viernes, 28 de diciembre de 2007
sábado, 22 de diciembre de 2007
sábado, 15 de diciembre de 2007
domingo, 9 de diciembre de 2007
viernes, 30 de noviembre de 2007
Después de la tormenta... (poner JOP, es una obviedad).
"Este es MI camino. Así respondo yo a los que preguntan por EL camino. EL camino, en efecto, no existe."
La respuesta del Zaratustra de Nietzsche (¡siempre Nietzsche!) para responder contra la moral normativizadora, pero también, una respuesta que alcanza al sujeto en las circunstancias de su devenir; de su mera existencia individual.
Nietzsche; ese ser atormentado y genial, solitario e hipocondríaco, lúcido como pocos y rebelde como ninguno, eligió un camino, propio, que nadie pudo seguir porque era único. Se internó en el intelecto pero no para escaparle a la emoción porque él clamaba por el regreso y la necesidad de la emoción que la tradición filosófica había expulsado con la división cuerpo alma; con la exacerbación de la razón*.
Eligió, de eso se trataba, y al hacerlo rompió con la tradición y los esquemas. Y esa decisión tuvo un costo, la expulsión y el aislamiento. Ser diferente siempre aleja de las multitudes. Por eso se decía a sí mismo un filósofo del futuro. Emociona leerlo: "Hay quien nace póstumo".
Por eso siempre su legado es pertinente. Porque enseñó en acto, con sus propias acciones aquello con lo que martillaba a la humanidad. Y saberlo Humano, demasiado humano, es el modo que prefirió para hacernos llegar la calma pero también la inquietud.
Él eligió y mostró en acto –insisto-, que esas decisiones cambian el rumbo pero que, más allá del resultado, bajo la premisa fundamental de la responsabilidad por los actos, constituye un destino, un devenir, pero propio y voluntario.
Por eso, la pregunta clamada por todos referente al fin, sobre qué hay allí, en los confines del derrotero, se torna misteriosa y profunda, sencillamente, porque la respuesta ansiada no existe. No existe en los términos en que se formula el interrogante. No por nada Machado escribió para que se cantara su caminante no hay camino…
No hay respuestas para el destino ni para los finales; ni para el mientras tanto ni para los límites. No las hay para el más aquí ni para el más allá. Simplemente porque no existen tales cosas. Existe el sueño profundo de la religión y los dogmas, pero eso es otra cosa. Simplemente existe el devenir y la aceptación de haber elegido un camino u otro; una bifurcación o la línea recta, el sí o el no.
Aceptación; una palabra simple y sin embargo, difícil de asir tantas veces. Y sin embargo, la única maniobra posible en el final.
La respuesta del Zaratustra de Nietzsche (¡siempre Nietzsche!) para responder contra la moral normativizadora, pero también, una respuesta que alcanza al sujeto en las circunstancias de su devenir; de su mera existencia individual.
Nietzsche; ese ser atormentado y genial, solitario e hipocondríaco, lúcido como pocos y rebelde como ninguno, eligió un camino, propio, que nadie pudo seguir porque era único. Se internó en el intelecto pero no para escaparle a la emoción porque él clamaba por el regreso y la necesidad de la emoción que la tradición filosófica había expulsado con la división cuerpo alma; con la exacerbación de la razón*.
Eligió, de eso se trataba, y al hacerlo rompió con la tradición y los esquemas. Y esa decisión tuvo un costo, la expulsión y el aislamiento. Ser diferente siempre aleja de las multitudes. Por eso se decía a sí mismo un filósofo del futuro. Emociona leerlo: "Hay quien nace póstumo".
Por eso siempre su legado es pertinente. Porque enseñó en acto, con sus propias acciones aquello con lo que martillaba a la humanidad. Y saberlo Humano, demasiado humano, es el modo que prefirió para hacernos llegar la calma pero también la inquietud.
Él eligió y mostró en acto –insisto-, que esas decisiones cambian el rumbo pero que, más allá del resultado, bajo la premisa fundamental de la responsabilidad por los actos, constituye un destino, un devenir, pero propio y voluntario.
Por eso, la pregunta clamada por todos referente al fin, sobre qué hay allí, en los confines del derrotero, se torna misteriosa y profunda, sencillamente, porque la respuesta ansiada no existe. No existe en los términos en que se formula el interrogante. No por nada Machado escribió para que se cantara su caminante no hay camino…
No hay respuestas para el destino ni para los finales; ni para el mientras tanto ni para los límites. No las hay para el más aquí ni para el más allá. Simplemente porque no existen tales cosas. Existe el sueño profundo de la religión y los dogmas, pero eso es otra cosa. Simplemente existe el devenir y la aceptación de haber elegido un camino u otro; una bifurcación o la línea recta, el sí o el no.
Aceptación; una palabra simple y sin embargo, difícil de asir tantas veces. Y sin embargo, la única maniobra posible en el final.
* "En otro tiempo, en la conciencia del hombre, en el espíritu, se
columbraba la prueba de su alto origen, de su divinidad; para hacer
perfecto al hombre se le aconsejó que ocultara en si los sentidos lo
mismo que las tortugas, que suspendiera sus relaciones con los
hombres, que depusiera la envoltura mortal; entonces habría quedado
de él lo principal: el espíritu puro. También sobre este punto pensamos
nosotros mejor; el ser consciente, el espíritu, es considerado por
nosotros precisamente como síntoma de una relativa imperfección del
organismo, como un intentar, un tentar, un fallar; como una fatiga en la
que se gasta inútilmente mucha fuerza nerviosa; nosotros queremos
que una cosa cualquiera pueda ser hecha de modo perfecto hasta
cuando es hecha conscientemente. El espíritu puro es una pura
impertinencia: si quitamos de la cuenta el sistema nervioso y los
sentidos, la envoltura mortal, erramos el cálculo, pues no queda nada."
El Anticristo. Friedrich Nietzsche.
columbraba la prueba de su alto origen, de su divinidad; para hacer
perfecto al hombre se le aconsejó que ocultara en si los sentidos lo
mismo que las tortugas, que suspendiera sus relaciones con los
hombres, que depusiera la envoltura mortal; entonces habría quedado
de él lo principal: el espíritu puro. También sobre este punto pensamos
nosotros mejor; el ser consciente, el espíritu, es considerado por
nosotros precisamente como síntoma de una relativa imperfección del
organismo, como un intentar, un tentar, un fallar; como una fatiga en la
que se gasta inútilmente mucha fuerza nerviosa; nosotros queremos
que una cosa cualquiera pueda ser hecha de modo perfecto hasta
cuando es hecha conscientemente. El espíritu puro es una pura
impertinencia: si quitamos de la cuenta el sistema nervioso y los
sentidos, la envoltura mortal, erramos el cálculo, pues no queda nada."
El Anticristo. Friedrich Nietzsche.
sábado, 24 de noviembre de 2007
Volver...
Carmen Maura y Penélope Cruz, madre a hija, fantasma y presencia de un pasado que retorna en silencios, aromas, ausencias y esperanzas. Un mundo sencillo y complejo, superficial y profundo, poblado de sentimientos humanos. Y Almodóvar con el color, la poesía y la intensidad de quien ha mirado y sigue mirando en el alma humana y muestra a quien quiera y pueda mirar, el conflicto de la materia arrojada al vértigo de los interrogantes en el momento en que comenzó a pensarse a sí misma en el océano de tiempo.
jueves, 22 de noviembre de 2007
martes, 20 de noviembre de 2007
lunes, 19 de noviembre de 2007
jueves, 15 de noviembre de 2007
Espacio para el entusiasmo. JOP.
No hay espacio para el entusiasmo, se dijo con firmeza y se calzó la mochila sobre el hombro derecho mientras acomodó su cabello por última vez frente al espejo del living.
La mañana tenía un brillo glaciar y el sol explotaba en el horizonte confuso detrás de los edificios. Martín salió a la calle con el paso acelerado y tardó unos cuantos metros en darse cuenta de que el apuro que llevaba estaba ligado más a una ansiedad contenida que a la necesidad de llegar a horario a alguna parte. Pero ese pensamiento fue un relámpago que se diseminó por su cerebro y todo continuó en la misma velocidad inercial del comienzo.
En la esquina se topó con la vecina del segundo "A", la que siempre que lo encontraba, le prodigaba un jugoso beso y una sonrisa interminable y lo entretenía contándole no sé qué nueva experiencia o emprendimiento laboral, como si de lo que se tratara en realidad en aquellos furtivos encuentros, fuera de rendir algún examen de aptitud en un concurso de postulantes entre un conjunto despiadado de féminas desesperadas por conseguir pretendiente. Aquella vez aprovechó la ocasión para entregarle una tarjeta con sus datos personales -entiéndanse: teléfonos particular y celular, domicilio, etc.-, con la excusa de promocionar un evento en el que oficiaba de organizadora general y al que compulsivamente lo invitaba. “No voy a aceptar que no vengas”, le dijo con la mirada edulcorada y la voz empastada por la miel de los calores que abrigaba. Martín asintió y pensó un instante en lo entreverado de aquella expresión y, como vio de reojo que el colectivo estaba llegando a la parada, se despidió con un gesto de la mano y corrió hasta la esquina.
No hay espacio para el entusiasmo, se dijo. Ni para el entusiasmo ni para nadie más en este colectivo, pareció decirle una señora gorda que intentaba agarrarse del pasamanos ubicado sobre su elevado peinado. Martín se deslizó como pudo hasta el fondo donde encontró un minúsculo recoveco donde depositar su fibrosa humanidad. Sentados delante de él, una joven mamá amamantaba a su hambriento crío, el que devoraba el enorme pezón derecho de su progenitora con una voracidad tal que empujó a Martín a recordar aquél fresco que había visto alguna vez en algún manual de escuela primaria, donde podían verse a los primitivos primates antecesores de nuestra especie lanzados a la enfervorizada caza de una presa asustada. A un lado, una señora vestida con un elegante trajecito color natural y anteojos negros que miraba distraída por la ventana. Del otro, un señor de unos cincuenta y pico vestido con traje azul profundo, camisa blanca y corbata al tono, escrutando una revista deportiva como quien examina a un paciente terminal. Por qué nadie abre una ventanilla, pensó Martín con el poco oxígeno que le llegaba al lóbulo occipital.
Sólo cuando el colectivo dio un brusco giro notó que detrás suyo también se había ubicado un prójimo. Es que cuando el chofer dio aquél volantazo y todos los pasajeros se derramaron sobre uno de los costados del bólido, Martín notó la presencia cálida de aquél cuerpo firme y exuberante que estaba detrás de él. Con disimulo miró por arriba de su hombro izquierdo como queriendo constatar la altura de la avenida por la que se desplazaban y pudo verlo mejor. Un muchacho de unos 25 o 26 años, cabello castaño, ojos marrones claros y rasgados, el rostro anguloso y delgado y la piel suave y morena, de esas que sólo se consiguen gracias a la bendita combinación del nativo con el producto de la inmigración europea de principios del siglo XX. Lo demás que pudo observar en el rápido golpe de vista fue que tenía puesto los auriculares de algún reproductor multimedia y llevaba una remera ajustada color marrón claro con la inscripción “I’m the best” en finas letras góticas blancas. El mejor de los mejores, pensó Martín, asintiendo con una discreta sonrisa mientras volvió la vista al frente. Esta vez el bamboleo indeseado se debió a una brusca frenada que impulsó al susodicho a apretarse contra la espalda de Martín, quien sintió aquello más como un abrazo que como un empujón. Disculpame, le dijo una voz viril por detrás de la nuca. No es nada, respondió Martín girando la cabeza y quedando frente a los labios carnosos de aquel Mariano, Sebastián, Nahuel, Diego, Ezequiel, Nehuen… siguió especulando Martín. Permiso, bajo en la próxima, dijo la señora de cabellera elevada mientras arrastraba a varios pasajeros hacia la puerta trasera, lo que obligó al fulano a apretarse nuevamente contra Martín quien no había vuelto la cabeza y recién en ese momento se percató de que se había quedado mirándolo. Fue ahí cuando vino a su memoria aquella frase que una vez le había espetado su amigo Jorge, haciendo gala de la superioridad en años y experiencias: “Los levantes que suceden en los colectivos son los mejores. Son imprevistos y directos”.
Para esa altura de los acontecimientos Martín se había dado cuenta de que ya habían pasado varias cuadras del lugar donde debía bajarse pero no le importó. Había tomado una decisión y entonces supo que todavía había lugar para entusiasmarse.
La mañana tenía un brillo glaciar y el sol explotaba en el horizonte confuso detrás de los edificios. Martín salió a la calle con el paso acelerado y tardó unos cuantos metros en darse cuenta de que el apuro que llevaba estaba ligado más a una ansiedad contenida que a la necesidad de llegar a horario a alguna parte. Pero ese pensamiento fue un relámpago que se diseminó por su cerebro y todo continuó en la misma velocidad inercial del comienzo.
En la esquina se topó con la vecina del segundo "A", la que siempre que lo encontraba, le prodigaba un jugoso beso y una sonrisa interminable y lo entretenía contándole no sé qué nueva experiencia o emprendimiento laboral, como si de lo que se tratara en realidad en aquellos furtivos encuentros, fuera de rendir algún examen de aptitud en un concurso de postulantes entre un conjunto despiadado de féminas desesperadas por conseguir pretendiente. Aquella vez aprovechó la ocasión para entregarle una tarjeta con sus datos personales -entiéndanse: teléfonos particular y celular, domicilio, etc.-, con la excusa de promocionar un evento en el que oficiaba de organizadora general y al que compulsivamente lo invitaba. “No voy a aceptar que no vengas”, le dijo con la mirada edulcorada y la voz empastada por la miel de los calores que abrigaba. Martín asintió y pensó un instante en lo entreverado de aquella expresión y, como vio de reojo que el colectivo estaba llegando a la parada, se despidió con un gesto de la mano y corrió hasta la esquina.
No hay espacio para el entusiasmo, se dijo. Ni para el entusiasmo ni para nadie más en este colectivo, pareció decirle una señora gorda que intentaba agarrarse del pasamanos ubicado sobre su elevado peinado. Martín se deslizó como pudo hasta el fondo donde encontró un minúsculo recoveco donde depositar su fibrosa humanidad. Sentados delante de él, una joven mamá amamantaba a su hambriento crío, el que devoraba el enorme pezón derecho de su progenitora con una voracidad tal que empujó a Martín a recordar aquél fresco que había visto alguna vez en algún manual de escuela primaria, donde podían verse a los primitivos primates antecesores de nuestra especie lanzados a la enfervorizada caza de una presa asustada. A un lado, una señora vestida con un elegante trajecito color natural y anteojos negros que miraba distraída por la ventana. Del otro, un señor de unos cincuenta y pico vestido con traje azul profundo, camisa blanca y corbata al tono, escrutando una revista deportiva como quien examina a un paciente terminal. Por qué nadie abre una ventanilla, pensó Martín con el poco oxígeno que le llegaba al lóbulo occipital.
Sólo cuando el colectivo dio un brusco giro notó que detrás suyo también se había ubicado un prójimo. Es que cuando el chofer dio aquél volantazo y todos los pasajeros se derramaron sobre uno de los costados del bólido, Martín notó la presencia cálida de aquél cuerpo firme y exuberante que estaba detrás de él. Con disimulo miró por arriba de su hombro izquierdo como queriendo constatar la altura de la avenida por la que se desplazaban y pudo verlo mejor. Un muchacho de unos 25 o 26 años, cabello castaño, ojos marrones claros y rasgados, el rostro anguloso y delgado y la piel suave y morena, de esas que sólo se consiguen gracias a la bendita combinación del nativo con el producto de la inmigración europea de principios del siglo XX. Lo demás que pudo observar en el rápido golpe de vista fue que tenía puesto los auriculares de algún reproductor multimedia y llevaba una remera ajustada color marrón claro con la inscripción “I’m the best” en finas letras góticas blancas. El mejor de los mejores, pensó Martín, asintiendo con una discreta sonrisa mientras volvió la vista al frente. Esta vez el bamboleo indeseado se debió a una brusca frenada que impulsó al susodicho a apretarse contra la espalda de Martín, quien sintió aquello más como un abrazo que como un empujón. Disculpame, le dijo una voz viril por detrás de la nuca. No es nada, respondió Martín girando la cabeza y quedando frente a los labios carnosos de aquel Mariano, Sebastián, Nahuel, Diego, Ezequiel, Nehuen… siguió especulando Martín. Permiso, bajo en la próxima, dijo la señora de cabellera elevada mientras arrastraba a varios pasajeros hacia la puerta trasera, lo que obligó al fulano a apretarse nuevamente contra Martín quien no había vuelto la cabeza y recién en ese momento se percató de que se había quedado mirándolo. Fue ahí cuando vino a su memoria aquella frase que una vez le había espetado su amigo Jorge, haciendo gala de la superioridad en años y experiencias: “Los levantes que suceden en los colectivos son los mejores. Son imprevistos y directos”.
Para esa altura de los acontecimientos Martín se había dado cuenta de que ya habían pasado varias cuadras del lugar donde debía bajarse pero no le importó. Había tomado una decisión y entonces supo que todavía había lugar para entusiasmarse.
lunes, 12 de noviembre de 2007
Pequeñas diferencias. Eduardo Aliverti. (O lo que se viene, en mis términos).
Es casi imposible sustraerse al impacto que, a todo nivel, produce el descubrimiento brasileño de un yacimiento petrolífero gigantesco, a siete mil metros de profundidad en el mar, frente a San Pablo. Y no contrastar esa noticia con las chiquilinadas que se suceden no muchos kilómetros más abajo.
A esta altura del anuncio no tiene mayor objeto insistir con los números que ya fueron difundidos, y que colocan a Brasil como uno de los países con mayores reservas en el mundo. Sí lo tiene, en cambio, subrayar un aspecto del que algunos (muchos, demasiados) colegas y analistas parecen haberse acordado un tanto tarde: los brasileños tuvieron y tienen una política de Estado, a resguardo de cambios administrativos; no privatizaron el manejo de sus recursos clave, y demostraron que pueden ser (y son) tanto una clase dominante tenebrosa como una clase dirigente de inmensa proyección estratégica. Si acaso, aunque no debería, parece o suena como un conjunto de definiciones grandilocuentes e imprecisas, vamos más negro sobre blanco todavía: son un país tan socialmente injusto como ninguno en el mundo, conservan relaciones de esclavitud y la crema de su burguesía paulista es, también, tan feroz como ninguna; pero dentro de la inmovilidad de su movilidad, como definió hace unos días Toni Negri en entrevista publicada por este diario, son en extremo sobresalientes por su capacidad de acumulación, apropiación y dirección conceptual de grandes líneas de desarrollo. Allí seguirán sus favelas descomunales, su narcotráfico distributivo entre la miseria, su corrupción mais grande do mundo, sus salvajes oligopolios de prensa escrita y audiovisual que ponen y sacan presidente, su violencia, sus desequilibrios sociales peores que los africanos. Quizá nadie debería apostar una moneda a que algo de eso vaya a cambiar. Pero podría jugarse décuplo contra sencillo a que, sin desconsiderar el tamaño natural de su economía de país-continente, con 8 millones y medio de kilómetros cuadrados de superficie y 180 millones de habitantes, son unos capitalistas que para la media de la región, por derecha, tienen otra cosa en la cabeza. Por la derecha ellos y por la izquierda Chávez, digamos.
Comparar esa cota y ese horizonte con los de la matriz dirigente argentina da pavura. El gigantesco yacimiento descubierto por los brasileños, con mil millones de dólares de inversión estatal sólo para esa área marítima, no deja de ser un punto ecuménico de una ofensiva que, respecto de Argentina, supone estar quedándose con frigoríficos, alimenticias, cementeras, estimulado todo por un agresivo apoyo crediticio del mismo Estado. Una cadena de integración productiva, para satisfacer el consumo interno y la exportación inter y extra bloque, que revela la condición de Brasil como líder natural y operativo concreto. China, India y ellos ya fueron previstos hace rato como la avanzada incontenible de los llamados países emergentes. Argentina, desde ya, no tiene condiciones de simetría económica para ser imaginada en un lote como ése, pero sí recursos de sobra como para aspirar al abandono de su papel productivo casi exclusivamente centrado en materias primas sin valor agregado. Sin dejar de aprovechar la etapa internacional excepcionalmente favorable para aquello que produce, si hay algo que no se advierte es quiénes piensan aquí más allá de la instancia, aunque sin perjuicio de tener en cuenta que aún está saliéndose de la crisis económica más grave de la historia.
Es complicado no oponer esa noticia con la otra que, también desde la región, comienza a despertar, por vía del asombro, algún interés internacional. La escalada diplomática con Uruguay alcanzó en las últimas horas picos desconocidos, que son susceptibles de ocultar lo importante. El Gobierno argentino carga con una muy buena parte de responsabilidad en el conflicto, tras haber alargado el camino sin retorno de alentar la ebullición en Gualeguaychú cuando, desde el comienzo, sabía que el funcionamiento de Botnia era irreversible. Intentó abrir una puerta mediante las declaraciones de la presidenta electa, apuntadas al control de la contaminación y a la necesidad de preservar el diálogo bilateral. Y de manera insólita, sólo encuadrable como ínfulas de un compadrito que queda preso de su propia inercia, el presidente uruguayo contestó a ese guiño ordenando que la pastera comenzara a echar humo, nada menos que en medio de una cumbre de jefes de Estado que incluía al argentino y al monarca convocado para gestionar una salida. Para el tipo de marco y enfrentamiento de que se trata, debe haber pocos antecedentes, si es que los hay, de una bravata semejante.
Las decisiones y gestos “personales”, sin embargo, que hoy son la inconcebible actitud del mandatario uruguayo, y ayer la del argentino encabezando en el puente una manifestación oficial que sólo podía ser interpretada en la otra orilla como nafta sobre el fuego, no deberían ser comprendidos –solamente, por lo menos– desde la lógica del arrebato demagógico. A un lado y a otro, lo que esconde esta suma increíble de desaciertos y bravuconadas es la incapacidad para concebir y ejecutar una política de desarrollo con soberanía regional, articulada con las necesidades populares. Uruguay tiene el derecho histórico de sentirse ninguneado por los grandotes del barrio, pero debió tener el deber de forzar alguna idea de progreso superadora de plantar arbolitos (y por casa soja) para terminar en brazos multinacionales que, contaminación o discursos patrióticos al margen, se llevan casi toda la torta del negocio. Y Argentina paga el costo del ninguneo al vecino que pegó el grito, sobrellevando además la dudosa autoridad moral de cuestionar la planta de Botnia cuando en su territorio sobreabundan emprendimientos y fábricas de parecido, igual o peor riesgo, o concreción, contaminante. ¿Las cosas habrían sido diferentes si hubiera habido un modelo de articulación económica entre ambos países, basado en acuerdos equilibrados de desarrollo mutuo? ¿Se habría evitado Botnia? Imposible saberlo, pero seguramente el clima de la relación bilateral habría impedido llegar a estos extremos de desplantes casi surrealistas. Porque, fútbol aparte, hablar de un enfrentamiento argentino-uruguayo en términos filobelicistas y de ruptura de relaciones suena a eso, a surrealismo.
Dos noticias y una misma enseñanza, a propósito de qué ocurre cuando unos se dedican a lo estructural y otros a lo que venga.
Artículo publicado en Página 12 del lunes 12 de noviembre de 2007.
A esta altura del anuncio no tiene mayor objeto insistir con los números que ya fueron difundidos, y que colocan a Brasil como uno de los países con mayores reservas en el mundo. Sí lo tiene, en cambio, subrayar un aspecto del que algunos (muchos, demasiados) colegas y analistas parecen haberse acordado un tanto tarde: los brasileños tuvieron y tienen una política de Estado, a resguardo de cambios administrativos; no privatizaron el manejo de sus recursos clave, y demostraron que pueden ser (y son) tanto una clase dominante tenebrosa como una clase dirigente de inmensa proyección estratégica. Si acaso, aunque no debería, parece o suena como un conjunto de definiciones grandilocuentes e imprecisas, vamos más negro sobre blanco todavía: son un país tan socialmente injusto como ninguno en el mundo, conservan relaciones de esclavitud y la crema de su burguesía paulista es, también, tan feroz como ninguna; pero dentro de la inmovilidad de su movilidad, como definió hace unos días Toni Negri en entrevista publicada por este diario, son en extremo sobresalientes por su capacidad de acumulación, apropiación y dirección conceptual de grandes líneas de desarrollo. Allí seguirán sus favelas descomunales, su narcotráfico distributivo entre la miseria, su corrupción mais grande do mundo, sus salvajes oligopolios de prensa escrita y audiovisual que ponen y sacan presidente, su violencia, sus desequilibrios sociales peores que los africanos. Quizá nadie debería apostar una moneda a que algo de eso vaya a cambiar. Pero podría jugarse décuplo contra sencillo a que, sin desconsiderar el tamaño natural de su economía de país-continente, con 8 millones y medio de kilómetros cuadrados de superficie y 180 millones de habitantes, son unos capitalistas que para la media de la región, por derecha, tienen otra cosa en la cabeza. Por la derecha ellos y por la izquierda Chávez, digamos.
Comparar esa cota y ese horizonte con los de la matriz dirigente argentina da pavura. El gigantesco yacimiento descubierto por los brasileños, con mil millones de dólares de inversión estatal sólo para esa área marítima, no deja de ser un punto ecuménico de una ofensiva que, respecto de Argentina, supone estar quedándose con frigoríficos, alimenticias, cementeras, estimulado todo por un agresivo apoyo crediticio del mismo Estado. Una cadena de integración productiva, para satisfacer el consumo interno y la exportación inter y extra bloque, que revela la condición de Brasil como líder natural y operativo concreto. China, India y ellos ya fueron previstos hace rato como la avanzada incontenible de los llamados países emergentes. Argentina, desde ya, no tiene condiciones de simetría económica para ser imaginada en un lote como ése, pero sí recursos de sobra como para aspirar al abandono de su papel productivo casi exclusivamente centrado en materias primas sin valor agregado. Sin dejar de aprovechar la etapa internacional excepcionalmente favorable para aquello que produce, si hay algo que no se advierte es quiénes piensan aquí más allá de la instancia, aunque sin perjuicio de tener en cuenta que aún está saliéndose de la crisis económica más grave de la historia.
Es complicado no oponer esa noticia con la otra que, también desde la región, comienza a despertar, por vía del asombro, algún interés internacional. La escalada diplomática con Uruguay alcanzó en las últimas horas picos desconocidos, que son susceptibles de ocultar lo importante. El Gobierno argentino carga con una muy buena parte de responsabilidad en el conflicto, tras haber alargado el camino sin retorno de alentar la ebullición en Gualeguaychú cuando, desde el comienzo, sabía que el funcionamiento de Botnia era irreversible. Intentó abrir una puerta mediante las declaraciones de la presidenta electa, apuntadas al control de la contaminación y a la necesidad de preservar el diálogo bilateral. Y de manera insólita, sólo encuadrable como ínfulas de un compadrito que queda preso de su propia inercia, el presidente uruguayo contestó a ese guiño ordenando que la pastera comenzara a echar humo, nada menos que en medio de una cumbre de jefes de Estado que incluía al argentino y al monarca convocado para gestionar una salida. Para el tipo de marco y enfrentamiento de que se trata, debe haber pocos antecedentes, si es que los hay, de una bravata semejante.
Las decisiones y gestos “personales”, sin embargo, que hoy son la inconcebible actitud del mandatario uruguayo, y ayer la del argentino encabezando en el puente una manifestación oficial que sólo podía ser interpretada en la otra orilla como nafta sobre el fuego, no deberían ser comprendidos –solamente, por lo menos– desde la lógica del arrebato demagógico. A un lado y a otro, lo que esconde esta suma increíble de desaciertos y bravuconadas es la incapacidad para concebir y ejecutar una política de desarrollo con soberanía regional, articulada con las necesidades populares. Uruguay tiene el derecho histórico de sentirse ninguneado por los grandotes del barrio, pero debió tener el deber de forzar alguna idea de progreso superadora de plantar arbolitos (y por casa soja) para terminar en brazos multinacionales que, contaminación o discursos patrióticos al margen, se llevan casi toda la torta del negocio. Y Argentina paga el costo del ninguneo al vecino que pegó el grito, sobrellevando además la dudosa autoridad moral de cuestionar la planta de Botnia cuando en su territorio sobreabundan emprendimientos y fábricas de parecido, igual o peor riesgo, o concreción, contaminante. ¿Las cosas habrían sido diferentes si hubiera habido un modelo de articulación económica entre ambos países, basado en acuerdos equilibrados de desarrollo mutuo? ¿Se habría evitado Botnia? Imposible saberlo, pero seguramente el clima de la relación bilateral habría impedido llegar a estos extremos de desplantes casi surrealistas. Porque, fútbol aparte, hablar de un enfrentamiento argentino-uruguayo en términos filobelicistas y de ruptura de relaciones suena a eso, a surrealismo.
Dos noticias y una misma enseñanza, a propósito de qué ocurre cuando unos se dedican a lo estructural y otros a lo que venga.
Artículo publicado en Página 12 del lunes 12 de noviembre de 2007.
sábado, 10 de noviembre de 2007
lunes, 5 de noviembre de 2007
Nietzsche y el Nihilismo. Albert Camus.
"Negamos a Dios, negamos la responsabilidad de Dios; solamente así liberaremos al mundo". Con Nietzsche, el nihilismo parece hacerse profético. Pero no se puede sacar de Nietzsche sino la crueldad baja y mediocre que él odiaba con todas sus fuerzas, mientras no se ponga en el primer plano de su obra, mucho antes que al profeta, al clínico. El carácter provisional, metódico, estratégico, en una palabra, de su pensamiento, no puede ser puesto en duda. En él el nihilismo, por primera vez, se hace conciente. Los cirujanos tienen en común con los profetas que piensan y operan en función del porvenir. Nietzsche no pensó nunca sino en función de un apocalipsis futuro, no para ensalzarlo, pues adivinaba el aspecto sórdido y calculador que ese apocalipsis tomaría al final, sino para evitarlo y trasformarlo en renacimiento. Reconoció el nihilismo y lo examinó como un hecho clínico. Se decía el primer nihilista cabal de Europa. No por gusto, sino por disposición, y porque era demasiado grande para rechazar la herencia de su época. Diagnosticó en sí mismo y en los otros la imposibilidad de creer y la desaparición del fundamento primitivo de toda su fe, es decir, la creencia en la vida. El "¿se puede vivir en rebelión?" se convierte en el "¿se puede vivir sin creer en nada?" Su respuesta es positiva. Sí , si se hace de la falta de fe un método, si se lleva al nihilismo hasta su últimas consecuencias y si, desembocando entonces en el desierto y confiando en lo que va a venir, se siente en ese mismo movimiento primitivo dolor y alegría.
[...] La vocación superior de Nietzsche si le creemos, consiste en provocar una especie de crisis y de detención decisiva en el problema del ateismo. El mundo marcha a la aventura, no tiene finalidad. Dios es, por lo tanto, inútil, puesto que nada quiere. Si quisiera algo, y en eso se reconoce la formulación tradicional del problema del mal, tendría que asumir "una suma de dolor y de ilogismo que rebajaría el valor total del devenir". Se sabe que Nietzsche envidiaba públicamente a Stendhal su fórmula: "La única excusa de Dios es que no existe". Al estar privado de la voluntad divina, el mundo está privado igualmente de unidad y de finalidad, por eso no se puede juzgar al mundo. Todo juicio de valor acerca de él lleva finalmente a la calumnia de la vida. Se juzga entonces lo que es por referencia a lo que debería ser, reino del cielo, ideas eternas o imperativo moral. Pero lo que debería ser no es; este mundo no puede ser juzgado en nombre de nada. [...] La conducta moral, tal como la ilustró Sócrates, o tal como la recomienda el cristianismo, es en sí misma un signo de decadencia. Quiere sustituir al hombre de carne por un hombre reflejo. Condena el universo de las pasiones y los gritos en nombre de un mundo armonioso completamente imaginario. Si el nihilismo es la impotencia para creer, su síntoma más grave no se encuentra en el ateismo, sino en la impotencia para creer lo que es, para ver lo que se hace, para vivir lo que se ofrece. Esta enfermedad está en la base de todo idealismo. La moral no tiene fe en el mundo. La verdadera moral, para Nietzsche, no se separa de la lucidez. Es severo con los "calumniadores del mundo" porque descubre en esa calumnia la vergonzosa inclinación a la evasión. La moral tradicional no se para él sino un caso especial de inmoralidad. "Es el bien -dice- el que necesita que lo justifiquen". Y también: "Un día se dejará de hacer el bien por razones morales".
[...] Con él, la rebelión parte del "Dios ha muerto" al que considera como un hecho establecido, y se vuelve contra todo lo que aspira a reemplazar falsamente a la divinidad desaparecida y deshonra a un mundo, sin duda sin dirección, pero que sigue siendo el único crisol de los dioses. Contrariamente a lo que piensan algunos de sus críticos cristianos. Nietzsche no ha concebido el proyecto de matar a Dios. Lo ha encontrado muerto en el alma de su época. Es el primero que ha comprendido la inmensidad del acontecimiento y decidido que esta rebelión del hombre no podía llevar a un renacimiento si no era dirigida. Cualquier otra actitud con respecto a ella, ya fuese el pesar o la complacencia, debía llevar al apocalipsis. Nietzsche no ha formulado, por lo tanto, una filosofía de la rebelión, sino que ha edificado un filosofía sobre la rebelión.
[...]
El mismo razonamiento [que sobre el cristianismo] hace Nietzsche ante el socialismo y todas las formas de humanitarismo. El socialismo no es sino un cristianismo degenerado. Mantiene, en efecto, esa creencia en la finalidad de la historia que traiciona a la vida y a la naturaleza, que substituye a los fines reales con fines ideales y contribuye a enervar las voluntades y las imaginaciones. El socialismo es nihilista, en el sentido en adelante preciso que confiere Nietzsche a esa palabra. El nihilista no es quien no cree en nada, sino quien no cree en lo que es. En ese sentido, todas las formas de socialismo son manifestaciones todavía degradadas de la decadencia cristiana. Para el cristianismo recompensa y castigo suponían una historia. Pero, en virtud de una lógica inevitable, la historia entera termina por significar recompensa y castigo: ese día nace el mesianismo colectivista. Así, la igualdad de las almas ante Dios lleva habiendo muerto Dios, a la igualdad simplemente. Nietzsche combate también las doctrinas socialistas como doctrinas morales. El nihilismo, ya se manifieste en la religión o en la predicaciones socialista, es el resultado lógico de nuestros valores llamados superiores. El espíritu libre destruirá esos valores, denunciando las ilusiones en que se basan, el regateo que suponen y el crimen que cometen al impedir que la inteligencia lúcida cumpla su misión: transformar el nihilismo pasivo en nihilismo activo.
En este mundo desembarazado de Dios y de los ídolos morales el hombre se halla ahora solitario y sin amo. Nadie menos que Nietzsche, y en eso se distingue de los románticos, ha hecho creer que semejante libertad podía ser fácil. [...] Lo esencial de su descubrimiento consiste en decir que si la ley eterna no es la libertad, la ausencia de ley es todavía menos. Si nada es cierto, si el mundo carece de regla, nada está prohibido; para prohibir una acción se necesita, en efecto, un valor y una finalidad. Pero, al mismo tiempo, nada está autorizado; se necesitan también un valor y una finalidad para elegir otra acción. [...] "Si no hacemos de la muerte de Dios un gran renunciamiento y una perpetua victoria sobre nosotros mismos, tendremos que pagar esa perdida". Dicho de otro modo, con Nietzsche la rebelión desemboca en la ascesis. Una lógica más profunda reemplaza entonces al "si nada es cierto, todo está permitido" de Karamazov por un "si nada es cierto, nada está permitido". Negar que una sola cosa esté prohibida en este mundo equivale a renunciar a lo que está permitido. Allí donde nadie puede decir ya qué es negro y qué es blanco, la luz se extingue y la libertad se convierte en una prisión voluntaria.
Puede decirse que Nietzsche se lanza con una especie de alegría espantosa al callejón sin salida al que empuja metódicamente a su nihilismo. Su finalidad confesada es hacer insoportable la situación para el hombre de su época. La única esperanza parece consistir para él en llegar al extremo de la contradicción. Si entonces el hombre no quiere perecer entre los nudos que le ahogan, tendrá que cortarlos de un golpe y crear sus propios valores. La muerte de Dios no termina nada y no se puede vivir sino con la condición de preparar una resurrección. "Cuando no se encuentra la grandeza en Dios -dice Nietzsche-, no se la encuentra en ninguna parte; hay que negarla o crearla". Negarla era la tarea del mundo que le rodeaba y que veía correr al suicidio. Crearla fue la tarea sobrehumana por la que quiso morir.
[...] Desde el momento en que reconoce que el mundo no persigue fin alguno. Nietzsche propone que se admita su inocencia, se afirme que no se le juzgue pues no se le puede juzgar por intención alguna, y que se reemplacen, por consiguiente, todos los juicios de valor por un solo sí, una adhesión total y exaltada a este mundo. Así, de la desesperación absoluta surgirá la alegría infinita, de la servidumbre ciega la libertad despiadada. Ser libre es, justamente, abolir los fines. La inocencia del devenir, desde el momento que se la admite, simboliza el máximo de libertad. El espíritu libre ama lo que es necesario. El pensamiento profundo de Nietzsche es que la necesidad de los fenómenos si es absoluta, sin grietas, no implica coacción de ninguna clase. La adhesión total a una necesidad total es su definición paradójica de la libertad. [...]
Esta aprobación superior, nacida de la abundancia y de la plenitud es la afirmación sin restricciones del delito mismo y del sufrimiento, del mal y del asesinato, de todo lo problemático y extraño que tiene la existencia. Nace de una voluntad decidida de ser lo que se es en un mundo que sea lo que es. "Considerarse a sí mismo como una fatalidad, no querer hacerse de otro modo que como se es..." La palabra está dicha. La ascesis nietzscheana, que parte del reconocimiento de la fatalidad termina en una divinización de la fatalidad. El destino se hace tanto más adorable cuanto más implacable. El dios moral, la piedad y el amor son otros tantos enemigos de la fatalidad a la que tratan de compensar. Nietzsche no quiere rescate. La alegría del devenir es la alegría del aniquilamiento. Pero sólo el individuo se hunde. [...] "Todo individuo colabora con todo el ser cósmico, lo sepamos o no, lo queramos o no". El individuo se pierde así en el destino de la especie y el movimiento eterno de los mundos. "Todo lo que ha sido es eterno, el mar nos devuelve a la orilla".
[...]
[...] La divinidad sin inmortalidad define la libertad del creador, Dionisos, dios de la tierra, aúlla eternamente en el desmembramiento. Pero simboliza al mismo tiempo esa belleza trastornada que coincide con el dolor. Nietzsche creyó que decir sí a la tierra y a Dionisos era decir sí a sus sufrimientos. Aceptar todo, y la suprema contradicción, y el dolor al mismo tiempo, era reinar sobre todo. Nietzsche estaba dispuesto a pagar el precio debido por ese reino. Sólo la tierra, "grave y doliente", es verdadera. Sólo ella es la divinidad. Del mismo modo que Empédocles se precipitó en el Etna para ir a buscar la verdad donde está, en las entrañas de la tierra, así también Nietzsche proponía al hombre que se hundiera en el cosmos para encontrar su divinidad eterna y convertirse en Dionisos. [...]
[...] La vocación superior de Nietzsche si le creemos, consiste en provocar una especie de crisis y de detención decisiva en el problema del ateismo. El mundo marcha a la aventura, no tiene finalidad. Dios es, por lo tanto, inútil, puesto que nada quiere. Si quisiera algo, y en eso se reconoce la formulación tradicional del problema del mal, tendría que asumir "una suma de dolor y de ilogismo que rebajaría el valor total del devenir". Se sabe que Nietzsche envidiaba públicamente a Stendhal su fórmula: "La única excusa de Dios es que no existe". Al estar privado de la voluntad divina, el mundo está privado igualmente de unidad y de finalidad, por eso no se puede juzgar al mundo. Todo juicio de valor acerca de él lleva finalmente a la calumnia de la vida. Se juzga entonces lo que es por referencia a lo que debería ser, reino del cielo, ideas eternas o imperativo moral. Pero lo que debería ser no es; este mundo no puede ser juzgado en nombre de nada. [...] La conducta moral, tal como la ilustró Sócrates, o tal como la recomienda el cristianismo, es en sí misma un signo de decadencia. Quiere sustituir al hombre de carne por un hombre reflejo. Condena el universo de las pasiones y los gritos en nombre de un mundo armonioso completamente imaginario. Si el nihilismo es la impotencia para creer, su síntoma más grave no se encuentra en el ateismo, sino en la impotencia para creer lo que es, para ver lo que se hace, para vivir lo que se ofrece. Esta enfermedad está en la base de todo idealismo. La moral no tiene fe en el mundo. La verdadera moral, para Nietzsche, no se separa de la lucidez. Es severo con los "calumniadores del mundo" porque descubre en esa calumnia la vergonzosa inclinación a la evasión. La moral tradicional no se para él sino un caso especial de inmoralidad. "Es el bien -dice- el que necesita que lo justifiquen". Y también: "Un día se dejará de hacer el bien por razones morales".
[...] Con él, la rebelión parte del "Dios ha muerto" al que considera como un hecho establecido, y se vuelve contra todo lo que aspira a reemplazar falsamente a la divinidad desaparecida y deshonra a un mundo, sin duda sin dirección, pero que sigue siendo el único crisol de los dioses. Contrariamente a lo que piensan algunos de sus críticos cristianos. Nietzsche no ha concebido el proyecto de matar a Dios. Lo ha encontrado muerto en el alma de su época. Es el primero que ha comprendido la inmensidad del acontecimiento y decidido que esta rebelión del hombre no podía llevar a un renacimiento si no era dirigida. Cualquier otra actitud con respecto a ella, ya fuese el pesar o la complacencia, debía llevar al apocalipsis. Nietzsche no ha formulado, por lo tanto, una filosofía de la rebelión, sino que ha edificado un filosofía sobre la rebelión.
[...]
El mismo razonamiento [que sobre el cristianismo] hace Nietzsche ante el socialismo y todas las formas de humanitarismo. El socialismo no es sino un cristianismo degenerado. Mantiene, en efecto, esa creencia en la finalidad de la historia que traiciona a la vida y a la naturaleza, que substituye a los fines reales con fines ideales y contribuye a enervar las voluntades y las imaginaciones. El socialismo es nihilista, en el sentido en adelante preciso que confiere Nietzsche a esa palabra. El nihilista no es quien no cree en nada, sino quien no cree en lo que es. En ese sentido, todas las formas de socialismo son manifestaciones todavía degradadas de la decadencia cristiana. Para el cristianismo recompensa y castigo suponían una historia. Pero, en virtud de una lógica inevitable, la historia entera termina por significar recompensa y castigo: ese día nace el mesianismo colectivista. Así, la igualdad de las almas ante Dios lleva habiendo muerto Dios, a la igualdad simplemente. Nietzsche combate también las doctrinas socialistas como doctrinas morales. El nihilismo, ya se manifieste en la religión o en la predicaciones socialista, es el resultado lógico de nuestros valores llamados superiores. El espíritu libre destruirá esos valores, denunciando las ilusiones en que se basan, el regateo que suponen y el crimen que cometen al impedir que la inteligencia lúcida cumpla su misión: transformar el nihilismo pasivo en nihilismo activo.
En este mundo desembarazado de Dios y de los ídolos morales el hombre se halla ahora solitario y sin amo. Nadie menos que Nietzsche, y en eso se distingue de los románticos, ha hecho creer que semejante libertad podía ser fácil. [...] Lo esencial de su descubrimiento consiste en decir que si la ley eterna no es la libertad, la ausencia de ley es todavía menos. Si nada es cierto, si el mundo carece de regla, nada está prohibido; para prohibir una acción se necesita, en efecto, un valor y una finalidad. Pero, al mismo tiempo, nada está autorizado; se necesitan también un valor y una finalidad para elegir otra acción. [...] "Si no hacemos de la muerte de Dios un gran renunciamiento y una perpetua victoria sobre nosotros mismos, tendremos que pagar esa perdida". Dicho de otro modo, con Nietzsche la rebelión desemboca en la ascesis. Una lógica más profunda reemplaza entonces al "si nada es cierto, todo está permitido" de Karamazov por un "si nada es cierto, nada está permitido". Negar que una sola cosa esté prohibida en este mundo equivale a renunciar a lo que está permitido. Allí donde nadie puede decir ya qué es negro y qué es blanco, la luz se extingue y la libertad se convierte en una prisión voluntaria.
Puede decirse que Nietzsche se lanza con una especie de alegría espantosa al callejón sin salida al que empuja metódicamente a su nihilismo. Su finalidad confesada es hacer insoportable la situación para el hombre de su época. La única esperanza parece consistir para él en llegar al extremo de la contradicción. Si entonces el hombre no quiere perecer entre los nudos que le ahogan, tendrá que cortarlos de un golpe y crear sus propios valores. La muerte de Dios no termina nada y no se puede vivir sino con la condición de preparar una resurrección. "Cuando no se encuentra la grandeza en Dios -dice Nietzsche-, no se la encuentra en ninguna parte; hay que negarla o crearla". Negarla era la tarea del mundo que le rodeaba y que veía correr al suicidio. Crearla fue la tarea sobrehumana por la que quiso morir.
[...] Desde el momento en que reconoce que el mundo no persigue fin alguno. Nietzsche propone que se admita su inocencia, se afirme que no se le juzgue pues no se le puede juzgar por intención alguna, y que se reemplacen, por consiguiente, todos los juicios de valor por un solo sí, una adhesión total y exaltada a este mundo. Así, de la desesperación absoluta surgirá la alegría infinita, de la servidumbre ciega la libertad despiadada. Ser libre es, justamente, abolir los fines. La inocencia del devenir, desde el momento que se la admite, simboliza el máximo de libertad. El espíritu libre ama lo que es necesario. El pensamiento profundo de Nietzsche es que la necesidad de los fenómenos si es absoluta, sin grietas, no implica coacción de ninguna clase. La adhesión total a una necesidad total es su definición paradójica de la libertad. [...]
Esta aprobación superior, nacida de la abundancia y de la plenitud es la afirmación sin restricciones del delito mismo y del sufrimiento, del mal y del asesinato, de todo lo problemático y extraño que tiene la existencia. Nace de una voluntad decidida de ser lo que se es en un mundo que sea lo que es. "Considerarse a sí mismo como una fatalidad, no querer hacerse de otro modo que como se es..." La palabra está dicha. La ascesis nietzscheana, que parte del reconocimiento de la fatalidad termina en una divinización de la fatalidad. El destino se hace tanto más adorable cuanto más implacable. El dios moral, la piedad y el amor son otros tantos enemigos de la fatalidad a la que tratan de compensar. Nietzsche no quiere rescate. La alegría del devenir es la alegría del aniquilamiento. Pero sólo el individuo se hunde. [...] "Todo individuo colabora con todo el ser cósmico, lo sepamos o no, lo queramos o no". El individuo se pierde así en el destino de la especie y el movimiento eterno de los mundos. "Todo lo que ha sido es eterno, el mar nos devuelve a la orilla".
[...]
[...] La divinidad sin inmortalidad define la libertad del creador, Dionisos, dios de la tierra, aúlla eternamente en el desmembramiento. Pero simboliza al mismo tiempo esa belleza trastornada que coincide con el dolor. Nietzsche creyó que decir sí a la tierra y a Dionisos era decir sí a sus sufrimientos. Aceptar todo, y la suprema contradicción, y el dolor al mismo tiempo, era reinar sobre todo. Nietzsche estaba dispuesto a pagar el precio debido por ese reino. Sólo la tierra, "grave y doliente", es verdadera. Sólo ella es la divinidad. Del mismo modo que Empédocles se precipitó en el Etna para ir a buscar la verdad donde está, en las entrañas de la tierra, así también Nietzsche proponía al hombre que se hundiera en el cosmos para encontrar su divinidad eterna y convertirse en Dionisos. [...]
sábado, 3 de noviembre de 2007
Noviembre es una mala época para los recuerdos. JOP.
Noviembre es una mala época para los recuerdos. La proximidad de las fiestas de fin de año y las obligadas vacaciones de enero -para él, sobre todo las de ese año- constituyen una suerte de TNT emocional difícil de manipular. Se había despertado aquél sábado pensando en lo que haría para sus vacaciones y con quién pasaría esta vez las fiestas de Navidad y Año nuevo. No encontró respuesta. Y al no encontrarla, confirmó lo que muchas veces se negaba a reconocer. Por eso aquélla inusual tarde ventosa y fría, salió a caminar llevando consigo un nudo en la garganta que preludiaba lo que vendría.
Caminó sin rumbo fijo hasta que notó que había elegido las calles más vacías para hacerlo. Cuando el aire frió lo empujó a buscar refugio, orientó su trajinar hacia el interior de un enorme edificio donde solía ir a caminar los días de invierno. Buscó el bar que estaba en el subsuelo y se sentó en la única mesa vacía que daba hacia el patio central junto a la fuente de agua. Pidió un capuchino con azúcar, un vaso de agua grande para deglutir los dos comprimidos que llevaba en el bolsillo del pantalón y acomodó su humanidad en la silla del bar de su centro comercial favorito.
A la vista, lo habitual. La manada se movía, como siempre, en grupos de a dos, de a tres o de a cuatro. Alguna vez a él también le había tocado comportarse de ese modo. Cargaban coloridas bolsas de papel y de polietileno de baja densidad que paseaban las marcas de moda. Sonrientes o serios -daba lo mismo-, cada uno podría presumir haber cumplido con el ritual obligado y haber saciado, de modo ilusorio y transitorio, algo de aquel punzante deseo que los habitaba con la adquisición de algún objeto nuevo.
Al primer sorbo de la taza, vio a una madre zamarreando a su pequeño hijo quien no dejaba de dar gritos pidiendo que le compraran vaya a saberse qué nuevo juguete promocionado por los medios de estilo. El capuchino estaba aún amargo y le agregó un poco más de azúcar. Revolvió y retornó a beber con cuidado para no quemarse con el contenido y vio a una pareja joven apoyada sobre la vidriera de un negocio de electrodomésticos. Frente a ellos, un enorme televisor de plasma mostraba, con una nitidez casi irreal, las imágenes de una isla paradisíaca en no sé que recóndito lugar del planeta. “En silencio y con la mirada triste”, se dijo. No podía determinar si aquello se debía al astronómico costo del aparato o por la imposibilidad material y espacial de acceder a aquellas playas de arena blanca y mar azul salidos de la paleta de Delacroix que se les reflejaba en la retina y a los que eran cordialmente invitados a visitar.
Al siguiente sorbo la vio bajar por las escaleras. Erguida y elegante, con toda la dignidad que la tristeza que la habitaba lo permitía. El cabello claro hasta los hombros, prolijo pero un poco revuelto por el viento y los ojos brillantes. Nadie a excepción de él había notado las lágrimas contenidas en ellos. Llevaba un pantalón marrón de gabardina, una blusa blanca y una camperita también de gabardina color natural. Ni una gota de maquillaje y aún así llena de color en el rostro. A no ser por la rara expresión de sus ojos, no parecía triste. Sus pasos lentos y seguros daban la sensación de estar frente a quien domina el suelo, el aire y la luz que la rodea. Cargaba también una bolsita en la mano izquierda y un silencioso teléfono celular en la derecha. Por un momento, un momento que pareció una eternidad, dio la impresión de no saber dónde pararse. Si seguir caminando en la dirección en que lo hacía o dar la vuelta y retroceder o simplemente quedarse allí, en ese escalón endemoniado que la había llenado de dudas.
Aquella tarde sombría e interminable sintió aquel instante como un momento único e irrepetible. Un momento en el que todas las reglas y ciclos inalterables de la naturaleza habían abandonado su cuerpo y había logrado vaciarse de su ser. Dejó la taza sobre el plato y la observó con curiosidad porque se sintió acompañado. Frente a aquella mujer desconocida e inalcanzable se miró en un espejo, grueso y oscuro, que le devolvía la imagen que había construido sobre sí mismo. Y pudo comprender que el tiempo que restaba –y era conciente que no era mucho-, sería de ese modo, porque siempre había sido así y no había nada en el horizonte que anunciara la posibilidad de la diferencia y entonces debía aceptarlo y renunciar para siempre a aquello que nunca había sido pensado para él.
Caminó sin rumbo fijo hasta que notó que había elegido las calles más vacías para hacerlo. Cuando el aire frió lo empujó a buscar refugio, orientó su trajinar hacia el interior de un enorme edificio donde solía ir a caminar los días de invierno. Buscó el bar que estaba en el subsuelo y se sentó en la única mesa vacía que daba hacia el patio central junto a la fuente de agua. Pidió un capuchino con azúcar, un vaso de agua grande para deglutir los dos comprimidos que llevaba en el bolsillo del pantalón y acomodó su humanidad en la silla del bar de su centro comercial favorito.
A la vista, lo habitual. La manada se movía, como siempre, en grupos de a dos, de a tres o de a cuatro. Alguna vez a él también le había tocado comportarse de ese modo. Cargaban coloridas bolsas de papel y de polietileno de baja densidad que paseaban las marcas de moda. Sonrientes o serios -daba lo mismo-, cada uno podría presumir haber cumplido con el ritual obligado y haber saciado, de modo ilusorio y transitorio, algo de aquel punzante deseo que los habitaba con la adquisición de algún objeto nuevo.
Al primer sorbo de la taza, vio a una madre zamarreando a su pequeño hijo quien no dejaba de dar gritos pidiendo que le compraran vaya a saberse qué nuevo juguete promocionado por los medios de estilo. El capuchino estaba aún amargo y le agregó un poco más de azúcar. Revolvió y retornó a beber con cuidado para no quemarse con el contenido y vio a una pareja joven apoyada sobre la vidriera de un negocio de electrodomésticos. Frente a ellos, un enorme televisor de plasma mostraba, con una nitidez casi irreal, las imágenes de una isla paradisíaca en no sé que recóndito lugar del planeta. “En silencio y con la mirada triste”, se dijo. No podía determinar si aquello se debía al astronómico costo del aparato o por la imposibilidad material y espacial de acceder a aquellas playas de arena blanca y mar azul salidos de la paleta de Delacroix que se les reflejaba en la retina y a los que eran cordialmente invitados a visitar.
Al siguiente sorbo la vio bajar por las escaleras. Erguida y elegante, con toda la dignidad que la tristeza que la habitaba lo permitía. El cabello claro hasta los hombros, prolijo pero un poco revuelto por el viento y los ojos brillantes. Nadie a excepción de él había notado las lágrimas contenidas en ellos. Llevaba un pantalón marrón de gabardina, una blusa blanca y una camperita también de gabardina color natural. Ni una gota de maquillaje y aún así llena de color en el rostro. A no ser por la rara expresión de sus ojos, no parecía triste. Sus pasos lentos y seguros daban la sensación de estar frente a quien domina el suelo, el aire y la luz que la rodea. Cargaba también una bolsita en la mano izquierda y un silencioso teléfono celular en la derecha. Por un momento, un momento que pareció una eternidad, dio la impresión de no saber dónde pararse. Si seguir caminando en la dirección en que lo hacía o dar la vuelta y retroceder o simplemente quedarse allí, en ese escalón endemoniado que la había llenado de dudas.
Aquella tarde sombría e interminable sintió aquel instante como un momento único e irrepetible. Un momento en el que todas las reglas y ciclos inalterables de la naturaleza habían abandonado su cuerpo y había logrado vaciarse de su ser. Dejó la taza sobre el plato y la observó con curiosidad porque se sintió acompañado. Frente a aquella mujer desconocida e inalcanzable se miró en un espejo, grueso y oscuro, que le devolvía la imagen que había construido sobre sí mismo. Y pudo comprender que el tiempo que restaba –y era conciente que no era mucho-, sería de ese modo, porque siempre había sido así y no había nada en el horizonte que anunciara la posibilidad de la diferencia y entonces debía aceptarlo y renunciar para siempre a aquello que nunca había sido pensado para él.
jueves, 1 de noviembre de 2007
jueves, 25 de octubre de 2007
Gens Nigra. Juan José Saer. Foto. JOP.
Las criaturas oscuras que observo todos los días desde mi oficina -trabajo en el sector administrativo de los ferrocarriles nacionales- dan la impresión de haber reglamentado al milímetro no únicamente su funcionamiento biológico, sino también su vida imaginaria. Parecen atrapadas en el círculo vicioso de sus costumbres, de sus creencias irrazonables, de sus fantasías. Las he bautizado para mí mismo la gens nigra, a causa como es obvio de su común aspecto exterior, pero también de las muchas afinidades que saltan a la vista cuando comparo sus diferentes comportamientos.
El verano pasado, alrededor de mediodía, la hora del aperitivo, que tomaba en la terraza de una pensión modesta en una playa del Mediterráneo, me gustaba seguir con la mirada desde mi perezosa el vuelo de una gaviota que, todos los días a la misma hora, recorría tres o cuatro veces el perímetro en semicírculo de la bahía, para ir a asentarse después en la misma roca, desde la que organizaba, planeando lento y bajo esta vez, expediciones de pesca por los alrededores. Esas expediciones cortas y casi siempre exitosas eran imprevistas y variadas, impuestas por algún estímulo exterior, la aparición de una presa por ejemplo o algún movimiento o brillo del agua que podía dar esa impresión, y su carácter aleatorio resaltaba todavía más comparado al vuelo circular con el que recorría el perímetro de la bahía, a una altura constante e impulsándose con un aleteo tan regular que daba la impresión, ese aleteo, de ser el motivo principal del vuelo, como si se tratase de un ejercicio deliberado. Parecía una reina recorriendo todos los días sus dominios para verificar, menos con el fin de exhibir su poder que con el de experimentar una exaltación íntima, que cada uno de los elementos que los constituían seguía estando en su lugar.
Si en esta gran ciudad de Europa occidental en la que vivo (su nombre es secundario) algunos miembros de la gens nigra actúan en forma similar, no debemos engañarnos: no se trata para nada de casos idénticos. La gens nigra es más complicada; puede ser que la voluntad de poder y el éxtasis como fin en sí la tienten de vez en cuando, pero siempre llegará hasta ellos por trayectos atormentados.
Vale la pena describir el paisaje que tengo el privilegio de contemplar todos los días desde mi oficina: aunque es considerada como una de las ciudades más hermosas de Europa, por la acumulación justamente de edificios y de conjuntos armoniosos que la componen, conservados de los siglos pasados, y cuya antigüedad puede llegar a veces hasta más allá de la Edad Media, el barrio en el que se encuentra mi oficina, si bien está en pleno centro, es una isla de líneas rectas, de torres de veinte, treinta y hasta cuarenta pisos, en las que predominan el aluminio, el vidrio, la sucesión interminable de verdaderas y de falsas ventanas, las superficies blancas que enceguecen o están recubiertas de un curioso verde metalizado, todo dispuesto alrededor de una gran estación de ferrocarril (lo que explica la presencia de mi oficina), de un rascacielos administrativo, de un centro comercial, y de un hotel de lujo de treinta pisos. En el límite este, el conjunto que estoy describiendo termina brusco contra una avenida del siglo diecinueve y hacia el oeste, en una plaza amplia y circular, ventosa y desolada, más vieja por su aspecto que los barrios medievales aunque apenas si tiene una década de existencia, y que con sus falsas columnatas integradas a los frentes, sus dinteles dóricos añadidos caprichosamente como pretendidas citas clásicas, muestran la verdadera finalidad de la estética postmoderna, que es convencer a concejales marcados por la argumentación de la necesidad de poner dinero en costosas obras públicas, asegurándoles que lo clásico y lo moderno se armonizan lo más bien, para hacerles perder, con esos argumentos, el miedo a las vanguardias supuestamente dogmáticas y turbulentas.
Mi oficina es un punto privilegiado de observación: desde mi ventana puedo ver, del otro lado de la calle ancha, el hotel internacional que, con su torre de treinta pisos de un blanco deslumbrante, aplasta el centro comercial, los restaurantes y los bares que, a la altura de la planta baja, se abren a sus costados a todo lo largo de la cuadra. En ese rascacielos blanco de renombre mundial en el que se alojan temporariamente reyes, estrellas de cine y jugadores de fútbol, grupos de turistas japoneses y grandes industriales, vive aunque parezca mentira una pareja de cuervos, tan renegridos como blanco es el edificio que los cobija. Me es difícil descubrir en qué lugar exacto del edificio está el nido, pero es en la altura, cerca del techo, donde se los ve más seguido, intensidad negra y en movimiento recortándose allá arriba contra los planos inmóviles y blancos del hotel, tan grandes y tan negros, con su pico amarillo y su vuelo singular, merodeando por las salientes geométricas del rascacielos, y tan perfectos en su género que, más que verdaderos cuervos, parecen esquemas de cuervos, el arquetipo ideal que presidió, antes de la repetición injustificada y demente de individuos más o menos idénticos, durante millones y millones de años, las diversas tentativas de la materia y las variaciones imperceptibles que se produjeron hasta dar con la forma definitiva. (Es evidente que en lo que llaman naturaleza, algún mecanismo empezó a funcionar mal a partir de cierto momento, y ese desperfecto es la única explicación más o menos racional de la sempiterna y superflua repetición de lo idéntico que practica.)
Pues bien: esa pareja de cuervos, instalada a espaldas y casi podríamos decir a costillas de las luminarias mundiales del espectáculo y de los autores de best-sellers planetarios, efectúa todas las mañanas, más o menos a la misma hora que, como por casualidad, entre las doce y la una, es la del aperitivo, el mismo vuelo circular de la gaviota, sacudiendo las alas con un ritmo regular y a velocidad constante, abarcando un perímetro bastante amplio que engloba, con exactitud maniática, todo el espacio ocupado por la edificación reciente, monoblocs administrativos, instalaciones y jardines de la estación, parques simétricos, canchas de tenis rojizas y rectangulares, circunferencia postmoderna declamatoria y desolada. El resto de la ciudad, con sus así llamados tesoros arquitectónicos de los siglos evaporados, no parece interesarles. Tal vez los colores claros de la arquitectura reciente son un estímulo sensorial que, en medio del océano de pizarra y de fachadas grises desplegado a su alrededor, motivan su expedición cotidiana de reconocimiento, o quizás adivinan, por la posición del sol en el cielo que a nosotros, seres horizontales, nos es indiferente, que algo esencial sucede en el universo y ellos, a su modo, con su vuelo solemne, lo celebran. Lo cierto es que rigurosamente puntuales no según el convencional tiempo humano, sino el más férreo del cosmos, los cuervos realizan un par de veces su vuelo circular. Aun cuando su perímetro pudiera explicarse por los estímulos sensoriales específicos de la edificación moderna, queda todavía por explicar la razón de la hora y, sobre todo, la renovación cotidiana de la ceremonia, detalles que no parecen presentar el menor fin utilitario, ya que para alimentarse tienen varios jardines vecinos a su disposición, que no se abstienen de visitar, ruidosa e incluso brutalmente, a cualquier hora del día. Tales son, entre otros, los comportamientos crípticos de la gens nigra, y es obvio que la ciencia ornitológica debe tener para explicarlos una serie de argumentos inconvincentes pero razonables.
Otros miembros de la gens nigra no son menos extravagantes: un jardincito de tres por cinco, en el sentido figurado y literal del término, ya que es un espacio rectangular de quince metros cuadrados, enmarcado por un cerco de arbustos bien recortados, con una alfombra de pasto y un círculo de rosales en el centro, recibe varias veces por día la visita de una pareja de mirlos, él de un negro renegrido, ella tirando a marrón. Vienen a comer con una aparente urbanidad burguesa, pero de tanto observarlos me parece haber detectado en ellos una ligera perversión.
Un gato del lugar, color noche cerrada, miembro eminente de la gens nigra, sin domicilio fijo, nacido en algún rincón discreto de los jardines de la estación, viene a darles caza, varias veces por día, pero únicamente cuando no están: en ausencia de los mirlos, el micifuz despliega todas las artes, todas las astucias, todas las mímicas y todas las actitudes del felino que rastrea, acecha, y salta por fin, sin error posible, sobre su presa, reptante, cuadrúpeda o alada, hasta que por fin, un poco melancólico por lo superfluo de su representación, con la misma indolencia aparente con la que ha llegado, se retira, no sin evocar esa comprobación corriente entre los teólogos, según la cual cuando el demonio exagera de un modo teatral, para darnos miedo, su propia ferocidad, podemos considerar su conducta como un signo inequívoco de impotencia. Durante semanas realiza una y otra vez su expedición fantasmática, cuando no hay ningún ser viviente en el rectángulo verde. Pero apenas se ha retirado, digamos entre cinco y diez segundos más tarde, la pareja de mirlos, como si no hubiese advertido nada, salida quién sabe de dónde, aterriza con displicencia y gracia en el pasto desteñido y raleado por el invierno. Ese ir y venir dura desde hace tiempo, pero más allá del aparente aire casual que adoptan los acontecimientos, me parece que, como sucede con cualquier hijo de vecino, para los miembros de la gens nigra espacio y tiempo, deseo y objeto, error y esperanza, desdén y crueldad, tienen la misma esencia problemática de todo aquello que, por capricho o indiferencia, nos pierde o nos salva.
El verano pasado, alrededor de mediodía, la hora del aperitivo, que tomaba en la terraza de una pensión modesta en una playa del Mediterráneo, me gustaba seguir con la mirada desde mi perezosa el vuelo de una gaviota que, todos los días a la misma hora, recorría tres o cuatro veces el perímetro en semicírculo de la bahía, para ir a asentarse después en la misma roca, desde la que organizaba, planeando lento y bajo esta vez, expediciones de pesca por los alrededores. Esas expediciones cortas y casi siempre exitosas eran imprevistas y variadas, impuestas por algún estímulo exterior, la aparición de una presa por ejemplo o algún movimiento o brillo del agua que podía dar esa impresión, y su carácter aleatorio resaltaba todavía más comparado al vuelo circular con el que recorría el perímetro de la bahía, a una altura constante e impulsándose con un aleteo tan regular que daba la impresión, ese aleteo, de ser el motivo principal del vuelo, como si se tratase de un ejercicio deliberado. Parecía una reina recorriendo todos los días sus dominios para verificar, menos con el fin de exhibir su poder que con el de experimentar una exaltación íntima, que cada uno de los elementos que los constituían seguía estando en su lugar.
Si en esta gran ciudad de Europa occidental en la que vivo (su nombre es secundario) algunos miembros de la gens nigra actúan en forma similar, no debemos engañarnos: no se trata para nada de casos idénticos. La gens nigra es más complicada; puede ser que la voluntad de poder y el éxtasis como fin en sí la tienten de vez en cuando, pero siempre llegará hasta ellos por trayectos atormentados.
Vale la pena describir el paisaje que tengo el privilegio de contemplar todos los días desde mi oficina: aunque es considerada como una de las ciudades más hermosas de Europa, por la acumulación justamente de edificios y de conjuntos armoniosos que la componen, conservados de los siglos pasados, y cuya antigüedad puede llegar a veces hasta más allá de la Edad Media, el barrio en el que se encuentra mi oficina, si bien está en pleno centro, es una isla de líneas rectas, de torres de veinte, treinta y hasta cuarenta pisos, en las que predominan el aluminio, el vidrio, la sucesión interminable de verdaderas y de falsas ventanas, las superficies blancas que enceguecen o están recubiertas de un curioso verde metalizado, todo dispuesto alrededor de una gran estación de ferrocarril (lo que explica la presencia de mi oficina), de un rascacielos administrativo, de un centro comercial, y de un hotel de lujo de treinta pisos. En el límite este, el conjunto que estoy describiendo termina brusco contra una avenida del siglo diecinueve y hacia el oeste, en una plaza amplia y circular, ventosa y desolada, más vieja por su aspecto que los barrios medievales aunque apenas si tiene una década de existencia, y que con sus falsas columnatas integradas a los frentes, sus dinteles dóricos añadidos caprichosamente como pretendidas citas clásicas, muestran la verdadera finalidad de la estética postmoderna, que es convencer a concejales marcados por la argumentación de la necesidad de poner dinero en costosas obras públicas, asegurándoles que lo clásico y lo moderno se armonizan lo más bien, para hacerles perder, con esos argumentos, el miedo a las vanguardias supuestamente dogmáticas y turbulentas.
Mi oficina es un punto privilegiado de observación: desde mi ventana puedo ver, del otro lado de la calle ancha, el hotel internacional que, con su torre de treinta pisos de un blanco deslumbrante, aplasta el centro comercial, los restaurantes y los bares que, a la altura de la planta baja, se abren a sus costados a todo lo largo de la cuadra. En ese rascacielos blanco de renombre mundial en el que se alojan temporariamente reyes, estrellas de cine y jugadores de fútbol, grupos de turistas japoneses y grandes industriales, vive aunque parezca mentira una pareja de cuervos, tan renegridos como blanco es el edificio que los cobija. Me es difícil descubrir en qué lugar exacto del edificio está el nido, pero es en la altura, cerca del techo, donde se los ve más seguido, intensidad negra y en movimiento recortándose allá arriba contra los planos inmóviles y blancos del hotel, tan grandes y tan negros, con su pico amarillo y su vuelo singular, merodeando por las salientes geométricas del rascacielos, y tan perfectos en su género que, más que verdaderos cuervos, parecen esquemas de cuervos, el arquetipo ideal que presidió, antes de la repetición injustificada y demente de individuos más o menos idénticos, durante millones y millones de años, las diversas tentativas de la materia y las variaciones imperceptibles que se produjeron hasta dar con la forma definitiva. (Es evidente que en lo que llaman naturaleza, algún mecanismo empezó a funcionar mal a partir de cierto momento, y ese desperfecto es la única explicación más o menos racional de la sempiterna y superflua repetición de lo idéntico que practica.)
Pues bien: esa pareja de cuervos, instalada a espaldas y casi podríamos decir a costillas de las luminarias mundiales del espectáculo y de los autores de best-sellers planetarios, efectúa todas las mañanas, más o menos a la misma hora que, como por casualidad, entre las doce y la una, es la del aperitivo, el mismo vuelo circular de la gaviota, sacudiendo las alas con un ritmo regular y a velocidad constante, abarcando un perímetro bastante amplio que engloba, con exactitud maniática, todo el espacio ocupado por la edificación reciente, monoblocs administrativos, instalaciones y jardines de la estación, parques simétricos, canchas de tenis rojizas y rectangulares, circunferencia postmoderna declamatoria y desolada. El resto de la ciudad, con sus así llamados tesoros arquitectónicos de los siglos evaporados, no parece interesarles. Tal vez los colores claros de la arquitectura reciente son un estímulo sensorial que, en medio del océano de pizarra y de fachadas grises desplegado a su alrededor, motivan su expedición cotidiana de reconocimiento, o quizás adivinan, por la posición del sol en el cielo que a nosotros, seres horizontales, nos es indiferente, que algo esencial sucede en el universo y ellos, a su modo, con su vuelo solemne, lo celebran. Lo cierto es que rigurosamente puntuales no según el convencional tiempo humano, sino el más férreo del cosmos, los cuervos realizan un par de veces su vuelo circular. Aun cuando su perímetro pudiera explicarse por los estímulos sensoriales específicos de la edificación moderna, queda todavía por explicar la razón de la hora y, sobre todo, la renovación cotidiana de la ceremonia, detalles que no parecen presentar el menor fin utilitario, ya que para alimentarse tienen varios jardines vecinos a su disposición, que no se abstienen de visitar, ruidosa e incluso brutalmente, a cualquier hora del día. Tales son, entre otros, los comportamientos crípticos de la gens nigra, y es obvio que la ciencia ornitológica debe tener para explicarlos una serie de argumentos inconvincentes pero razonables.
Otros miembros de la gens nigra no son menos extravagantes: un jardincito de tres por cinco, en el sentido figurado y literal del término, ya que es un espacio rectangular de quince metros cuadrados, enmarcado por un cerco de arbustos bien recortados, con una alfombra de pasto y un círculo de rosales en el centro, recibe varias veces por día la visita de una pareja de mirlos, él de un negro renegrido, ella tirando a marrón. Vienen a comer con una aparente urbanidad burguesa, pero de tanto observarlos me parece haber detectado en ellos una ligera perversión.
Un gato del lugar, color noche cerrada, miembro eminente de la gens nigra, sin domicilio fijo, nacido en algún rincón discreto de los jardines de la estación, viene a darles caza, varias veces por día, pero únicamente cuando no están: en ausencia de los mirlos, el micifuz despliega todas las artes, todas las astucias, todas las mímicas y todas las actitudes del felino que rastrea, acecha, y salta por fin, sin error posible, sobre su presa, reptante, cuadrúpeda o alada, hasta que por fin, un poco melancólico por lo superfluo de su representación, con la misma indolencia aparente con la que ha llegado, se retira, no sin evocar esa comprobación corriente entre los teólogos, según la cual cuando el demonio exagera de un modo teatral, para darnos miedo, su propia ferocidad, podemos considerar su conducta como un signo inequívoco de impotencia. Durante semanas realiza una y otra vez su expedición fantasmática, cuando no hay ningún ser viviente en el rectángulo verde. Pero apenas se ha retirado, digamos entre cinco y diez segundos más tarde, la pareja de mirlos, como si no hubiese advertido nada, salida quién sabe de dónde, aterriza con displicencia y gracia en el pasto desteñido y raleado por el invierno. Ese ir y venir dura desde hace tiempo, pero más allá del aparente aire casual que adoptan los acontecimientos, me parece que, como sucede con cualquier hijo de vecino, para los miembros de la gens nigra espacio y tiempo, deseo y objeto, error y esperanza, desdén y crueldad, tienen la misma esencia problemática de todo aquello que, por capricho o indiferencia, nos pierde o nos salva.
lunes, 22 de octubre de 2007
jueves, 18 de octubre de 2007
El consumo y la aceptación de masas. Texto del artículo por Ale K.
En épocas donde pareciera que el activismo es lo único que puede salvar y hacer escuchar a la sociedad gay, cada día estamos más segmentados y observados por los que manejan el marketing. Así las cosas, vivimos cada vez más alejados del Mesías que llegará para llevarnos a la gloria y a la reivindicación del orgullo, foto mediante y con marcha incluida. Es que el consumismo ha desempeñado un papel central en la aceptación de la homosexualidad. Pero también ha tenido consecuencias muy desafortunadas. Una de ellas es la trivialización de lo que fue durante mucho tiempo un movimiento contestatario, con una larga historia de lucha y sacrificio. Como en el caso del feminismo, muchos jóvenes de hoy han olvidado o no han sabido siquiera que la aceptación actual de la homosexualidad fue precedida por siglos de persecución y sufrimiento, que no pueden borrarse al asistir a la marcha con los colores del arco iris.
Además, el consumismo gay ha generado una imagen distorsionada de los homosexuales, al representarnos como gente privilegiada, blanca que huele bien, glamorosa y casi siempre masculina. Los homosexuales pasivos, los de bajos recursos, de color, las lesbianas y los bisexuales, por lo general han quedado fuera de esta visión idealizada. El mundo de Gancia, las cadenas de hoteles, el restorán caro de plato grande con porción de comida diminuta y gusto gourmet, las tarjetas de crédito y la Internet con banda ancha, no son para ellos.
El año pasado se anunció con bombos y platillos la llegada de un buque insignia completamente gay, la publicidad estaba ilustrada con jóvenes apolíneos desparramados por las cubiertas del barco. Sin embargo la gente que asistió a la fiesta de despedida contaba que todos los pasajeros eran en su mayoría gente mayor a la media es decir de 45 años para arriba (extranjeros en su mayoría que podían pagar los u$s 8.000 que costaban las cabinas, all inclusive) y los únicos tiernos eran todos los gatos jóvenes que danzaban por unos euros y graciosos se vendían a una noche de amor en Buenos Aires, esperando secretamente la invitación para tomarse el buque con todos los gastos pagos. El consumismo gay ha impuesto así un modelo del “buen” homosexual: joven, guapo, rico, sensible y sofisticado. Incluso, en las sociedades regidas por el consumismo como los Estados Unidos, ha creado una figura aberrante: la del homosexual hetero - sexualizado, conformista irreflexivo cuya única aspiración es adoptar el estilo de vida mayoritario.
En definitiva una mala copia de lo que es un heterosexual.
Hoy por hoy la especialización que día a día exigen los gays para tratar sus asuntos, no pasa solamente por el fantasma de la homofobia que pesa sobre el ambiente gay. Simplemente se ha dado. Es la libre oferta y la proliferación de servicios. El grupo que mas consume en el rubro desayunos a domicilio es el gay, no por nada en particular, como dice un amigo mío es simplemente una putada. Algo que nace en el núcleo gay se va haciendo “normal” aún en el grupo hetero que adopta esta costumbre de mandar desayunos a domicilio. No se trata ya, por tanto, de una guetización de la población gay sino de una segmentación del mercado, que busca crear nuevos nichos de consumo basados en una identidad minoritaria.
Abriendo de esta forma lo que se denomina “mercado gay hetero friendly”.
Lo mismo podría decirse de una inmensa gama de clubes, equipos deportivos, estaciones de radio y televisión. Todo ello puede parecer superfluo —e incluso frívolo— pero esta segmentación ha demostrado ser, hasta ahora, la única manera de preservar una identidad y cultura diferentes de las dominantes.
En países como Argentina y toda la seguidilla latinoamericana, cosas tan sencillas como la herencia siguen siendo problemáticas: aun cuando un homosexual haya formalizado un testamento a favor de su pareja, su familia puede impugnarlo y ganar un eventual juicio; la familia de un homosexual enfermo puede impedir a su pareja visitarlo en el hospital; salvo que este viva en Capital Federal unido civilmente, las madres lesbianas pueden perder a sus hijos; los homosexuales pueden perder su empleo, posibilidades de promoción, o incluso su vivienda. Esto sin hablar de la discriminación sistemática que padecen las personas seropositivas, que también requieren de una asesoría legal especializada. Todo esto ha dado nacimiento a la rama rosa del derecho, tal como se la llama en medios tribunalicios, o sea profesionales del derecho que se especializan en HIV, en problemas de heredad gay, tenencia de hijos y otras yerbas, todo este andamiaje debe nacer ante un sistema perverso que no nos deja avanzar por carecer del aggiornamiento que se debería dar con el devenir cotidiano. HOY EN DIA PARA SOBREVIVIR AL SISTEMA PERVERSO EN EL QUE ESTAMOS INMERSOS SE DEBE SER MAR PERVERSO QUE EL.
Lo mismo podría decirse de los servicios médicos. Es un hecho cada vez más estudiado que las lesbianas y homosexuales presentamos problemas de salud específicos. Los hombres gay en muchos casos tenemos un riesgo mayor de enfermedades de transmisión sexual relacionadas con prácticas sexuales especificas; las lesbianas que no han tenido hijos presentan un riesgo mayor de cáncer de mama. Asimismo, los gays requeriremos, con los años y cada vez más, de servicios sociales para la tercera edad: por algo muy sencillo, muchos gays no tienen hijos, y necesitarán de apoyos especiales al carecer de parientes para ocuparse de ellas en su vejez.
Al final de cuentas, debemos preguntarnos: ¿La publicidad nos muestra como somos o solo busca rentabilidad?
Además, el consumismo gay ha generado una imagen distorsionada de los homosexuales, al representarnos como gente privilegiada, blanca que huele bien, glamorosa y casi siempre masculina. Los homosexuales pasivos, los de bajos recursos, de color, las lesbianas y los bisexuales, por lo general han quedado fuera de esta visión idealizada. El mundo de Gancia, las cadenas de hoteles, el restorán caro de plato grande con porción de comida diminuta y gusto gourmet, las tarjetas de crédito y la Internet con banda ancha, no son para ellos.
El año pasado se anunció con bombos y platillos la llegada de un buque insignia completamente gay, la publicidad estaba ilustrada con jóvenes apolíneos desparramados por las cubiertas del barco. Sin embargo la gente que asistió a la fiesta de despedida contaba que todos los pasajeros eran en su mayoría gente mayor a la media es decir de 45 años para arriba (extranjeros en su mayoría que podían pagar los u$s 8.000 que costaban las cabinas, all inclusive) y los únicos tiernos eran todos los gatos jóvenes que danzaban por unos euros y graciosos se vendían a una noche de amor en Buenos Aires, esperando secretamente la invitación para tomarse el buque con todos los gastos pagos. El consumismo gay ha impuesto así un modelo del “buen” homosexual: joven, guapo, rico, sensible y sofisticado. Incluso, en las sociedades regidas por el consumismo como los Estados Unidos, ha creado una figura aberrante: la del homosexual hetero - sexualizado, conformista irreflexivo cuya única aspiración es adoptar el estilo de vida mayoritario.
En definitiva una mala copia de lo que es un heterosexual.
Hoy por hoy la especialización que día a día exigen los gays para tratar sus asuntos, no pasa solamente por el fantasma de la homofobia que pesa sobre el ambiente gay. Simplemente se ha dado. Es la libre oferta y la proliferación de servicios. El grupo que mas consume en el rubro desayunos a domicilio es el gay, no por nada en particular, como dice un amigo mío es simplemente una putada. Algo que nace en el núcleo gay se va haciendo “normal” aún en el grupo hetero que adopta esta costumbre de mandar desayunos a domicilio. No se trata ya, por tanto, de una guetización de la población gay sino de una segmentación del mercado, que busca crear nuevos nichos de consumo basados en una identidad minoritaria.
Abriendo de esta forma lo que se denomina “mercado gay hetero friendly”.
Lo mismo podría decirse de una inmensa gama de clubes, equipos deportivos, estaciones de radio y televisión. Todo ello puede parecer superfluo —e incluso frívolo— pero esta segmentación ha demostrado ser, hasta ahora, la única manera de preservar una identidad y cultura diferentes de las dominantes.
En países como Argentina y toda la seguidilla latinoamericana, cosas tan sencillas como la herencia siguen siendo problemáticas: aun cuando un homosexual haya formalizado un testamento a favor de su pareja, su familia puede impugnarlo y ganar un eventual juicio; la familia de un homosexual enfermo puede impedir a su pareja visitarlo en el hospital; salvo que este viva en Capital Federal unido civilmente, las madres lesbianas pueden perder a sus hijos; los homosexuales pueden perder su empleo, posibilidades de promoción, o incluso su vivienda. Esto sin hablar de la discriminación sistemática que padecen las personas seropositivas, que también requieren de una asesoría legal especializada. Todo esto ha dado nacimiento a la rama rosa del derecho, tal como se la llama en medios tribunalicios, o sea profesionales del derecho que se especializan en HIV, en problemas de heredad gay, tenencia de hijos y otras yerbas, todo este andamiaje debe nacer ante un sistema perverso que no nos deja avanzar por carecer del aggiornamiento que se debería dar con el devenir cotidiano. HOY EN DIA PARA SOBREVIVIR AL SISTEMA PERVERSO EN EL QUE ESTAMOS INMERSOS SE DEBE SER MAR PERVERSO QUE EL.
Lo mismo podría decirse de los servicios médicos. Es un hecho cada vez más estudiado que las lesbianas y homosexuales presentamos problemas de salud específicos. Los hombres gay en muchos casos tenemos un riesgo mayor de enfermedades de transmisión sexual relacionadas con prácticas sexuales especificas; las lesbianas que no han tenido hijos presentan un riesgo mayor de cáncer de mama. Asimismo, los gays requeriremos, con los años y cada vez más, de servicios sociales para la tercera edad: por algo muy sencillo, muchos gays no tienen hijos, y necesitarán de apoyos especiales al carecer de parientes para ocuparse de ellas en su vejez.
Al final de cuentas, debemos preguntarnos: ¿La publicidad nos muestra como somos o solo busca rentabilidad?
miércoles, 17 de octubre de 2007
lunes, 15 de octubre de 2007
Alfonsina y el Mar. Ariel Ramírez y Félix Luna. Mercedes Sosa. Foto. JOP.
Por la blanda arena que lame el mar
Su pequeña huella no vuelve más,
Un sendero solo de pena y silencio llegó
Hasta el agua profunda,
Un sendero solo de penas mudas llegó
Hasta la espuma.
Sabe dios que angustia te acompañó
Que dolores viejos calló tu voz
Para recostarte arrullada en el canto
De las caracolas marinas
La canción que canta en el fondo oscuro del mar
La caracola.
Te vas Alfonsina con tu soledad
Qué poemas nuevos fuiste a buscar ...
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la esta llevando
Y te vas hacia allá como en sueños,
Dormida, Alfonsina, vestida de mar ...
Cinco sirenitas te llevarán
Por caminos de algas y de coral
Y fosforecentes caballos marinos harán
Una ronda a tu lado
Y los habitantes del agua van a jugar
Pronto a tu lado.
Bájame la lámpara un poco más
Dájame que duerma nodriza en paz
Y si llama él no le digas que estoy
Dile que Alfonsina no vuelve ...
Y si llama él no le digas nunca que estoy,
Di que me he ido ...
Te vas Alfonsina con tu soledad
Qué poemas nuevos fuiste a buscar ...
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la esta llevando
Y te vas hacia allá como en sueños,
Dormida, Alfonsina, vestida de mar ...
miércoles, 10 de octubre de 2007
Anónimo...
"Curiosa paradoja la de Occidente, que no puede conocer sin poseer y no puede poseer sin destruir".
viernes, 5 de octubre de 2007
Han muerto... y... JOP.
Han muerto en el jardín siete azucenas
y siete rosas abren sus pétalos de sangre.
Los jazmines anuncian estelas efímeras
entre enmarañados tréboles y campanitas azules.
Han muerto en el jardín siete días de aquel estío
y siete años de esperanza cayeron en el olvido.
Los colibríes anuncian andanadas invisibles
entre tallos, pistilos y nervaduras claras.
Han muerto esta mañana siete palabras
y siete oraciones trepan sin ímpetu ni sosobra.
Los estambres aguardan ansiosos el milagro
en los intersticios del bullicio invisible del ritual eterno.
Han muerto en el jardín la espera gris
y siete mil estrellas se abren a través de la nubes.
Los heraldos infinitos regresan en septiembre
acorralados por misterios y neblinas pasadas.
Han muerto... y...
y siete rosas abren sus pétalos de sangre.
Los jazmines anuncian estelas efímeras
entre enmarañados tréboles y campanitas azules.
Han muerto en el jardín siete días de aquel estío
y siete años de esperanza cayeron en el olvido.
Los colibríes anuncian andanadas invisibles
entre tallos, pistilos y nervaduras claras.
Han muerto esta mañana siete palabras
y siete oraciones trepan sin ímpetu ni sosobra.
Los estambres aguardan ansiosos el milagro
en los intersticios del bullicio invisible del ritual eterno.
Han muerto en el jardín la espera gris
y siete mil estrellas se abren a través de la nubes.
Los heraldos infinitos regresan en septiembre
acorralados por misterios y neblinas pasadas.
Han muerto... y...
jueves, 4 de octubre de 2007
miércoles, 3 de octubre de 2007
Ética para Amador. Fernando Savater. (fragmento)
¿Sabes cuál es la única obligación que tenemos en esta vida? Pues no ser imbéciles. La palabra «imbécil» es más sustanciosa de lo que parece, no te vayas a creer. Viene del latín baculus que significa «bastón»: el imbécil es el que necesita bastón para caminar. El imbécil puede ser todo lo ágil que se quiera y dar brincos como una gacela olímpica, no se trata de eso. Si el imbécil cojea no es de los pies, sino del ánimo: es su espíritu el debilucho y cojitranco, aunque su cuerpo pegue unas volteretas de órdago. Hay imbéciles de varios modelos, a elegir:
a) El que cree que no quiere nada, el que dice que todo le da igual, el que vive en un perpetuo bostezo o en siesta permanente, aunque tenga los ojos abiertos y no ronque.
b) El que cree que lo quiere todo, lo primero que se le presenta y lo contrario de lo que se le presenta: marcharse y quedarse, bailar y estar sentado, masticar ajos y dar besos sublimes, todo a la vez.
c) El que no sabe lo que quiere ni se molesta en averiguarlo. Imita los quereres de sus vecinos o les lleva la contraria porque sí, todo lo que hace está dictado por la opinión mayoritaria de los que le rodean: es conformista sin reflexión o rebelde sin causa.
d) El que sabe que quiere y sabe lo que quiere y, más o menos, sabe por qué lo quiere pero lo quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. A fin de cuentas, termina siempre haciendo lo que no quiere y dejando lo que quiere para mañana, a ver si entonces se encuentra más entonado.
e) El que quiere con fuerza y ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha engañado a sí mismo sobre lo que es la realidad, se despista enormemente y termina confundiendo la buena vida con aquello que va a hacerle polvo.
Todos estos tipos de imbecilidad necesitan bastón, es decir, necesitan apoyarse en cosas de fuera, ajenas, que no tienen nada que ver con la libertad y la reflexión propias.
Conclusión: ¡alerta! ¡en guardia!, ¡la imbecilidad acecha y no perdona!
Uno puede ser imbécil para las matemáticas (¡mea culpa!) y no serlo para la moral, es decir, para la buena vida. Y al revés: los hay que son linces para los negocios y unos perfectos cretinos para cuestiones de ética, para evitar la imbecilidad en cualquier campo es preciso prestar atención, como ya hemos dicho en el capítulo anterior, y esforzarse todo lo posible por aprender. En estos requisitos coinciden la física o la arqueología la ética. Pero el negocio de vivir bien no es lo mismo que el de saber cuánto son dos y dos. Saber cuánto son dos y dos es cosa preciosa, sin duda, pero al imbécil moral no es esa sabiduría la que puede librarle del gran batacazo.
Lo contrario de ser moralmente imbécil es tener conciencia. Pero la conciencia no es algo que le toque a uno en una tómbola ni que nos caiga del cielo. Por supuesto, hay que reconocer que ciertas personas tienen desde pequeñas mejor «oído» ético que otras y un «buen gusto» moral espontáneo, pero este, «oído» y ese «buen gusto» pueden afirmarse y desarrollarse con la práctica
Bueno, admito que para lograr tener conciencia hacen falta algunas cualidades innatas, como para apreciar la música o disfrutar con el arte. Y supongo que también serán favorables ciertos requisitos sociales y económicos pues a quien se ha visto desde la cuna privado de lo humanamente más necesario es difícil exigirle la misma facilidad para comprender lo de la buena vida que a los que tuvieron mejor suerte. Si nadie te trata como humano, no es raro que vayas a lo bestia... Pero una vez concedido ese mínimo, creo que el resto depende de la atención y esfuerzo de cada cual. La conciencia esta dentro de los siguientes rasgos:
a) Saber que no todo da igual porque queremos realmente vivir y además vivir bien, humanamente bien.
b) Estar dispuestos a fijarnos en si lo que hacemos corresponde a lo que de veras queremos o no.
c) A base de práctica, ir desarrollando el buen gusto moral de tal modo que haya ciertas cosas que nos repugne espontáneamente hacer.
d) Renunciar a buscar coartadas que disimulen que somos libres y por tanto razonablemente responsables de las consecuencias de nuestros actos.
Como verás, no invoco en estos rasgos descriptivos motivo diferente para preferir lo de aquí a lo de allá, la conciencia a la imbecilidad, que tu propio provecho. Por qué está mal lo que llamamos «malo»? Porque no le deja a uno vivir la buena vida que queremos. Por lo general la palabra «egoísmo» suele tener mala prensa: se llama «egoísta» a quien sólo piensa en sí mismo y no se preocupa por los demás, hasta el punto de fastidiarles tranquilamente si con ello obtiene algún beneficio.
Cuando se roba, ese algo (respeto, amistad, amor) pierde todo su buen gusto y a la larga se convierte en veneno. Los «egoístas» se parecen a esos concursantes del Un, dos, tres o de El precio justo que quieren conseguir el premio mayor pero se equivocan y piden la calabaza que no vale nada...
Sólo deberíamos llamar egoísta consecuente al que sabe de verdad lo que le conviene para vivir bien y se esfuerza por conseguirlo. El que se harta de todo lo que le sienta mal (odio, caprichos criminales, lentejas compradas a precio de lágrimas, etc.) en el fondo quisiera ser egoísta pero no sabe. Pertenece al gremio de los imbéciles y habría que recetarle un poco de conciencia para que se amase mejor a sí mismo.
Un trono no concede automáticamente ni amor ni respeto verdadero: sólo garantiza adulación temor y servilismo. Sobre todo cuando se consigue por medio de fechorías, como en el caso de Ricardo III. En vez de compensar de algún modo su deformación física Gloucester se deforma también por dentro. Ni de su joroba ni de su cojera tenía él la culpa, por lo que no había razón para avergonzarse de esas casualidades infortunadas: los que se rieran de él o le despreciaran por ellas son quienes hubieran debido avergonzarse. Por fuera los demás le veían contrahecho, pero él por dentro podía haberse sabido inteligente, generoso y digno de afecto; si se hubiera amado de verdad a sí mismo, debería haber intentado exteriorizar por medio de su conducta ese interior limpio y recto, su verdadero yo. Por el contrario, sus crímenes le convierten ante sus propios ojos (cuando se mira a sí mismo por dentro, allí donde nadie más que él es testigo) en un monstruo más repugnante que cualquier contrahecho físico. ¿Por qué? Porque de sus jorobas y cojeras morales es él mismo responsable, a diferencia de las otras que eran azares de la naturaleza. La corona manchada de traición y de sangre no le hace más amable, ni mucho menos: ahora se sabe menos digno de amor que nunca y ni él mismo se quiere ya.
palabras como «culpa» o «responsable». Suenan a lo que habitualmente se relaciona con la conciencia,. No me ha faltado más que mencionar el mas «feo» de esos títulos: remordimiento. Sin duda lo que amarga la existencia a Gloucester y no le deja disfrutar de su trono ni de su poder son ante todo los remordimientos de su conciencia. Y ahora yo te pregunto: ¿sabes de dónde vienen los remordimientos? En algunos casos, me dirás, son reflejos íntimos del miedo que sentimos ante el castigo que puede merecer nuestro mal comportamiento. Fíjate: uno puede lamentar haber obrado mal aunque esté razonablemente seguro de que nada ni nadie va a tomar represalias contra él. Y es que, al actuar mal y darnos cuenta de ello comprendemos que ya estamos siendo castigados, que nos hemos estropeado a nosotros mismos voluntariamente. No hay peor castigo que darse cuenta de que uno está boicoteando con sus actos lo que en realidad quiere ser...
¿Que de dónde vienen los remordimientos? Para mí está muy claro: de nuestra libertad. Si no fuésemos libres, no podríamos sentirnos culpables (ni orgullosos, claro) de nada y evitaríamos los remordimientos. Por eso cuando sabemos que hemos hecho algo vergonzoso procuramos asegurar que no tuvimos otro remedio que obrar así, que no pudimos elegir: «yo cumplí órdenes de mis superiores», «vi que todo el mundo hacía lo mismo», «perdí la cabeza», «es más fuerte que yo», «no me di cuenta de lo que hacía», etcétera. Del mismo modo el niño pequeño, cuando se cae al suelo y se rompe el tarro de mermelada que intentaba coger de lo alto de la estantería, grita lloroso: «¡Yo no he sido!» Lo grita precisamente porque sabe que ha sido él; si no fuera así, ni se molestaría en decir nada y quizá hasta se riese y todo. En cambio, si ha dibujado algo muy bonito en seguida proclamará: «¡Lo he hecho yo solito, nadie me ha ayudado!» Del mismo modo, ya mayores, queremos siempre ser libres para atribuirnos el mérito de lo que logramos pero preferimos confesarnos «esclavos de las circunstancias» cuando nuestros actos no son precisamente gloriosos.
Y lo serio de la libertad es que tiene efectos indudables, que no se pueden borrar a conveniencia una vez producidos. Lo serio de la libertad es que cada acto libre que hago limita mis posibilidades al elegir y realizar una de ellas. Y no vale la trampa de esperar a ver si el resultado es bueno o malo antes de asumir si soy o no su responsable. Quizá pueda engañar al observador de fuera, como pretende el niño que dice «¡yo no he sido!», pero a mí mismo nunca me puedo engañar del todo.
De modo que lo que llamamos «remordimiento» no es más que el descontento que sentimos con nosotros mismos cuando hemos empleado mal la libertad, es decir, cuando la hemos utilizado en contradicción con lo que de veras queremos como seres humanos. Y Ser responsable es saberse auténticamente libre, para bien y para mal: apechugar con las consecuencias de lo que hemos hecho, enmendar lo malo que pueda enmendarse y aprovechar al máximo lo bueno. El mundo que nos rodea, si te fijas, está lleno de ofrecimiento para descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. La culpa de lo malo que sucede parece ser de las circunstancias, de la sociedad en la que vivimos, del sistema capitalista, del carácter que tengo no me educaron bien, de los anuncios de la tele, de las tentaciones que se ofrecen en los escaparates, de los ejemplos irresistibles y perniciosos... Acabo de usar la palabra clave de estas justificaciones: irresistible. Todos los que quieren dimitir de su responsabilidad creen en lo irresistible, aquello que avasalla sin remedio, sea propaganda, droga, apetito, soborno, amenaza, forma de ser... lo que salte. Los partidarios del autoritarismo creen firmemente en lo irresistible y sostienen que es necesario prohibir todo lo que puede resultar avasallador
Un gran poeta y narrador argentino, Jorge Luis Borges, hace al principio de uno de sus cuentos la siguiente reflexión sobre cierto antepasado suyo: «Le tocaron, como a todos los hombres malos tiempos en que vivir.» En efecto, nadie ha vivido nunca en tiempos completamente favorables, en los que resulte sencillo ser hombre y llevar una buena vida. Siempre ha habido violencia, rapiña, cobardía, imbecilidad (moral y de la otra), mentiras aceptadas como verdades porque son agradables de oír... A nadie se le regala la buena vida humana ni nadie consigue lo conveniente para él sin coraje y sin esfuerzo: por eso virtud deriva etimológicamente de vir, la fuerza viril del guerrero que se impone en el combate contra la mayoría. amaciones.
El meollo de la responsabilidad, por si te interesa saberlo, no consiste simplemente en tener la gallardía o la honradez de asumir las propias meteduras de pata sin buscar excusas a derecha e izquierda. El tipo responsable es; consciente de lo real de su libertad. Y empleo «real» en el doble sentido de «auténtico» o «verdadero» pero también de «propio de un rey»: el que toma decisiones sin que nadie por encima suyo le dé órdenes. Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo, me va definiendo, me va inventando. Al elegir lo que quiero hacer voy transformándome poco a poco. Todas mis decisiones dejan huella en mí mismo antes de dejarla en el mundo que me rodea.
a) El que cree que no quiere nada, el que dice que todo le da igual, el que vive en un perpetuo bostezo o en siesta permanente, aunque tenga los ojos abiertos y no ronque.
b) El que cree que lo quiere todo, lo primero que se le presenta y lo contrario de lo que se le presenta: marcharse y quedarse, bailar y estar sentado, masticar ajos y dar besos sublimes, todo a la vez.
c) El que no sabe lo que quiere ni se molesta en averiguarlo. Imita los quereres de sus vecinos o les lleva la contraria porque sí, todo lo que hace está dictado por la opinión mayoritaria de los que le rodean: es conformista sin reflexión o rebelde sin causa.
d) El que sabe que quiere y sabe lo que quiere y, más o menos, sabe por qué lo quiere pero lo quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. A fin de cuentas, termina siempre haciendo lo que no quiere y dejando lo que quiere para mañana, a ver si entonces se encuentra más entonado.
e) El que quiere con fuerza y ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha engañado a sí mismo sobre lo que es la realidad, se despista enormemente y termina confundiendo la buena vida con aquello que va a hacerle polvo.
Todos estos tipos de imbecilidad necesitan bastón, es decir, necesitan apoyarse en cosas de fuera, ajenas, que no tienen nada que ver con la libertad y la reflexión propias.
Conclusión: ¡alerta! ¡en guardia!, ¡la imbecilidad acecha y no perdona!
Uno puede ser imbécil para las matemáticas (¡mea culpa!) y no serlo para la moral, es decir, para la buena vida. Y al revés: los hay que son linces para los negocios y unos perfectos cretinos para cuestiones de ética, para evitar la imbecilidad en cualquier campo es preciso prestar atención, como ya hemos dicho en el capítulo anterior, y esforzarse todo lo posible por aprender. En estos requisitos coinciden la física o la arqueología la ética. Pero el negocio de vivir bien no es lo mismo que el de saber cuánto son dos y dos. Saber cuánto son dos y dos es cosa preciosa, sin duda, pero al imbécil moral no es esa sabiduría la que puede librarle del gran batacazo.
Lo contrario de ser moralmente imbécil es tener conciencia. Pero la conciencia no es algo que le toque a uno en una tómbola ni que nos caiga del cielo. Por supuesto, hay que reconocer que ciertas personas tienen desde pequeñas mejor «oído» ético que otras y un «buen gusto» moral espontáneo, pero este, «oído» y ese «buen gusto» pueden afirmarse y desarrollarse con la práctica
Bueno, admito que para lograr tener conciencia hacen falta algunas cualidades innatas, como para apreciar la música o disfrutar con el arte. Y supongo que también serán favorables ciertos requisitos sociales y económicos pues a quien se ha visto desde la cuna privado de lo humanamente más necesario es difícil exigirle la misma facilidad para comprender lo de la buena vida que a los que tuvieron mejor suerte. Si nadie te trata como humano, no es raro que vayas a lo bestia... Pero una vez concedido ese mínimo, creo que el resto depende de la atención y esfuerzo de cada cual. La conciencia esta dentro de los siguientes rasgos:
a) Saber que no todo da igual porque queremos realmente vivir y además vivir bien, humanamente bien.
b) Estar dispuestos a fijarnos en si lo que hacemos corresponde a lo que de veras queremos o no.
c) A base de práctica, ir desarrollando el buen gusto moral de tal modo que haya ciertas cosas que nos repugne espontáneamente hacer.
d) Renunciar a buscar coartadas que disimulen que somos libres y por tanto razonablemente responsables de las consecuencias de nuestros actos.
Como verás, no invoco en estos rasgos descriptivos motivo diferente para preferir lo de aquí a lo de allá, la conciencia a la imbecilidad, que tu propio provecho. Por qué está mal lo que llamamos «malo»? Porque no le deja a uno vivir la buena vida que queremos. Por lo general la palabra «egoísmo» suele tener mala prensa: se llama «egoísta» a quien sólo piensa en sí mismo y no se preocupa por los demás, hasta el punto de fastidiarles tranquilamente si con ello obtiene algún beneficio.
Cuando se roba, ese algo (respeto, amistad, amor) pierde todo su buen gusto y a la larga se convierte en veneno. Los «egoístas» se parecen a esos concursantes del Un, dos, tres o de El precio justo que quieren conseguir el premio mayor pero se equivocan y piden la calabaza que no vale nada...
Sólo deberíamos llamar egoísta consecuente al que sabe de verdad lo que le conviene para vivir bien y se esfuerza por conseguirlo. El que se harta de todo lo que le sienta mal (odio, caprichos criminales, lentejas compradas a precio de lágrimas, etc.) en el fondo quisiera ser egoísta pero no sabe. Pertenece al gremio de los imbéciles y habría que recetarle un poco de conciencia para que se amase mejor a sí mismo.
Un trono no concede automáticamente ni amor ni respeto verdadero: sólo garantiza adulación temor y servilismo. Sobre todo cuando se consigue por medio de fechorías, como en el caso de Ricardo III. En vez de compensar de algún modo su deformación física Gloucester se deforma también por dentro. Ni de su joroba ni de su cojera tenía él la culpa, por lo que no había razón para avergonzarse de esas casualidades infortunadas: los que se rieran de él o le despreciaran por ellas son quienes hubieran debido avergonzarse. Por fuera los demás le veían contrahecho, pero él por dentro podía haberse sabido inteligente, generoso y digno de afecto; si se hubiera amado de verdad a sí mismo, debería haber intentado exteriorizar por medio de su conducta ese interior limpio y recto, su verdadero yo. Por el contrario, sus crímenes le convierten ante sus propios ojos (cuando se mira a sí mismo por dentro, allí donde nadie más que él es testigo) en un monstruo más repugnante que cualquier contrahecho físico. ¿Por qué? Porque de sus jorobas y cojeras morales es él mismo responsable, a diferencia de las otras que eran azares de la naturaleza. La corona manchada de traición y de sangre no le hace más amable, ni mucho menos: ahora se sabe menos digno de amor que nunca y ni él mismo se quiere ya.
palabras como «culpa» o «responsable». Suenan a lo que habitualmente se relaciona con la conciencia,. No me ha faltado más que mencionar el mas «feo» de esos títulos: remordimiento. Sin duda lo que amarga la existencia a Gloucester y no le deja disfrutar de su trono ni de su poder son ante todo los remordimientos de su conciencia. Y ahora yo te pregunto: ¿sabes de dónde vienen los remordimientos? En algunos casos, me dirás, son reflejos íntimos del miedo que sentimos ante el castigo que puede merecer nuestro mal comportamiento. Fíjate: uno puede lamentar haber obrado mal aunque esté razonablemente seguro de que nada ni nadie va a tomar represalias contra él. Y es que, al actuar mal y darnos cuenta de ello comprendemos que ya estamos siendo castigados, que nos hemos estropeado a nosotros mismos voluntariamente. No hay peor castigo que darse cuenta de que uno está boicoteando con sus actos lo que en realidad quiere ser...
¿Que de dónde vienen los remordimientos? Para mí está muy claro: de nuestra libertad. Si no fuésemos libres, no podríamos sentirnos culpables (ni orgullosos, claro) de nada y evitaríamos los remordimientos. Por eso cuando sabemos que hemos hecho algo vergonzoso procuramos asegurar que no tuvimos otro remedio que obrar así, que no pudimos elegir: «yo cumplí órdenes de mis superiores», «vi que todo el mundo hacía lo mismo», «perdí la cabeza», «es más fuerte que yo», «no me di cuenta de lo que hacía», etcétera. Del mismo modo el niño pequeño, cuando se cae al suelo y se rompe el tarro de mermelada que intentaba coger de lo alto de la estantería, grita lloroso: «¡Yo no he sido!» Lo grita precisamente porque sabe que ha sido él; si no fuera así, ni se molestaría en decir nada y quizá hasta se riese y todo. En cambio, si ha dibujado algo muy bonito en seguida proclamará: «¡Lo he hecho yo solito, nadie me ha ayudado!» Del mismo modo, ya mayores, queremos siempre ser libres para atribuirnos el mérito de lo que logramos pero preferimos confesarnos «esclavos de las circunstancias» cuando nuestros actos no son precisamente gloriosos.
Y lo serio de la libertad es que tiene efectos indudables, que no se pueden borrar a conveniencia una vez producidos. Lo serio de la libertad es que cada acto libre que hago limita mis posibilidades al elegir y realizar una de ellas. Y no vale la trampa de esperar a ver si el resultado es bueno o malo antes de asumir si soy o no su responsable. Quizá pueda engañar al observador de fuera, como pretende el niño que dice «¡yo no he sido!», pero a mí mismo nunca me puedo engañar del todo.
De modo que lo que llamamos «remordimiento» no es más que el descontento que sentimos con nosotros mismos cuando hemos empleado mal la libertad, es decir, cuando la hemos utilizado en contradicción con lo que de veras queremos como seres humanos. Y Ser responsable es saberse auténticamente libre, para bien y para mal: apechugar con las consecuencias de lo que hemos hecho, enmendar lo malo que pueda enmendarse y aprovechar al máximo lo bueno. El mundo que nos rodea, si te fijas, está lleno de ofrecimiento para descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. La culpa de lo malo que sucede parece ser de las circunstancias, de la sociedad en la que vivimos, del sistema capitalista, del carácter que tengo no me educaron bien, de los anuncios de la tele, de las tentaciones que se ofrecen en los escaparates, de los ejemplos irresistibles y perniciosos... Acabo de usar la palabra clave de estas justificaciones: irresistible. Todos los que quieren dimitir de su responsabilidad creen en lo irresistible, aquello que avasalla sin remedio, sea propaganda, droga, apetito, soborno, amenaza, forma de ser... lo que salte. Los partidarios del autoritarismo creen firmemente en lo irresistible y sostienen que es necesario prohibir todo lo que puede resultar avasallador
Un gran poeta y narrador argentino, Jorge Luis Borges, hace al principio de uno de sus cuentos la siguiente reflexión sobre cierto antepasado suyo: «Le tocaron, como a todos los hombres malos tiempos en que vivir.» En efecto, nadie ha vivido nunca en tiempos completamente favorables, en los que resulte sencillo ser hombre y llevar una buena vida. Siempre ha habido violencia, rapiña, cobardía, imbecilidad (moral y de la otra), mentiras aceptadas como verdades porque son agradables de oír... A nadie se le regala la buena vida humana ni nadie consigue lo conveniente para él sin coraje y sin esfuerzo: por eso virtud deriva etimológicamente de vir, la fuerza viril del guerrero que se impone en el combate contra la mayoría. amaciones.
El meollo de la responsabilidad, por si te interesa saberlo, no consiste simplemente en tener la gallardía o la honradez de asumir las propias meteduras de pata sin buscar excusas a derecha e izquierda. El tipo responsable es; consciente de lo real de su libertad. Y empleo «real» en el doble sentido de «auténtico» o «verdadero» pero también de «propio de un rey»: el que toma decisiones sin que nadie por encima suyo le dé órdenes. Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo, me va definiendo, me va inventando. Al elegir lo que quiero hacer voy transformándome poco a poco. Todas mis decisiones dejan huella en mí mismo antes de dejarla en el mundo que me rodea.
sábado, 29 de septiembre de 2007
Ella Fitzgerald - Sammy Davis Jr. S Wonderful. George Gershwin.
La Gloriosa Ella Fitzgerald...!!!
viernes, 28 de septiembre de 2007
Carta desde el exilio. JOP.
Gracias por todo. Estoy encantada con este lugar. Esta lleno de luz y de sol y el verde abunda por todas partes. Igual en casa tengo las plantas que me regalaste; tus plantas. Están muy bien a pesar del largo viaje. Me acuerdo de regarlas y escuchan música, de mi estilo, pero no se quejan, son buenas. Nos llevamos bien. Yo las riego y las saco al balcón cuando el clima es propicio y ellas a cambio me escuchan y no hacen ningún comentario; son muy reservadas, salieron a vos.
Cuando subí al tren que me trajo hasta acá pensé que jamás podría dejar atrás tantas cosas; que esas tantas cosas que llevaba conmigo podrían quedar atrás sin tener que transportarlas dentro. Pero afortunadamente me equivoqué. No sólo quedaron allá todos mis recuerdos tediosos sino que el espacio que dejaron abunda en la necesidad de nuevas experiencias. Ahora más cálidas y cordiales.
Te cuento que la casa esta pintada de un blanco inmaculado y posee unas ventanas enormes que se orientan hacia el norte, justo debajo de la Sierra Mayor que desborda de verde. El living remata en una terraza de laja virgen adonde el sol nunca deja de deslizar sus rayos. Allí paso gran parte de la mañana porque no solo la vista es inmejorable sino porque es el lugar donde el aroma de los pinos y los eucaliptos se concentra con mayor intensidad, y como sabes, amo el aroma de esos árboles.
El otro día mirando hacia el costado de la ladera de la Sierra Mayor vi a dos pequeños pájaros haciendo su nido en uno de los tantos árboles que yacen por ahí. Pensaba en cuánto daría porque fuera tan sencillo para nosotros construir un hogar como lo es para ellos. Aunque también es cierto que sólo lo hacen en beneficio de la prole y, terminado el período de crianza, se abandonan sin ningún resquemor para volver a emprender el ciclo con otro circunstancial cónyuge.
Ya me conocés, no puedo evitar ponerme nostálgica, a la vez que más triste con el paso de los años. Yo, que nunca creí en esencias de ninguna índole, no puedo dejar de admitir, ante la abrumadora evidencia, que llevamos en nosotros ciertas marcas que nos hacen inalterables. Esas marcas, -en este caso, mis marcas-, están constituidas de tristeza y de una perenne añoranza de no sé que estado de bienestar que nunca conseguí siquiera rozar.
Tampoco sé bien por qué te escribo esta carta, aunque intuyo que lo hago porque sé fehacientemente que sos la única persona en este mundo que supo conocerme en mi más profunda intimidad. Por eso, a pesar de todo, me resisto a soltar mis sentimientos hacia vos, aunque ya sea imposible para nosotros compartir tiempo y espacio.
Espero que de estas palabras no se desprenda que guardo algún tipo de rencor hacia lo nuestro; no esta en mi presencia de ánimo abrigar tal sentimiento; sería impropio con lo compartido. Es que cuando la nostalgia me atraviesa y los aromas de esta maldita primavera, llena de esperanza y de vida renovada, se arremolinan a mi alrededor, estas sensaciones que acarreo desde pequeña se hacen tan claras que las percibo como cristales arañando el centro de mi pecho; y como también lo sabés, porque me conocés mucho, me duelen.
La otra tarde, después de ordenar un poco las cosas de la mudanza, salí a ver si podía comprar algo para la cena y, a unas cuadras de aquí, encontré un pequeñísimo almacén cuya dueña, una señora de unos treinta y pico de años, con una sonrisa interminable y una alegría contagiosa que le sale hasta por sus pelos revueltos, me contó que vino aquí hace unos diez años después de que su marido la abandonara con sus cuatro hijos. No terminaba nunca de derramar halagos por este sitio que ella seguramente ama con toda su alma, mientras sus pequeños jugaban en la parte delantera del precario negocio. Me contó de cuando, hace más o menos dos años, nevó inesperadamente; de cuando por la mañana se queda mirando la ladera norte de la Sierra Mayor y de cómo el sol cambia lentamente el color de la vegetación en su costado; de cuando a la tardecita se sienta a tomar mates con su comadre en la puerta de su negocito, mientras disfrutan de las galletitas caseras que preparan especialmente para ese evento impostergable; de cuando se instala la feria ambulante que suele iniciar sus periplos en temporada veraniega; de lo feliz que es en este lugar y al que jamás abandonaría por nada del mundo. No te imaginás cómo envidié y sigo envidiando a esta mujer cuya apariencia es de una mujer de muchos más que de treinta y pico. Ella ha encontrado su lugar en este mundo y, a pesar de nuestras incesantes búsquedas y nuestros interminables insomnios y nuestras agotadoras elucubraciones, es algo que muchos jamás vamos a conseguir.
En fin, ya estoy aquí. Todavía no estoy del todo segura de por qué elegí este lugar para venir a instalarme. En parte supongo que es para que los lugares que compartimos juntos no me hagan recordarte una y otra vez. Quedándome allí, estoy segura que jamás podría olvidarte. Pero aparte de eso, no sé bien qué hago en este lugar. Tampoco sé que es lo que voy a hacer de ahora en más. En este momento tengo la sensación de que el tiempo futuro es un largo camino que no conduce a ninguna parte. Pero bueno, ya sabemos cómo suele presentársenos el futuro a nosotros los nostálgicos de siempre.
Mejor me despido porque no quiero cansarte con mi perorata que no ha cambiado mucho en los últimos treinta años.
Tuya, a falta de alguien que te supere.
Cuando subí al tren que me trajo hasta acá pensé que jamás podría dejar atrás tantas cosas; que esas tantas cosas que llevaba conmigo podrían quedar atrás sin tener que transportarlas dentro. Pero afortunadamente me equivoqué. No sólo quedaron allá todos mis recuerdos tediosos sino que el espacio que dejaron abunda en la necesidad de nuevas experiencias. Ahora más cálidas y cordiales.
Te cuento que la casa esta pintada de un blanco inmaculado y posee unas ventanas enormes que se orientan hacia el norte, justo debajo de la Sierra Mayor que desborda de verde. El living remata en una terraza de laja virgen adonde el sol nunca deja de deslizar sus rayos. Allí paso gran parte de la mañana porque no solo la vista es inmejorable sino porque es el lugar donde el aroma de los pinos y los eucaliptos se concentra con mayor intensidad, y como sabes, amo el aroma de esos árboles.
El otro día mirando hacia el costado de la ladera de la Sierra Mayor vi a dos pequeños pájaros haciendo su nido en uno de los tantos árboles que yacen por ahí. Pensaba en cuánto daría porque fuera tan sencillo para nosotros construir un hogar como lo es para ellos. Aunque también es cierto que sólo lo hacen en beneficio de la prole y, terminado el período de crianza, se abandonan sin ningún resquemor para volver a emprender el ciclo con otro circunstancial cónyuge.
Ya me conocés, no puedo evitar ponerme nostálgica, a la vez que más triste con el paso de los años. Yo, que nunca creí en esencias de ninguna índole, no puedo dejar de admitir, ante la abrumadora evidencia, que llevamos en nosotros ciertas marcas que nos hacen inalterables. Esas marcas, -en este caso, mis marcas-, están constituidas de tristeza y de una perenne añoranza de no sé que estado de bienestar que nunca conseguí siquiera rozar.
Tampoco sé bien por qué te escribo esta carta, aunque intuyo que lo hago porque sé fehacientemente que sos la única persona en este mundo que supo conocerme en mi más profunda intimidad. Por eso, a pesar de todo, me resisto a soltar mis sentimientos hacia vos, aunque ya sea imposible para nosotros compartir tiempo y espacio.
Espero que de estas palabras no se desprenda que guardo algún tipo de rencor hacia lo nuestro; no esta en mi presencia de ánimo abrigar tal sentimiento; sería impropio con lo compartido. Es que cuando la nostalgia me atraviesa y los aromas de esta maldita primavera, llena de esperanza y de vida renovada, se arremolinan a mi alrededor, estas sensaciones que acarreo desde pequeña se hacen tan claras que las percibo como cristales arañando el centro de mi pecho; y como también lo sabés, porque me conocés mucho, me duelen.
La otra tarde, después de ordenar un poco las cosas de la mudanza, salí a ver si podía comprar algo para la cena y, a unas cuadras de aquí, encontré un pequeñísimo almacén cuya dueña, una señora de unos treinta y pico de años, con una sonrisa interminable y una alegría contagiosa que le sale hasta por sus pelos revueltos, me contó que vino aquí hace unos diez años después de que su marido la abandonara con sus cuatro hijos. No terminaba nunca de derramar halagos por este sitio que ella seguramente ama con toda su alma, mientras sus pequeños jugaban en la parte delantera del precario negocio. Me contó de cuando, hace más o menos dos años, nevó inesperadamente; de cuando por la mañana se queda mirando la ladera norte de la Sierra Mayor y de cómo el sol cambia lentamente el color de la vegetación en su costado; de cuando a la tardecita se sienta a tomar mates con su comadre en la puerta de su negocito, mientras disfrutan de las galletitas caseras que preparan especialmente para ese evento impostergable; de cuando se instala la feria ambulante que suele iniciar sus periplos en temporada veraniega; de lo feliz que es en este lugar y al que jamás abandonaría por nada del mundo. No te imaginás cómo envidié y sigo envidiando a esta mujer cuya apariencia es de una mujer de muchos más que de treinta y pico. Ella ha encontrado su lugar en este mundo y, a pesar de nuestras incesantes búsquedas y nuestros interminables insomnios y nuestras agotadoras elucubraciones, es algo que muchos jamás vamos a conseguir.
En fin, ya estoy aquí. Todavía no estoy del todo segura de por qué elegí este lugar para venir a instalarme. En parte supongo que es para que los lugares que compartimos juntos no me hagan recordarte una y otra vez. Quedándome allí, estoy segura que jamás podría olvidarte. Pero aparte de eso, no sé bien qué hago en este lugar. Tampoco sé que es lo que voy a hacer de ahora en más. En este momento tengo la sensación de que el tiempo futuro es un largo camino que no conduce a ninguna parte. Pero bueno, ya sabemos cómo suele presentársenos el futuro a nosotros los nostálgicos de siempre.
Mejor me despido porque no quiero cansarte con mi perorata que no ha cambiado mucho en los últimos treinta años.
Tuya, a falta de alguien que te supere.
lunes, 24 de septiembre de 2007
viernes, 21 de septiembre de 2007
de Eduardo Galeano...
Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco. No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los críos. Los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales). ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad. ¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por donde se entra. Lo más probable es que lo de ahora está bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. ¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo como un viejito ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos! Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida. ¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces. ¡Nos están fastidiando!¡¡Yo los descubrí. Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica. ¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike? ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommiers casa por casa? ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros? Todo se tira, todo se desecha y mientras tanto producimos más y más basura. El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de........... años! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII). No existía el plástico ni el nylon. La goma solo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan. Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban. De por ahí vengo yo. Y no es que haya sido mejor. Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el "guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo" pasarse al "compre y tire que ya se viene el modelo nuevo". Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo. Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron? En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos... ¡¡Como guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡Guardábamos las chapitas de los refrescos! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos! Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Tubitos de plástico sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón. Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín. Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver!!. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne! Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posa-mates y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con que intención, y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía "este es un 4 de bastos". Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo. Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden "matarlos" apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada. Ni a Walt Disney. Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: "Cómase el helado y después tire la copita", nosotros dijimos que sí, pero, ¡ minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella. Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. Ah ¡ No lo voy a hacer! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable. Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour. Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la bruja me gane de mano y sea yo el entregado.
Texto extraido desde www.unosyotros.blogspot.com
Texto extraido desde www.unosyotros.blogspot.com
Comentario de juristas....
"El hombre es malo, individualista y egoísta, por lo tanto, hay que darle con el Estado."
sábado, 15 de septiembre de 2007
Frente al mar. Alfonsina Storni.
Oh mar, enorme mar, corazón fiero
De ritmo desigual, corazón malo,
Yo soy más blanda que ese pobre palo
Que se pudre en tus ondas prisionero.
Oh mar, dame tu cólera tremenda,
Yo me pasé la vida perdonando,
Porque entendía, mar, yo me fui dando:
«Piedad, piedad para el que más ofenda».
Vulgaridad, vulgaridad me acosa.
Ah, me han comprado la ciudad y el hombre.
Hazme tener tu cólera sin nombre:
Ya me fatiga esta misión de rosa.
¿Ves al vulgar? Ese vulgar me apena,
Me falta el aire y donde falta quedo,
Quisiera no entender, pero no puedo:
Es la vulgaridad que me envenena.
Me empobrecí porque entender abruma,
Me empobrecí porque entender sofoca,
¡Bendecida la fuerza de la roca!
Yo tengo el corazón como la espuma.
Mar, yo soñaba ser como tú eres,
Allá en las tardes que la vida mía
Bajo las horas cálidas se abría...
Ah, yo soñaba ser como tú eres.
Mírame aquí, pequeña, miserable,
Todo dolor me vence, todo sueño;
Mar, dame, dame el inefable empeño
De tornarme soberbia, inalcanzable.
Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza.
¡Aire de mar!... ¡Oh, tempestad! ¡Oh enojo!
Desdichada de mí, soy un abrojo,
Y muero, mar, sucumbo en mi pobreza.
Y el alma mía es como el mar, es eso,
Ah, la ciudad la pudre y la equivoca;
Pequeña vida que dolor provoca,
¡Que pueda libertarme de su peso!
Vuele mi empeño, mi esperanza vuele...
La vida mía debió ser horrible,
Debió ser una arteria incontenible
Y apenas es cicatriz que siempre duele.
Foto: JOP.
viernes, 14 de septiembre de 2007
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