos reparos porque temía que no se comprendieran claramente los motivos concretos. Por eso prefirió eludir cualquier explicación al respecto y limitarse a enfatizar argumentos sobre la inocencia de los que lo rodeaban.
En la mañana del aquel viernes esperado el sol abrazaba las copas de los árboles y la incipientes flores de primavera anunciaban con sus aromas suaves el despertar de la vida de cada año. Pasó todo el día fuera de su casa. Desayunó en un barcito de San Telmo, almorzó en un restaurante del microcentro y cenó una porción de su pizza favorita en una pizzería de Villa del Parque.
Volvió caminando hasta su casa conciente de que aquellos pasos serían los últimos y lo sedujo la idea de que las miradas con las que se cruzaba jamás sospecharían el destino que había pergeñado. A pocas cuadras de su casa pensó en sus amigos y en los seres que lo querían de verdad y por un instante todo estuvo a punto de fracasar de no ser por la tenacidad de su férrea voluntad y por el temor de volver a quedar atrapado en brazos de sus dolores de siempre.
Saludó al vecino del séptimo piso con el que se cruzó en la entrada del edificio y subió en el ascensor que lo llevó hasta su casa.
3 comentarios:
Muy bueno. Muy, muy bueno....Lástima que pusite "basta" donde debiste haber puesto "vasta" pero igual, ¿quién podría reparar en ello ante semejante relato?
Andy
Un excelente relato con final abierto......De todos modos, la idea del suicidio, me da escalofríos. Pienso: ¿se suicida la persona porque no soporta seguir viviendo, o quiere suicidarse porque lel tormento de los dolores que sufre no la dejan vivir con normalidad. O será que el suicida se mata para que los que quedan vivos, de su entorno imediato sientan culpa por no haber hecho nad para evitarlo t es llevado por una ilusión que hace que piense que después de muerto, verñá a sus familiares lamentándose y él podrá regocijarse? ¿será una especie de venganza con quienes no supieron comprendrlo?
¡Qué tema!!!!!! Charla para rato....pero no es de mis preferidos.
Abrazo al escritor!!!! y no al potencial suicida.
Gracias Andy por la observación del error de ortografía. Que ya esta siendo subsanado.
Susurru:
Has expresado muchos interrogantes que dan para una larga charla.
De todos modos en el relato, no estoy tan seguro que se trate de un suicidio. Como se menciona allí, el suicidio esta más ligado a un acto imprevisto y "desconectado", -más allá de que pueda percibirse un momento de fecunda maduración que lo prepara-. El personaje decide y planifica minuciosamente sus últimos momentos y se prodiga ciertos placeres previos seguro de que dará fin con su vida en un momento cierto. Por eso, él mismo reconoce que su accionar esta más ligado a cierta forma de eutanasia que al suicidio y juega con esa ambigüedad.
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