Esta es, incrédulos del mundo entero, una historia pequeña, simple y sin trascendencia, que puede suceder en cualquier rincón de cualquier ciudad del planeta. Pero por pequeña, sencilla e intrascendente, no podría juzgársela menos verídica.
Porque a veces la pulsión de vida encuentra resquicios por los que manifestarse, aquella noche después de mucho tiempo, decidí salir de casa.
Por esos avatares pre vacacionales en los que esta envuelta Buenos Aires en el mes de diciembre, la obra de teatro que tenía en mente había sido levantada de cartel hasta mediados de enero. Así fue que, frente a la boletería y en menos de un minuto, habían acabado mis planes. Pero estaba en la calle y como eso no era un acontecimiento menor, comencé a caminar sin rumbo.
No tenía hambre y porque estaba cansado ya de comer solo, aquello lo sentí como una bendición. Había tomado la costumbre de ir a comer a dos o tres lugares sencillos que conocía bien, y los había elegido, fundamentalmente, porque los empleados habían comprendido que debían evitar hacer cualquier tipo de referencia a la ausencia de otro comensal en mi mesa. Recuerdo que una vez hace mucho tiempo -a mi edad el ejercicio de recordar es el único realizado con eficiencia- en unas malogradas vacaciones, un camarero estuvo toda la noche alrededor mío improvisando cualquier tipo de conversación con tal de evitarme una cena en soledad. O aquella otra ocurrida en el transcurso de un viaje a una zona serrana, en que luego de haber caminado horas para llegar a un restaurante ubicado en la ladera de un cerro frente a un imponente lago, en una noche magnífica, la camarera, luego de verme ingresar solo al lugar, se acercó a la mesa trayendo dos menús.
La noche era clara y tiritaban azules los astros a lo lejos cuando recordé que a un par de cuadras de donde estaba había un lugar donde conseguir un ratito de compañía solía ser una empresa sencilla. Bajé las escaleras pagué la entrada y me sumergí en ese bizarro mundo de música, humo, sudor y gemidos dispersos. Estas cosas ya no eran como en mis tiempos cuando una mirada insinuante y un sencillo diálogo armaban algún tipo de lazo para saber si continuar o simplemente despedirse. Ahora por todos lados había hombres que iban y venían caminando, entrando y saliendo de gabinetes oscuros, a veces solos, otras acompañados. Sombras que se cruzaban y se perdían en un laberinto lóbrego y sinuoso para no volver a salir durante un largo rato.
Era gracioso ver, en medio de ese singular ajetreo, a un muchacho con la remera impresa con el nombre del antro, recorrer el lugar con una palita y una escoba levantando cualquier colilla de cigarrillo o papelito que encontraba en el piso, abstraído de todo lo que pasaba a su alrededor, con la obsesión y tenacidad de una hormiga obrera. A veces se veía obligado a hacer uso de una pequeña linterna que llevaba consigo incomodando a los deambulantes ocupados como estaban en actividades privadas.
Cansado de dar vueltas sin rumbo por esos pasillos que conducen siempre a ningún lugar, me acodé en una columna cuando unos ojos marrones, profundos y rasgados se cruzaron con los míos. Recuerdo que me sentí confundido porque no podía creer que aquel muchacho de pelo revuelto a la moda, pantalón ajustado y remera de mangas largas a rayas, espalda amplia y manos fuertes, estuviera mirándome. Me hice el desentendido. Y debo reconocer que aquella primera actitud resultó más producto de la incredulidad que a falta de práctica.
Sin dudarlo me deshice de su mirada y me senté en un rincón alejado pero sin entender cuándo ni cómo, vino directo hacia mí, me extendió la mano y me saludó. ¿Quién saluda extendiendo la mano en un lugar como este?, pensé. ¿O será que la moda volvió a imponer el hábito de estrechar la mano?
Naturalmente, no pasó mucho tiempo para que comprendiera mejor la situación.
Omito aquí los pormenores del acuerdo inicial más por pudor acerca de los detalles que por algún tipo de autocensura moralizante. Sólo diré que pactamos respecto de sus honorarios y disposiciones y en cuanto a mis preferencias, aunque de haber sido del todo franco, tendría que haberle confesado que aquella noche sólo buscaba un poco de compañía y que, a mis años, eso nada tenía que ver con posibles acrobacias en el cuadrilátero de las sábanas. Porque con honestidad, ambos nos mentimos en un acuerdo tácito sin letra chica. Yo respecto de mis deseos y él, en cuanto a su historia y “versatilidades”.
Él no llegó a saberlo nunca, pero durante las seis horas y media que estuvimos juntos hizo nada más que lo que yo necesitaba: Me hizo reír. Y con su anecdotario aleatorio y desparejo me invitó a un paseo narrativo lleno de cosas inverosímiles que creí, sólo, porque aquella noche todo estaba permitido. Hasta cuando me dijo que le gustaría poder vivir en una habitación como la del hotel en que nos encontrábamos y cómo la decoraría, yendo y viniendo desnudo y haciendo gestos y ubicando muebles imaginarios en distintos lugares de la habitación. Pero también cuando, ya afuera del hotel y caminando por la calle, en un rapto de alegría que pareció sincero, me dijo: “¿Sabés cuál es mi sueño? Comprarme un Fiat 600 y pintarlo de color rojo”. Porque ante semejante anhelo no pude no sentir una profunda opresión en el pecho y verme convertido, en un segundo, en un anciano sideral.
Para mi sorpresa y podría asegurar que para la de cualquiera en mi lugar, cuando salimos del hotel me invitó a tomar una cerveza y me desafió a jugar un partido de pool: “Seguro vas a ganar porque yo no juego bien”, dijo con los ojos encendidos, formulando la invitación de modo tal que no existiera posibilidad de rechazo.
En contra de aquel presagio circunspecto, aquella vez fue el seguro ganador de un improvisado torneo porque no me pareció de caballeros amedrentar su autoestima en ciernes.
Recuerdo que esa noche volví a casa hecho una revolución, lleno de sentimientos confusos y contradictorios, convencido, más que nunca, de por qué el mundo -esa abstracción indeterminada a la que recurrimos a veces para explicarnos algunas cosas- puede ser injusto, incongruente, absurdo y fragmentario. Me sorprendía observándome al espejo sonriendo recordando el anecdotario desopilante y, acto seguido, quedaba sumergido en una tristeza indefinida. Así durante la madrugada y todo el día siguiente.
Porque Nacho -seguramente ese sea su nombre profesional; da lo mismo- existe más allá del personaje. Porque, aunque fugaces, había allí un manojo de deseos que brotaban aquí y allá en ese discurso maníaco que no cesaba de reencausarse en el rol, por momentos, indeterminado y confuso. Porque también sentí tristeza de mí mismo cuando comprobé que el paso del tiempo había vaciado de ilusiones y anhelos futuros cualquier perspectiva incierta. Que había agotado quién sabe dónde, el ánfora magnífico de aquellos bríos juveniles que ahora aparecían como difusas diademas de un pasado vivido por otra persona. Porque sólo yo parecía ver allí, a través de la máscara enmarañada e incongruente de ese muchacho, el rescoldo de un fuego apagado hacía mucho tiempo. Y porque comprendí que existe un momento de la vida en que el tiempo deja de ser ilusión, para convertirse, silenciosamente, en un meticuloso decurso sin pasado ni futuro.
Y hoy retorna, como un signo perseverante que busca reencausarse una y otra vez, el saludo con el que nos despedimos en aquella esquina vacía y con las primeras luces de la mañana sobre los edificios silenciosos cuando me abrazó y con una amplia sonrisa, me regaló una florcita blanca que había robado de una mesa del bar.