martes, 12 de junio de 2007

Otro lugar. JOP.


Siempre había pensado cuándo, cuándo llegaría el momento en que aquel sentimiento la abandonara. Se sentaba en el bar de su esquina favorita y miraba a través de aquella vidriera que le mostraba, dorados otoños, azules inviernos, multicolores primaveras y ardientes veranos en una sucesión interminable y precisa de hechos. El café caliente se entibiaba en sus manos al no encontrar respuestas a sus eternas y minuciosas preguntas de siempre. Pero lo peor era ese sentimiento que no la dejaba en paz. Una tarde, mientras caminaba rumbo a su casa tuvo el impulso. En ese instante no tuvo dudas y pensó que si se marchara de este mundo, nadie pagaría las consecuencias efectivas de su acto, y poseería el alivio que necesitaba para siempre. Pero se distrajo. A la vuelta de una esquina, un niño sentado en el umbral de una casa prolija, la miró de reojo mientras jugaba con un autito de plástico deshecho y le regaló una enorme sonrisa. Aquél gesto fue letal para sus intenciones. Sintió algo de calidez en su corazón y se avergonzó de sí misma. En otra ocasión, planeó un largo viaje para saldar antiguas deudas de turista y de paso, alejarse de sus escenarios habituales teñidos como estaban de ese sentimiento ineludible.
En aquél viaje escribió a una amiga:
"Si las mañanas en Buenos Aires fueran como éstas aquí, te juro que no abrigaríamos deseos de irnos a dormir por el sólo hecho de aguardar estos amaneceres. La ciudad es inmensamente clara. No hay rincón en que la luz del sol no se disemine ni ventana que no permanezca abierta hasta las últimas horas de la tarde.
La gente es alegre y cordial y nadie se mira con recelo ni desconfianza y pareciera que tienen particular predilección por los turistas. Así que soy una afortunada pues los varones aquí se desarman en cumplidos y en elogios.
Te encantaría verme sonriendo, yo que sonrío bastante poco. Y no creerías nunca si no lo vieras con tus propios ojos de lo que soy capaz de hacer aquí con el género masculino. En verdad, debería decir de lo que soy capaz luego que ellos allanaran el terreno para destruir mi introversión innata.
Por primera vez, en toda mi vida, me siento realmente segura.
A diario camino por la playa. Si vieras lo que mis ojos observan todos los días... Aquí, esto que me hipnotiza es tan común que nadie repara en los detalles en los que me detengo una y mil veces. No logro salir de mi asombro.
Las mujeres visten ropas de colores claros y brillantes, con el cabello suelto o a lo sumo enlazado suavemente con un pañuelo de seda de vivos colores. Usan sandalias bajas pero se mueven con una gracia y una sensualidad tan deslumbrante que, yo que no las deseo, me quedo mirándolas como si las observara con ojos de hombre.
De ellos, que puedo decirte. Son todo lo parecido a aquello que nos confiamos una y mil veces. Son altos y delgados. La piel bronceada, los muslos angulosos, el cabello relativamente largo, (eso en todas las edades), los hombros anchos y la sonrisa exhibida como un trofeo pero sin ostentación. Es embriagador verlos.
Debido a que he dejado de dormir innecesariamente pude observar a los pescadores. ¡Si vieras la alegría con la que zarpan todas la mañanas! Cantan canciones cuyas palabras se me escapan, pero cuyas melodías me hechizan casi hasta el mediodía. Si existieran aquellos seres y los hubiera oído alguna vez, yo diría que el canturreo de esos hombres felices es equivalente al canto de las sirenas.
Hay un pequeño barcito frente a la bahía a la que me hice inevitablemente adicta. Tiene enormes ventanales y todo él se orienta hacia el recodo más luminoso de la costa. Sus dueños son un matrimonio septuagenario y sus dos hijos varones y solteros. Según me contaron, los más codiciados de la ciudad. Te digo que si una pudiera elegir la familia a la cual le gustaría pertenecer, de entre todas en este mundo, los elijo a ellos. Me han recibido desde el primer día como si fuera una más de la familia. Fue tan gracioso hacernos entender con las limitaciones del idioma y sin embargo no te imaginás el esfuerzo que hicieron por comprenderme y complacerme del mejor modo.
Stephan y Darius, tal los nombres que portan los hijos del matrimonio, se disputan mi atención todo el tiempo y no hay modo de eludir la seducción de sus ojos claros.
Desayuno con la sonrisa de Darius brillando detrás del mostrador y almuerzo con la cadenciosa serenidad del andar de Stephan entre las mesas quien se desarma en complacer a los comenzales ubicados en la terraza soleada.
Estos días que estoy pasando aquí me han servido para darme cuenta que el contexto en el que vives influye directamente en tu estado de ánimo. Naturalmente que en el tuyo y en el de los otros y se alimentan unos con otros.
Bailo desde comenzada la noche hasta que el sol hace su aparición en el horizonte y sólo me detengo cuando el hambre vuelve a hacer su burbugeante llamado de atención.
No lo creerías, pero es tanta la actividad aquí y sin embargo no me siento para nada cansada. Al contrario, tengo la energía que no tuve ni cuando tenía catorce años.
Faltan cinco días para que terminen estas vacaciones y te juro que no quiero volver. ¿Habrá algo que pueda hacer aquí para ganarme la vida y quedarme definitivamente hasta que mis días culminen junto a esta gente fascinante?
Si se te ocurre algo, tienes cuatro días para comentármelo."
Como el lector habrá imaginado ella decidió no volver. No habría encontrado el sentido al regreso. Esa carta enviada a su mejor amiga fueron las últimas noticias que se tuvieron de ella. Nadie sabe ciertamente qué fue de su vida, pero lo que sí nadie duda, es de que esos días fueron decisivos para que algo culminara aquí adonde muchas veces se sintió cierta.

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