jueves, 25 de octubre de 2007

Gens Nigra. Juan José Saer. Foto. JOP.

Las criaturas oscuras que observo todos los días desde mi oficina -trabajo en el sector administrativo de los ferrocarriles nacionales- dan la impresión de haber reglamentado al milímetro no únicamente su funcionamiento biológico, sino también su vida imaginaria. Parecen atrapadas en el círculo vicioso de sus costumbres, de sus creencias irrazonables, de sus fantasías. Las he bautizado para mí mismo la gens nigra, a causa como es obvio de su común aspecto exterior, pero también de las muchas afinidades que saltan a la vista cuando comparo sus diferentes comportamientos.

El verano pasado, alrededor de mediodía, la hora del aperitivo, que tomaba en la terraza de una pensión modesta en una playa del Mediterráneo, me gustaba seguir con la mirada desde mi perezosa el vuelo de una gaviota que, todos los días a la misma hora, recorría tres o cuatro veces el perímetro en semicírculo de la bahía, para ir a asentarse después en la misma roca, desde la que organizaba, planeando lento y bajo esta vez, expediciones de pesca por los alrededores. Esas expediciones cortas y casi siempre exitosas eran imprevistas y variadas, impuestas por algún estímulo exterior, la aparición de una presa por ejemplo o algún movimiento o brillo del agua que podía dar esa impresión, y su carácter aleatorio resaltaba todavía más comparado al vuelo circular con el que recorría el perímetro de la bahía, a una altura constante e impulsándose con un aleteo tan regular que daba la impresión, ese aleteo, de ser el motivo principal del vuelo, como si se tratase de un ejercicio deliberado. Parecía una reina recorriendo todos los días sus dominios para verificar, menos con el fin de exhibir su poder que con el de experimentar una exaltación íntima, que cada uno de los elementos que los constituían seguía estando en su lugar.

Si en esta gran ciudad de Europa occidental en la que vivo (su nombre es secundario) algunos miembros de la gens nigra actúan en forma similar, no debemos engañarnos: no se trata para nada de casos idénticos. La gens nigra es más complicada; puede ser que la voluntad de poder y el éxtasis como fin en sí la tienten de vez en cuando, pero siempre llegará hasta ellos por trayectos atormentados.

Vale la pena describir el paisaje que tengo el privilegio de contemplar todos los días desde mi oficina: aunque es considerada como una de las ciudades más hermosas de Europa, por la acumulación justamente de edificios y de conjuntos armoniosos que la componen, conservados de los siglos pasados, y cuya antigüedad puede llegar a veces hasta más allá de la Edad Media, el barrio en el que se encuentra mi oficina, si bien está en pleno centro, es una isla de líneas rectas, de torres de veinte, treinta y hasta cuarenta pisos, en las que predominan el aluminio, el vidrio, la sucesión interminable de verdaderas y de falsas ventanas, las superficies blancas que enceguecen o están recubiertas de un curioso verde metalizado, todo dispuesto alrededor de una gran estación de ferrocarril (lo que explica la presencia de mi oficina), de un rascacielos administrativo, de un centro comercial, y de un hotel de lujo de treinta pisos. En el límite este, el conjunto que estoy describiendo termina brusco contra una avenida del siglo diecinueve y hacia el oeste, en una plaza amplia y circular, ventosa y desolada, más vieja por su aspecto que los barrios medievales aunque apenas si tiene una década de existencia, y que con sus falsas columnatas integradas a los frentes, sus dinteles dóricos añadidos caprichosamente como pretendidas citas clásicas, muestran la verdadera finalidad de la estética postmoderna, que es convencer a concejales marcados por la argumentación de la necesidad de poner dinero en costosas obras públicas, asegurándoles que lo clásico y lo moderno se armonizan lo más bien, para hacerles perder, con esos argumentos, el miedo a las vanguardias supuestamente dogmáticas y turbulentas.

Mi oficina es un punto privilegiado de observación: desde mi ventana puedo ver, del otro lado de la calle ancha, el hotel internacional que, con su torre de treinta pisos de un blanco deslumbrante, aplasta el centro comercial, los restaurantes y los bares que, a la altura de la planta baja, se abren a sus costados a todo lo largo de la cuadra. En ese rascacielos blanco de renombre mundial en el que se alojan temporariamente reyes, estrellas de cine y jugadores de fútbol, grupos de turistas japoneses y grandes industriales, vive aunque parezca mentira una pareja de cuervos, tan renegridos como blanco es el edificio que los cobija. Me es difícil descubrir en qué lugar exacto del edificio está el nido, pero es en la altura, cerca del techo, donde se los ve más seguido, intensidad negra y en movimiento recortándose allá arriba contra los planos inmóviles y blancos del hotel, tan grandes y tan negros, con su pico amarillo y su vuelo singular, merodeando por las salientes geométricas del rascacielos, y tan perfectos en su género que, más que verdaderos cuervos, parecen esquemas de cuervos, el arquetipo ideal que presidió, antes de la repetición injustificada y demente de individuos más o menos idénticos, durante millones y millones de años, las diversas tentativas de la materia y las variaciones imperceptibles que se produjeron hasta dar con la forma definitiva. (Es evidente que en lo que llaman naturaleza, algún mecanismo empezó a funcionar mal a partir de cierto momento, y ese desperfecto es la única explicación más o menos racional de la sempiterna y superflua repetición de lo idéntico que practica.)

Pues bien: esa pareja de cuervos, instalada a espaldas y casi podríamos decir a costillas de las luminarias mundiales del espectáculo y de los autores de best-sellers planetarios, efectúa todas las mañanas, más o menos a la misma hora que, como por casualidad, entre las doce y la una, es la del aperitivo, el mismo vuelo circular de la gaviota, sacudiendo las alas con un ritmo regular y a velocidad constante, abarcando un perímetro bastante amplio que engloba, con exactitud maniática, todo el espacio ocupado por la edificación reciente, monoblocs administrativos, instalaciones y jardines de la estación, parques simétricos, canchas de tenis rojizas y rectangulares, circunferencia postmoderna declamatoria y desolada. El resto de la ciudad, con sus así llamados tesoros arquitectónicos de los siglos evaporados, no parece interesarles. Tal vez los colores claros de la arquitectura reciente son un estímulo sensorial que, en medio del océano de pizarra y de fachadas grises desplegado a su alrededor, motivan su expedición cotidiana de reconocimiento, o quizás adivinan, por la posición del sol en el cielo que a nosotros, seres horizontales, nos es indiferente, que algo esencial sucede en el universo y ellos, a su modo, con su vuelo solemne, lo celebran. Lo cierto es que rigurosamente puntuales no según el convencional tiempo humano, sino el más férreo del cosmos, los cuervos realizan un par de veces su vuelo circular. Aun cuando su perímetro pudiera explicarse por los estímulos sensoriales específicos de la edificación moderna, queda todavía por explicar la razón de la hora y, sobre todo, la renovación cotidiana de la ceremonia, detalles que no parecen presentar el menor fin utilitario, ya que para alimentarse tienen varios jardines vecinos a su disposición, que no se abstienen de visitar, ruidosa e incluso brutalmente, a cualquier hora del día. Tales son, entre otros, los comportamientos crípticos de la gens nigra, y es obvio que la ciencia ornitológica debe tener para explicarlos una serie de argumentos inconvincentes pero razonables.

Otros miembros de la gens nigra no son menos extravagantes: un jardincito de tres por cinco, en el sentido figurado y literal del término, ya que es un espacio rectangular de quince metros cuadrados, enmarcado por un cerco de arbustos bien recortados, con una alfombra de pasto y un círculo de rosales en el centro, recibe varias veces por día la visita de una pareja de mirlos, él de un negro renegrido, ella tirando a marrón. Vienen a comer con una aparente urbanidad burguesa, pero de tanto observarlos me parece haber detectado en ellos una ligera perversión.

Un gato del lugar, color noche cerrada, miembro eminente de la gens nigra, sin domicilio fijo, nacido en algún rincón discreto de los jardines de la estación, viene a darles caza, varias veces por día, pero únicamente cuando no están: en ausencia de los mirlos, el micifuz despliega todas las artes, todas las astucias, todas las mímicas y todas las actitudes del felino que rastrea, acecha, y salta por fin, sin error posible, sobre su presa, reptante, cuadrúpeda o alada, hasta que por fin, un poco melancólico por lo superfluo de su representación, con la misma indolencia aparente con la que ha llegado, se retira, no sin evocar esa comprobación corriente entre los teólogos, según la cual cuando el demonio exagera de un modo teatral, para darnos miedo, su propia ferocidad, podemos considerar su conducta como un signo inequívoco de impotencia. Durante semanas realiza una y otra vez su expedición fantasmática, cuando no hay ningún ser viviente en el rectángulo verde. Pero apenas se ha retirado, digamos entre cinco y diez segundos más tarde, la pareja de mirlos, como si no hubiese advertido nada, salida quién sabe de dónde, aterriza con displicencia y gracia en el pasto desteñido y raleado por el invierno. Ese ir y venir dura desde hace tiempo, pero más allá del aparente aire casual que adoptan los acontecimientos, me parece que, como sucede con cualquier hijo de vecino, para los miembros de la gens nigra espacio y tiempo, deseo y objeto, error y esperanza, desdén y crueldad, tienen la misma esencia problemática de todo aquello que, por capricho o indiferencia, nos pierde o nos salva.

jueves, 18 de octubre de 2007

El consumo y la aceptación de masas. Texto del artículo por Ale K.


En épocas donde pareciera que el activismo es lo único que puede salvar y hacer escuchar a la sociedad gay, cada día estamos más segmentados y observados por los que manejan el marketing. Así las cosas, vivimos cada vez más alejados del Mesías que llegará para llevarnos a la gloria y a la reivindicación del orgullo, foto mediante y con marcha incluida. Es que el consumismo ha desempeñado un papel central en la aceptación de la homosexualidad. Pero también ha tenido consecuencias muy desafortunadas. Una de ellas es la trivialización de lo que fue durante mucho tiempo un movimiento contestatario, con una larga historia de lucha y sacrificio. Como en el caso del feminismo, muchos jóvenes de hoy han olvidado o no han sabido siquiera que la aceptación actual de la homosexualidad fue precedida por siglos de persecución y sufrimiento, que no pueden borrarse al asistir a la marcha con los colores del arco iris.

Además, el consumismo gay ha generado una imagen distorsionada de los homosexuales, al representarnos como gente privilegiada, blanca que huele bien, glamorosa y casi siempre masculina. Los homosexuales pasivos, los de bajos recursos, de color, las lesbianas y los bisexuales, por lo general han quedado fuera de esta visión idealizada. El mundo de Gancia, las cadenas de hoteles, el restorán caro de plato grande con porción de comida diminuta y gusto gourmet, las tarjetas de crédito y la Internet con banda ancha, no son para ellos.

El año pasado se anunció con bombos y platillos la llegada de un buque insignia completamente gay, la publicidad estaba ilustrada con jóvenes apolíneos desparramados por las cubiertas del barco. Sin embargo la gente que asistió a la fiesta de despedida contaba que todos los pasajeros eran en su mayoría gente mayor a la media es decir de 45 años para arriba (extranjeros en su mayoría que podían pagar los u$s 8.000 que costaban las cabinas, all inclusive) y los únicos tiernos eran todos los gatos jóvenes que danzaban por unos euros y graciosos se vendían a una noche de amor en Buenos Aires, esperando secretamente la invitación para tomarse el buque con todos los gastos pagos. El consumismo gay ha impuesto así un modelo del “buen” homosexual: joven, guapo, rico, sensible y sofisticado. Incluso, en las sociedades regidas por el consumismo como los Estados Unidos, ha creado una figura aberrante: la del homosexual hetero - sexualizado, conformista irreflexivo cuya única aspiración es adoptar el estilo de vida mayoritario.
En definitiva una mala copia de lo que es un heterosexual.

Hoy por hoy la especialización que día a día exigen los gays para tratar sus asuntos, no pasa solamente por el fantasma de la homofobia que pesa sobre el ambiente gay. Simplemente se ha dado. Es la libre oferta y la proliferación de servicios. El grupo que mas consume en el rubro desayunos a domicilio es el gay, no por nada en particular, como dice un amigo mío es simplemente una putada. Algo que nace en el núcleo gay se va haciendo “normal” aún en el grupo hetero que adopta esta costumbre de mandar desayunos a domicilio. No se trata ya, por tanto, de una guetización de la población gay sino de una segmentación del mercado, que busca crear nuevos nichos de consumo basados en una identidad minoritaria.
Abriendo de esta forma lo que se denomina “mercado gay hetero friendly”.
Lo mismo podría decirse de una inmensa gama de clubes, equipos deportivos, estaciones de radio y televisión. Todo ello puede parecer superfluo —e incluso frívolo— pero esta segmentación ha demostrado ser, hasta ahora, la única manera de preservar una identidad y cultura diferentes de las dominantes.

En países como Argentina y toda la seguidilla latinoamericana, cosas tan sencillas como la herencia siguen siendo problemáticas: aun cuando un homosexual haya formalizado un testamento a favor de su pareja, su familia puede impugnarlo y ganar un eventual juicio; la familia de un homosexual enfermo puede impedir a su pareja visitarlo en el hospital; salvo que este viva en Capital Federal unido civilmente, las madres lesbianas pueden perder a sus hijos; los homosexuales pueden perder su empleo, posibilidades de promoción, o incluso su vivienda. Esto sin hablar de la discriminación sistemática que padecen las personas seropositivas, que también requieren de una asesoría legal especializada. Todo esto ha dado nacimiento a la rama rosa del derecho, tal como se la llama en medios tribunalicios, o sea profesionales del derecho que se especializan en HIV, en problemas de heredad gay, tenencia de hijos y otras yerbas, todo este andamiaje debe nacer ante un sistema perverso que no nos deja avanzar por carecer del aggiornamiento que se debería dar con el devenir cotidiano. HOY EN DIA PARA SOBREVIVIR AL SISTEMA PERVERSO EN EL QUE ESTAMOS INMERSOS SE DEBE SER MAR PERVERSO QUE EL.

Lo mismo podría decirse de los servicios médicos. Es un hecho cada vez más estudiado que las lesbianas y homosexuales presentamos problemas de salud específicos. Los hombres gay en muchos casos tenemos un riesgo mayor de enfermedades de transmisión sexual relacionadas con prácticas sexuales especificas; las lesbianas que no han tenido hijos presentan un riesgo mayor de cáncer de mama. Asimismo, los gays requeriremos, con los años y cada vez más, de servicios sociales para la tercera edad: por algo muy sencillo, muchos gays no tienen hijos, y necesitarán de apoyos especiales al carecer de parientes para ocuparse de ellas en su vejez.

Al final de cuentas, debemos preguntarnos: ¿La publicidad nos muestra como somos o solo busca rentabilidad?

lunes, 15 de octubre de 2007

Alfonsina y el Mar. Ariel Ramírez y Félix Luna. Mercedes Sosa. Foto. JOP.



Por la blanda arena que lame el mar
Su pequeña huella no vuelve más,
Un sendero solo de pena y silencio llegó
Hasta el agua profunda,
Un sendero solo de penas mudas llegó
Hasta la espuma.

Sabe dios que angustia te acompañó
Que dolores viejos calló tu voz
Para recostarte arrullada en el canto
De las caracolas marinas
La canción que canta en el fondo oscuro del mar
La caracola.

Te vas Alfonsina con tu soledad
Qué poemas nuevos fuiste a buscar ...
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la esta llevando
Y te vas hacia allá como en sueños,
Dormida, Alfonsina, vestida de mar ...

Cinco sirenitas te llevarán
Por caminos de algas y de coral
Y fosforecentes caballos marinos harán
Una ronda a tu lado
Y los habitantes del agua van a jugar
Pronto a tu lado.

Bájame la lámpara un poco más
Dájame que duerma nodriza en paz
Y si llama él no le digas que estoy
Dile que Alfonsina no vuelve ...
Y si llama él no le digas nunca que estoy,
Di que me he ido ...

Te vas Alfonsina con tu soledad
Qué poemas nuevos fuiste a buscar ...
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la esta llevando
Y te vas hacia allá como en sueños,
Dormida, Alfonsina, vestida de mar ...

miércoles, 10 de octubre de 2007

Anónimo...

"Curiosa paradoja la de Occidente, que no puede conocer sin poseer y no puede poseer sin destruir".

viernes, 5 de octubre de 2007

Han muerto... y... JOP.

Han muerto en el jardín siete azucenas
y siete rosas abren sus pétalos de sangre.

Los jazmines anuncian estelas efímeras
entre enmarañados tréboles y campanitas azules.

Han muerto en el jardín siete días de aquel estío
y siete años de esperanza cayeron en el olvido.

Los colibríes anuncian andanadas invisibles
entre tallos, pistilos y nervaduras claras.

Han muerto esta mañana siete palabras
y siete oraciones trepan sin ímpetu ni sosobra.

Los estambres aguardan ansiosos el milagro
en los intersticios del bullicio invisible del ritual eterno.

Han muerto en el jardín la espera gris
y siete mil estrellas se abren a través de la nubes.

Los heraldos infinitos regresan en septiembre
acorralados por misterios y neblinas pasadas.

Han muerto... y...

miércoles, 3 de octubre de 2007

Ética para Amador. Fernando Savater. (fragmento)

¿Sabes cuál es la única obligación que tenemos en esta vida? Pues no ser imbéciles. La palabra «imbécil» es más sustanciosa de lo que parece, no te vayas a creer. Viene del latín baculus que significa «bastón»: el imbécil es el que necesita bastón para caminar. El imbécil puede ser todo lo ágil que se quiera y dar brincos como una gacela olímpica, no se trata de eso. Si el imbécil cojea no es de los pies, sino del ánimo: es su espíritu el debilucho y cojitranco, aunque su cuerpo pegue unas volteretas de órdago. Hay imbéciles de varios modelos, a elegir:
a) El que cree que no quiere nada, el que dice que todo le da igual, el que vive en un perpetuo bostezo o en siesta permanente, aunque tenga los ojos abiertos y no ronque.
b) El que cree que lo quiere todo, lo primero que se le presenta y lo contrario de lo que se le presenta: marcharse y quedarse, bailar y estar sentado, masticar ajos y dar besos sublimes, todo a la vez.
c) El que no sabe lo que quiere ni se molesta en averiguarlo. Imita los quereres de sus vecinos o les lleva la contraria porque sí, todo lo que hace está dictado por la opinión mayoritaria de los que le rodean: es conformista sin reflexión o rebelde sin causa.
d) El que sabe que quiere y sabe lo que quiere y, más o menos, sabe por qué lo quiere pero lo quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. A fin de cuentas, termina siempre haciendo lo que no quiere y dejando lo que quiere para mañana, a ver si entonces se encuentra más entonado.
e) El que quiere con fuerza y ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha engañado a sí mismo sobre lo que es la realidad, se despista enormemente y termina confundiendo la buena vida con aquello que va a hacerle polvo.
Todos estos tipos de imbecilidad necesitan bastón, es decir, necesitan apoyarse en cosas de fuera, ajenas, que no tienen nada que ver con la libertad y la reflexión propias.

Conclusión: ¡alerta! ¡en guardia!, ¡la imbecilidad acecha y no perdona!
Uno puede ser imbécil para las matemáticas (¡mea culpa!) y no serlo para la moral, es decir, para la buena vida. Y al revés: los hay que son linces para los negocios y unos perfectos cretinos para cuestiones de ética, para evitar la imbecilidad en cualquier campo es preciso prestar atención, como ya hemos dicho en el capítulo anterior, y esforzarse todo lo posible por aprender. En estos requisitos coinciden la física o la arqueología la ética. Pero el negocio de vivir bien no es lo mismo que el de saber cuánto son dos y dos. Saber cuánto son dos y dos es cosa preciosa, sin duda, pero al imbécil moral no es esa sabiduría la que puede librarle del gran batacazo.

Lo contrario de ser moralmente imbécil es tener conciencia. Pero la conciencia no es algo que le toque a uno en una tómbola ni que nos caiga del cielo. Por supuesto, hay que reconocer que ciertas personas tienen desde pequeñas mejor «oído» ético que otras y un «buen gusto» moral espontáneo, pero este, «oído» y ese «buen gusto» pueden afirmarse y desarrollarse con la práctica

Bueno, admito que para lograr tener conciencia hacen falta algunas cualidades innatas, como para apreciar la música o disfrutar con el arte. Y supongo que también serán favorables ciertos requisitos sociales y económicos pues a quien se ha visto desde la cuna privado de lo humanamente más necesario es difícil exigirle la misma facilidad para comprender lo de la buena vida que a los que tuvieron mejor suerte. Si nadie te trata como humano, no es raro que vayas a lo bestia... Pero una vez concedido ese mínimo, creo que el resto depende de la atención y esfuerzo de cada cual. La conciencia esta dentro de los siguientes rasgos:
a) Saber que no todo da igual porque queremos realmente vivir y además vivir bien, humanamente bien.
b) Estar dispuestos a fijarnos en si lo que hacemos corresponde a lo que de veras queremos o no.
c) A base de práctica, ir desarrollando el buen gusto moral de tal modo que haya ciertas cosas que nos repugne espontáneamente hacer.
d) Renunciar a buscar coartadas que disimulen que somos libres y por tanto razonablemente responsables de las consecuencias de nuestros actos.

Como verás, no invoco en estos rasgos descriptivos motivo diferente para preferir lo de aquí a lo de allá, la conciencia a la imbecilidad, que tu propio provecho. Por qué está mal lo que llamamos «malo»? Porque no le deja a uno vivir la buena vida que queremos. Por lo general la palabra «egoísmo» suele tener mala prensa: se llama «egoísta» a quien sólo piensa en sí mismo y no se preocupa por los demás, hasta el punto de fastidiarles tranquilamente si con ello obtiene algún beneficio.

Cuando se roba, ese algo (respeto, amistad, amor) pierde todo su buen gusto y a la larga se convierte en veneno. Los «egoístas» se parecen a esos concursantes del Un, dos, tres o de El precio justo que quieren conseguir el premio mayor pero se equivocan y piden la calabaza que no vale nada...

Sólo deberíamos llamar egoísta consecuente al que sabe de verdad lo que le conviene para vivir bien y se esfuerza por conseguirlo. El que se harta de todo lo que le sienta mal (odio, caprichos criminales, lentejas compradas a precio de lágrimas, etc.) en el fondo quisiera ser egoísta pero no sabe. Pertenece al gremio de los imbéciles y habría que recetarle un poco de conciencia para que se amase mejor a sí mismo.

Un trono no concede automáticamente ni amor ni respeto verdadero: sólo garantiza adulación temor y servilismo. Sobre todo cuando se consigue por medio de fechorías, como en el caso de Ricardo III. En vez de compensar de algún modo su deformación física Gloucester se deforma también por dentro. Ni de su joroba ni de su cojera tenía él la culpa, por lo que no había razón para avergonzarse de esas casualidades infortunadas: los que se rieran de él o le despreciaran por ellas son quienes hubieran debido avergonzarse. Por fuera los demás le veían contrahecho, pero él por dentro podía haberse sabido inteligente, generoso y digno de afecto; si se hubiera amado de verdad a sí mismo, debería haber intentado exteriorizar por medio de su conducta ese interior limpio y recto, su verdadero yo. Por el contrario, sus crímenes le convierten ante sus propios ojos (cuando se mira a sí mismo por dentro, allí donde nadie más que él es testigo) en un monstruo más repugnante que cualquier contrahecho físico. ¿Por qué? Porque de sus jorobas y cojeras morales es él mismo responsable, a diferencia de las otras que eran azares de la naturaleza. La corona manchada de traición y de sangre no le hace más amable, ni mucho menos: ahora se sabe menos digno de amor que nunca y ni él mismo se quiere ya.

palabras como «culpa» o «responsable». Suenan a lo que habitualmente se relaciona con la conciencia,. No me ha faltado más que mencionar el mas «feo» de esos títulos: remordimiento. Sin duda lo que amarga la existencia a Gloucester y no le deja disfrutar de su trono ni de su poder son ante todo los remordimientos de su conciencia. Y ahora yo te pregunto: ¿sabes de dónde vienen los remordimientos? En algunos casos, me dirás, son reflejos íntimos del miedo que sentimos ante el castigo que puede merecer nuestro mal comportamiento. Fíjate: uno puede lamentar haber obrado mal aunque esté razonablemente seguro de que nada ni nadie va a tomar represalias contra él. Y es que, al actuar mal y darnos cuenta de ello comprendemos que ya estamos siendo castigados, que nos hemos estropeado a nosotros mismos voluntariamente. No hay peor castigo que darse cuenta de que uno está boicoteando con sus actos lo que en realidad quiere ser...

¿Que de dónde vienen los remordimientos? Para mí está muy claro: de nuestra libertad. Si no fuésemos libres, no podríamos sentirnos culpables (ni orgullosos, claro) de nada y evitaríamos los remordimientos. Por eso cuando sabemos que hemos hecho algo vergonzoso procuramos asegurar que no tuvimos otro remedio que obrar así, que no pudimos elegir: «yo cumplí órdenes de mis superiores», «vi que todo el mundo hacía lo mismo», «perdí la cabeza», «es más fuerte que yo», «no me di cuenta de lo que hacía», etcétera. Del mismo modo el niño pequeño, cuando se cae al suelo y se rompe el tarro de mermelada que intentaba coger de lo alto de la estantería, grita lloroso: «¡Yo no he sido!» Lo grita precisamente porque sabe que ha sido él; si no fuera así, ni se molestaría en decir nada y quizá hasta se riese y todo. En cambio, si ha dibujado algo muy bonito en seguida proclamará: «¡Lo he hecho yo solito, nadie me ha ayudado!» Del mismo modo, ya mayores, queremos siempre ser libres para atribuirnos el mérito de lo que logramos pero preferimos confesarnos «esclavos de las circunstancias» cuando nuestros actos no son precisamente gloriosos.

Y lo serio de la libertad es que tiene efectos indudables, que no se pueden borrar a conveniencia una vez producidos. Lo serio de la libertad es que cada acto libre que hago limita mis posibilidades al elegir y realizar una de ellas. Y no vale la trampa de esperar a ver si el resultado es bueno o malo antes de asumir si soy o no su responsable. Quizá pueda engañar al observador de fuera, como pretende el niño que dice «¡yo no he sido!», pero a mí mismo nunca me puedo engañar del todo.

De modo que lo que llamamos «remordimiento» no es más que el descontento que sentimos con nosotros mismos cuando hemos empleado mal la libertad, es decir, cuando la hemos utilizado en contradicción con lo que de veras queremos como seres humanos. Y Ser responsable es saberse auténticamente libre, para bien y para mal: apechugar con las consecuencias de lo que hemos hecho, enmendar lo malo que pueda enmendarse y aprovechar al máximo lo bueno. El mundo que nos rodea, si te fijas, está lleno de ofrecimiento para descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. La culpa de lo malo que sucede parece ser de las circunstancias, de la sociedad en la que vivimos, del sistema capitalista, del carácter que tengo no me educaron bien, de los anuncios de la tele, de las tentaciones que se ofrecen en los escaparates, de los ejemplos irresistibles y perniciosos... Acabo de usar la palabra clave de estas justificaciones: irresistible. Todos los que quieren dimitir de su responsabilidad creen en lo irresistible, aquello que avasalla sin remedio, sea propaganda, droga, apetito, soborno, amenaza, forma de ser... lo que salte. Los partidarios del autoritarismo creen firmemente en lo irresistible y sostienen que es necesario prohibir todo lo que puede resultar avasallador

Un gran poeta y narrador argentino, Jorge Luis Borges, hace al principio de uno de sus cuentos la siguiente reflexión sobre cierto antepasado suyo: «Le tocaron, como a todos los hombres malos tiempos en que vivir.» En efecto, nadie ha vivido nunca en tiempos completamente favorables, en los que resulte sencillo ser hombre y llevar una buena vida. Siempre ha habido violencia, rapiña, cobardía, imbecilidad (moral y de la otra), mentiras aceptadas como verdades porque son agradables de oír... A nadie se le regala la buena vida humana ni nadie consigue lo conveniente para él sin coraje y sin esfuerzo: por eso virtud deriva etimológicamente de vir, la fuerza viril del guerrero que se impone en el combate contra la mayoría. amaciones.

El meollo de la responsabilidad, por si te interesa saberlo, no consiste simplemente en tener la gallardía o la honradez de asumir las propias meteduras de pata sin buscar excusas a derecha e izquierda. El tipo responsable es; consciente de lo real de su libertad. Y empleo «real» en el doble sentido de «auténtico» o «verdadero» pero también de «propio de un rey»: el que toma decisiones sin que nadie por encima suyo le dé órdenes. Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo, me va definiendo, me va inventando. Al elegir lo que quiero hacer voy transformándome poco a poco. Todas mis decisiones dejan huella en mí mismo antes de dejarla en el mundo que me rodea.