martes, 26 de febrero de 2013
jueves, 21 de febrero de 2013
La muerte ya no existe
Por Luis Guerrero Martínez
La muerte de Iván Ilich, escrita por León Tolstoi en 1886, es una obra paradigmática sobre la muerte como situación límite; sobre el drama del sentido de la vida ante la cercanía de la muerte. La novela presenta la historia de una persona que encarna el estilo de vida y los parámetros existenciales de muchas personas, los cuales son bruscamente cuestionados por la enfermedad y la proximidad de la muerte. La lectura de La muerte de Iván Ilich puede hacerse en tres niveles superpuestos. El primero es el nivel de la crítica social, que Tolstoi propone en la mayor parte de su obra. En el caso de La muerte..., la crítica recorre dos caminos; el primero es el de la insensibilidad social ante la muerte de los demás, y el otro es el de la vida de una persona que refleja el vacío al que habitúan los convencionalismos sociales. Pero hay un segundo nivel, el del recorrido existencial ante la proximidad de la muerte. El relato abarca los últimos meses de la vida de Iván Ilich, y Tolstoi acentúa el drama al establecer un doble contraste: por una parte, presenta a una persona que se apaga mientras recuerda los momentos en que gozaba de salud, éxito y riquezas; por otra, confronta su padecimiento con la indiferencia de su esposa, sus hijos, los médicos, colegas.
El tercer nivel corresponde al último pensamiento de Iván: “Ha terminado la muerte. Ya no existe”. Este nivel se articula con lo que formularía Ludwig Wittgenstein en Tractatus Logico-Philosophicus: “La muerte no es un ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive”. En este nivel –en el que está presente un sentimiento de extrañeza– hay una propuesta muy del estilo de Tolstoi en relación con el significado de la muerte.
El dramatismo existencial con el que Iván Ilich vive la proximidad de su muerte tiene un contrapunto, que lo acentúa, cuando Tolstoi expone la trivialidad con la que se enfrenta la muerte de los demás. Heidegger mencionaba que la muerte de otro puede ser ocasión para reflexionar sobre el carácter temporal del ser humano, pero a menudo la muerte de otra persona se convierte en un acontecimiento que despierta el morbo: ¿cómo fue su muerte?, ¿cuántos hijos deja?, ¿qué va a ser de su mujer? En el relato de Tolstoi, las cavilaciones de otros están dirigidas a las vacantes laborales que el fallecimiento de Iván Ilich producirá. Y una parte del contexto de estas reacciones es el de los convencionalismos fúnebres, que Tolstoi deja al descubierto.
En cualquier caso, hay una tendencia natural a evadir la muerte de otra persona como algo que nos concierna, al fin y al cabo el que se muere es otro. “Aparte de las reflexiones sobre posibles nombramientos y cambios en el servicio, que podría traer consigo ese fallecimiento, el hecho mismo de la muerte de un conocido provocó en cuantos recibieron la noticia, según ocurre siempre, un sentimiento de alegría, porque había muerto otro y no ellos”, se lee en La muerte de Iván Ilich. Karl Jaspers explica este fenómeno de distanciamiento hacia la muerte de la siguiente manera: “El hombre que sabe que ha de morir considera este acontecimiento como una expectación para un indeterminado punto del tiempo; pero, en tanto que la muerte no desempeña para él otro papel que tener cuidado de evitarla, la muerte sigue sin ser para el hombre una situación límite”.
Inclusive el sepelio resulta para los amigos de Iván una obligación fastidiosa: no saben qué hacer ni qué decir, e interrumpe rutinas y compromisos sociales más agradables. La actitud de la esposa en el velorio se resume en guardar las apariencias, ya que la principal preocupación que tiene en mente no es la muerte de su esposo sino el futuro de ella; en especial, le preocupa la forma de obtener todo el dinero posible de los seguros de vida. Pero la crítica de Tolstoi va mucho más allá, en el recorrido que hace por la vida de Iván, en especial sus últimos meses. A Iván Illich lo enfadan los rituales y la hipocresía de los médicos, quienes no atinan a hacer un diagnóstico ni a dar un remedio y, sin embargo, conservan la falsa actitud de tenerlo todo bajo control y se dan aires de importancia, como si de ellos dependiera la vida del paciente. A esto se suma la molesta simplificación que los demás personajes hacen de los sufrimientos de Iván, ya que para ellos la cuestión es que el enfermo no sigue al pie de la letra las indicaciones médicas.
El derrumbe espiritual de Iván está motivado, en primer lugar, por los dolores que experimenta, como señales de que su muerte está próxima, pero también por la indiferencia de los demás ante sus padecimientos. La convicción de que se está muriendo y que a nadie le importa se traduce en una enorme soledad. “Los que lo rodeaban no lo comprendían o no querían comprenderlo, y pensaban que todo seguía igual que siempre. Eso era lo que más hacía sufrir a Iván Ilich.” En especial es sensible a la soledad que le resulta de la indiferencia de su familia; para su esposa y su hija, la enfermedad, las quejas, los cuidados que requiere Iván son molestos, en la medida que alteran su vida diaria. Acerca de la soledad, uno de los fragmentos más dramáticos es el que describe la actitud de la hija: al volver de un médico, Iván empieza a contarle a su mujer lo que le dijo el doctor cuando “entró su hija, con el sombrero puesto: se disponía a salir con Praskovia Fiodorovna [su madre]. Hizo un esfuerzo para sentarse a escuchar las palabras aburridas de Iván Ilich; pero no pudo resistirlas hasta el final, ni la madre tampoco”. Para la hija, fuerte, sana y enamorada, la enfermedad de su padre es irritante porque estorba su felicidad. Por su parte, Iván quiere que alguien lo compadezca y le tenga lástima, la que se le tiene a un niño enfermo.
Revelación de la vida
El contraste entre la vida ordinaria que la sociedad impone y el drama de una vida que se apaga se manifiesta en la soledad de Iván Ilich. Gracias a la recreación de este sentimiento por Tolstoi es posible comprender la trampa que suele constituir el rejuego de la vida y de la muerte.
El miedo a la muerte no es sino una proyección del deseo de vivir y suele encerrar la trágica paradoja de que, en tanto cercena los impulsos de la vida, se dejan de asumir los riesgos que ésta incluye. De esta forma, al protegernos de la muerte imposibilitamos el desarrollo de la vida. En esta paradoja, la sociedad y los estereotipos culturales favorecen el adormecimiento de la vida. En la sociedad es muy fácil protegerse, al menos en apariencia, de los peligros de la vida, pero esa protección tiene un costo: la vitalidad cede ante los parámetros y convencionalismos sociales. Soren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche coincidieron en este punto. Para ambos existe un peligro mayor que el de la muerte: la pérdida del yo por miedo a la vida o, en otras palabras, por la comodidad que produce ser uno más en la sociedad.
Kierkegaard, en La enfermedad mortal, lo expresa de la siguiente manera: “Todo ser humano en su estructura primitiva está natural y cuidadosamente dispuesto para ser un yo, por lo que no debe, de ninguna manera, renunciar a ser sí mismo por miedo a los hombres. Sin embargo, con tanto mirar a la muchedumbre de los hombres en torno suyo, con tanto ajetreo en toda clase de negocios mundanos, con tanto afán por llegar a ser prudente en el conocimiento de la marcha de todas las cosas en el mundo, el yo va olvidándose de sí mismo, sin atreverse ya a tener fe en sí mismo, pues es infinitamente mucho más fácil y seguro ser como los demás, es decir, un mono de imitación, un número en medio de la multitud.”
Nietzsche insiste en esta misma idea a lo largo de su obra. En Schopenhauer como educador, afirma lo siguiente: “En el fondo todo hombre sabe muy bien que sólo está una vez, en cuanto ejemplar único, sobre la Tierra. Lo sabe, pero lo esconde, como si se tratara de un remordimiento de conciencia. ¿Por qué? Por miedo al vecino, que exige el convencionalismo y se oculta tras él. Pero ¿qué es lo que lleva al individuo a temer a su vecino, a pensar y obrar con el rebaño y a no estar contento de sí mismo? En algunos, pocos y raros, tal vez el pudor. En los más, la comodidad, la inercia, en una palabra, la tendencia a la pereza”.
En el ámbito literario, Saint-Exupéry retoma muchas veces esta misma idea; baste recordar el siguiente pasaje de Tierra de hombres: “Viejo burócrata, has construido tu paz a fuerza de bloquear con cemento, como lo hacen las termitas, todas las salidas hacia la luz. Has rodado como una bola en tu seguridad burguesa; en tus rutinas, en los ritos asfixiantes de tu vida provinciana, has alzado esa humilde muralla contra los vientos y las mareas y las estrellas. No quieres inquietarte con los graves problemas, bastante trabajo has tenido con olvidar tu condición de hombre. No eres el habitante de un planeta errante, no planteas preguntas sin respuesta. Nadie te ha sacudido por los hombros cuando aún era tiempo. Ahora la arcilla con la cual estás hecho se ha secado y endurecido y nada en ti podría, en adelante, despertar al músico dormido, o al poeta, o al astrónomo que quizá te habitaban al principio”.
La muerte de Iván Ilich está en la misma línea reflexiva. Tolstoi relata la vida de Iván Ilich como muy afianzada en los estereotipos sociales: la profesión, los éxitos laborales, el status social que ha adquirido, la influencia que ha logrado, el ajetreo diario de un hombre citadino en la Rusia decimonónica. Pero la aparente seguridad ante la vida encierra un contrasentido. En un primer momento, a Iván Ilich le aterroriza la posibilidad de la muerte, sobre todo porque se siente cómodamente instalado en la vida: “El ejemplo del silogismo que había aprendido en la lógica de Kiseveter: ‘Cayo es un hombre; los hombres son mortales. Por tanto, Cayo es mortal’, le parecía aplicable solamente a Cayo, pero de ningún modo a sí mismo. Cayo era un hombre como todos, y eso era perfectamente justo; pero él no era Cayo, no era un hombre como todos, sino que siempre había sido completamente distinto de los demás”.
Su estilo de vida constituye un bien preciado del que la muerte puede despojarlo súbitamente, pero es confrontado por la enfermedad y la proximidad de la muerte. En los pocos meses que transcurren desde los primeros síntomas de la enfermedad hasta su fallecimiento, Iván Ilich va cobrando conciencia del sinsentido de su vida, se va gestando paulatinamente en él una transformación, de tal suerte que hacia el final de su enfermedad lo que le angustia de la muerte ya no es la pérdida de sus éxitos y sus comodidades, sino el vacío de su propia vida; se siente incapaz de morir sin haber vivido, no quiere morir teniendo una fuerte deuda con la vida. “Luchaba por volver a sus ideas de antes, aquellas ideas que le ocultaban la de la muerte. Pero cosa rara: lo que antes velaba, ocultaba y destruía la conciencia de la muerte no producía ahora el mismo efecto.”
Finalmente comprende que aquellas cosas que no quería perder habían constituido durante gran parte de su existencia el medio para perder su vida. Paradójicamente, lo que constituía su seguridad ante la vida había sido su ruina. El último día de su vida, Iván acepta su situación: “Su carrera, su modo de vivir, su familia y aquellos intereses de la sociedad y del servicio, todo podía haber sido distinto de lo que debía ser. Trató de defender todo aquello ante sí mismo. Súbitamente, se dio cuenta de la inconsistencia de lo que defendía; y ya no quedó nada por defender”.
La novela concluye con dos párrafos que en una primera lectura parecen desconcertantes. “‘¿Y el dolor?’, se preguntó. ‘¿Qué hago con él? ¿Dónde estás, dolor?’.” Minutos después, en los últimos instantes de su vida, se dice: “Ha terminado la muerte. Ya no existe”. Lo que hasta un día antes había atormentado a Iván desapareció súbitamente. La misma narración nos muestra dos motivos detrás del acontecimiento. El primero tiene que ver con la clara conciencia y aceptación de que los parámetros que habían guiado la vida de Iván eran equivocados. En este sentido, el miedo a la muerte como sujeción a esos parámetros ya no tenía cabida, y entonces tampoco tenía ya sentido el miedo a la muerte que lo atormentaba. El segundo motivo y tal vez el más fuerte es la conciencia de que aún hay tiempo de corregir; la convicción de que aún es posible hacer algo por los demás, al menos para no causarles daño y liberarlos de los sufrimientos que su situación les provoca. En ambos sentidos, los últimos pensamientos de Iván atestiguan la convicción de Tolstoi de que la muerte que se teme es la misma muerte que impide la vida y la convierte en vacío.
viernes, 8 de febrero de 2013
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