domingo, 30 de agosto de 2009

Des - encuentros


Aquella noche tuvo la sensación de haber perdido el sentido de la situación. La causa, sin ninguna base orgánica que pudiera localizarse en algún rincón de su cerebro, lo obligaba a sentirse invariablemente desorientado, fuera de lugar.
En un mundo dominado por la imagen, el silencio de la palabra plena acusa su desvarío habitual y la comunicación, fallida por definición estructural, denuncia sus mayores estragos cuando la apariencia domina la escena y el malentendido prima sobre lo real.
Cuando anduvo nuevamente en el ruedo, se sintió torpe, fuera de época, sólo por momentos -de manera fugaz y casi inasible- podía compartir algún código con algunos de su franja etaria.
Escuchaba por ahí, en medio de alguna reunión, cosas como: "¿Tenés Facebook? Pasámelo y nos comunicamos por ahí"; "Te mandé sms y no me contestaste"; "Me conecto a partir de las quince"; "Entrá al chat que te dejé un mensaje en tu perfil"... Como si el mundo hubiera entrado en una dimensión diferente, el contacto físico, la mirada, el tono y la inflexión de la voz, se habían convertido en raros artilugios similares a inalcanzables piezas de museo.
Sin embargo también escuchaba, en casi idénticas circunstancias, la misma cantinela de siempre: Que nadie quiere comprometerse realmente; que son todos unos "verseros", que nadie esta dispuesto a asumir un proyecto a largo plazo ni a tener algo serio con alguien; que la gente esta loca... Sin advertir el mismo locutor de la afirmación, cuántas veces participaba de tales aseveraciones, engrosándolas, y tendiéndoles a los otros la criticada trampa del mismo ineluctable modo.
Cuando comenzó a asimilar la desorientación empezó a sentir tristeza y, poco a poco, un regusto amargo deambuló por su boca hasta casi provocarle náuseas.
En la esquina miró hacia el obelisco que destacaba sobre la avenida desierta. Hacia el otro lado, la barranca que termina en Puerto Madero mostraba idéntica escenografía.
El viento le rozaba la cara. Permaneció allí unos quince minutos pensando hacia dónde ir. Al día siguiente tenía que levantarse temprano para ir a trabajar pero no tenía sueño. Sentía cansancio y estaba molesto, pero al mismo tiempo, cierta agitación le daba energía como para andar toda la noche.
Caminó hasta llegar a Plaza San Martín. Allí encontró a la fauna habitual: dos o tres putas perseverantes y algún que otro ilusionado taxi boy en busca de la caza de la noche. 
Se acodó en la baranda norte y se quedó mirando la Torre de los Ingleses cuyo reloj marcaba las tres y media.
Desde atrás, una voz le preguntó la hora y sin darse vuelva dijo "las tres y media en punto".
-¿Estas buscando compañía esta noche? -insistió la misma voz-.
- Sí -respondió él-. Estoy buscando compañía.
Ella tenía el pelo largo, negro y ondulado, un poco revuelto por el viento y el cansancio. Los ojos oscuros y rasgados cubiertos de una densa capa de maquillaje de colores vivos; las mejillas redondas y rosadas. Llevaba un vestido rojo ceñido al cuerpo que se ajustaba a cada extremo de sus curvas excedidas. Aunque intentara aparentar otra cosa, las líneas de la frente y de debajo de los ojos denunciaban que andaba rondando el medio siglo.
-Yo puedo acompañarte esta noche -dijo ella insistiendo-.
-Gracias -le dijo él dándose vuelta-, pero si tengo que pagar por compañía como se paga por sexo, voy a deprimirme aún más.
Ella se quedó un instante en silencio escrutándolo como quien intenta develar un misterio ancestral.
Adrián volvió a acodarse en la baranda y ella lo imitó.
-Charlemos entonces -dijo al final ella con un tono impersonal-. Todavía no acostumbro a cobrar por charlar con la gente.
Adrián sintió fastidio. "Esta mina no se da cuenta de que me gustan los tipos", pensó.
-Vengo bastante poco a trabajar por acá. En general trabajo por Constitución, pero una compañera me dijo que algunas noches se podían encontrar turistas por esta zona que dejan buena plata -comenzó ella-. Mi viejo me traía de chica a pasear a esta plaza y con mis hermanos jugábamos a tirarnos por esta barranca dando vueltas como locos hasta llegar abajo. Me acuerdo que en aquella época el reloj de la torre no andaba, y estaba parado en las cuatro y veinte -continuó como si hablara para ella-.
Por avenida del Libertador, la sirena de una ambulancia llenó el espacio silencioso de la noche con su grito y dos gatos oscuros salieron corriendo de atrás de un árbol buscando otro lugar donde esconderse.
-¿Te diste cuenta, no? Los animales son más piolas que nosotros. Nunca  esperan a ver si algo es peligroso o no, huyen por las dudas. Está en su instinto, -dijo ella esperando algún comentario de Adrián-.
-Sí, nosotros no aprendemos nunca -dijo finalmente Adrián mirando hacia la estación de trenes-. Se nos viene un tren encima y nos quedamos mirándolo esperando que suceda cualquier otra cosa, menos que nos lleve por delante. Hacemos eso bastante seguido con la idea que nos armamos de la gente. Siempre tenemos esperanza de que las personas sean diferentes a lo que realmente sabemos que son.
-Ahí esta la diferencia fundamental entre nosotros y los animales -dijo ella-. Somos seres de esperanza.
Adrián la miró de reojo. Aquélla mujer desconocida y agotada estaba ahí, hablándole a las tres y media de la mañana, y todavía no podía entender por qué.
-Una vez fuimos a una milonga con una compañera; te digo la verdad, fuimos a laburar, pero se armó un clima tan lindo que terminamos bailando toda la noche y nada más -dijo ella con cierta nostalgia-. Esa noche conocí a un tipo con el que bailamos mucho. Me dijo que estaba recién casado y que como a su mujer no le gustaba el tango, iba de vez en cuando a ese lugar -continuó ella, mientras Adrián ahora la escuchaba mirándola a lo ojos que ella mantenía enfocados en un plano más allá de su percepción actual-.
-Me encantaba el perfume que tenía puesto, que se mezclaba con la tibia transpiración de su cuerpo -siguió ella-. ¿Viste?, esa combinación que hace que un perfume no sea igual en dos personas diferentes.
-¡Totalmente! -exclamó Adrián-. Yo pienso que el aroma del cuerpo del otro siempre contribuye a la química entre dos personas.
-Eso y las sensaciones que te produce el contacto con su cuerpo -agregó ella-. Este tipo tenía la espalda firme. Era un tipo delgado pero fibroso. Y me encantó como me llevaba al bailar. No era buen bailarín, pero tenía un modo de agarrarte, balancearse y de marcarte los movimientos que hacía que te sintieras en el aire -continuó ella con un brillo nuevo en su mirada-. Después de bailar varios tangos le vi la cara y lo noté raro. Entonces le pregunté si estaba cansado o si ya tenía sueño, ¿y sabés qué me dijo? -preguntó ella sin esperar respuesta- "Estoy volando, Patricia". Te juro que muy pocas veces me quedo sin decir nada, pero esa vez no supe qué decir, porque tenía un nudo en el estómago -dijo ella con un hilo de voz-. Me quedé parada frente a ese tipo como una boba; con una emoción sin esperanza. Después fue un impulso, le agarré la cara y le di un beso que no rechazó. Nos quedamos un rato parados ahí sin decirnos nada -continuó ella-. Después él me abrazó y seguimos bailando hasta que llegó la hora en que tuvo que irse.
-¿No lo volviste a ver? -preguntó Adrián en un susurro, como intentando evitar que Patricia despertara de su sueño-.
-Volví varias veces al lugar con la intención de encontrarlo, pero él no regresó -suspiró ella-.
En ese preciso instante, Adrián sintió lo mismo que solía sentir cada vez que escuchaba aquéllas historias de desencuentros: Un nudo en el pecho que le impedía respirar. Le costaba entender cómo la gente suele negarse la felicidad cuando el misterio de un encuentro verdadero se cristaliza entre dos personas. No podía asimilar que los seres humanos, en general, no se dieran cuenta de lo que tenían entre manos o, peor aún, que aún advirtiéndolo, por no saber qué hacer, por cobardía o por lo que fuera, le dieran la espalda.
Recordó aquella experiencia que se llevó a cabo en el hall de uno de los metros de Nueva York, cuando Joshua Bell tocó durante un buen rato con su Stradivarius de tres millones de dólares y nadie se detuvo a escuchar la música ejecutada por uno de los violinistas más famosos del mundo, por quien habían pagado localidades a mil dólares para el concierto de la noche anterior.
-De todas maneras, si lo hubiera encontrado otra vez o nos hubiéramos visto muchas veces más, quién sabe... -agregó ella meditando un instante-. Esto es como los cuentos que nos contaban cuando éramos chicos. El final siempre es un final feliz porque las historias terminan en el momento justo, -continuó entusiasmada-. Nadie se puso a pensar, por ejemplo, qué pasó con la cenicienta y el príncipe después de su casamiento. Tal vez ella lo volvió loco con la limpieza del palacio o lo trastornó con sus celos por estar rodeado de tantas mujeres hermosas o si él, inseguro de sí mismo, la mantuvo encerrada en el palacio, totalmente aburrida y desvalorizada, sin dejarle hacer nada por temor a que se fuera con otro después de alguna otra fiesta.

-Bueno, convengamos que a caperucita la termina devorando el lobo -dijo Adrián sin saber bien qué quería decir con eso-.
-Sí, pero ¡vamos! ¿Quién confunde a su abuela con un lobo disfrazado? Eso sólo le pasa a esa pendeja pelotuda.
-Bueno, no me preguntes por qué, porque no lo tengo muy claro, pero tal vez haya algún simbolismo en esa imagen, ¿no?
-Sí, que el que pensó esa historia es un misógino -dijo ella sonriendo-.

"El patriarcado", pensó Adrián.
Le resultaba imposible no pensar en que la realidad es siempre una construcción social. Y que los actos individuales siempre están en íntima relación con las representaciones imperantes en la cultura en la que se desenvuelve el individuo. Hasta tal punto, que el tan aclamado libre albedrío se torna un contrasentido si no se lo pone en concordancia recíproca con la idea de una libertad que, también, es producto de ese mundo representacional que decanta, cada vez, en los efectos de la conducta y su resultado. Conducta obviamente condicionada, además, por la historia personal desarrollada dentro de ése mismo contexto. Por eso, Adrián no podía dejar de pensar en que las ideas actuales sobre el amor, la solidaridad, la amistad, el compromiso y la cotidianeidad estaban talladas por el cincel del sistema de valores mercantiles que imperaban.
-A veces estamos muy solos aún estando acompañados -dijo Patricia de pronto, obligándolo a retornar desde la nebulosa confusa en la que se había internado-. Nosotras sabemos bastante de eso. Pero la gente no se da cuenta de que les suele pasar exactamente lo mismo aún cuando no reciben plata por la compañía que ofrecen.
La noche era clara y una brisa fresca cruzó la plaza desde el oeste y Adrián sintió frío, pero un frío que no podía atribuir al clima. Ese frío que sentía venía de adentro.

A menudo tenía la sensación de que el mundo no era su lugar. Las ventanas iluminadas por la noche en enormes edificios grises, los bares vacíos en la madrugada o la gente volviendo a sus casas después de un día de trabajo, le recordaban la monotonía incongruente en la que se sumergen las personas para hacer más tolerable su vida. Como si su cuerpo fuera desgarrado pieza por pieza, solía tener la agobiante sensación de no pertenecer al mundo en el que le tocaba vivir; aunque la mayoría de las veces no supiera cuál era verdaderamente el suyo.
-Decime, ¿cuándo fue la última vez que estuviste realmente enamorado? -disparó Patricia-.
El golpe no fue sin consecuencias. Adrián hubiera tenido que mentir para poder responder con rapidez aquella pregunta. Pero afortunadamente para él, sucedió algo que evitó que tuviera que internarse en el infierno para encontrar la respuesta. Patricia, intentando disimular una leve sonrisa, murmuró: "Me pasa todo el tiempo".
Aquella frase salió de su boca no sin cierto orgullo. Aunque también podía percibirse en ella un sesgo de pudor.
-Te parecerá exagerado pero una sonrisa, una mirada, el contacto de una mano sobre mis pechos o la presión sobre mis caderas, la forma de los labios o incluso el sabor de un beso, son suficientes para que me enamore de cualquiera si percibo o imagino allí algo más que el simple contacto físico.
Sin tener demasiado claro el motivo Adrián pensó, en ese momento, en las emociones adormecidas. En la necesidad de mantener escondidos los sentimientos como un modo de poder andar por el mundo. Sabía que eso lo había alejado del contacto con el entorno, pero también, lo preservaba de los cimbronazos afectivos que tanta zozobra le causaban. Alguien le había dicho alguna vez, que sus emociones nunca habían madurado lo suficiente para hacer frente al mundo real. Y escuchándola a Patricia percibió que su discurso significaba alguna confirmación inexplicable a aquélla afirmación. Y tal vez fue por eso que sin pensarlo comenzó a acariciarle el cabello simulando acomodar algunos mechones desprolijos. Y tal vez fue por eso que continuó acariciando sus mejillas rosadas y redondas y surcó el contorno de sus labios y llegó hasta el cuello y alcanzó el hombro derecho que estaba apenas cubierto con un fino bretel rojo. Y quizás porque también hubo alguna recóndita certeza, fue que Patricia aceptó las caricias y devolvió el gesto comenzando directamente por los labios de Adrián, para continuar por el contorno de las cejas y terminar en el cuello justo debajo de una de las orejas. Y porque sintió el impulso, y no estaba acostumbrada a reprimirse, fue que Patricia le dio un beso que Adrián correspondió estrechándola contra su cuerpo en un abrazo.

La plaza solitaria y la noche clara. La necesidad de sentir menos desconcierto y abandono o, simplemente, el frío murmullo del desierto. Porque si alguien le hubiera preguntado al día siguiente, Adrián tendría que haber reconocido que la deseó. Y si una semana después, Patricia hubiera tenido que responder, habría tenido que afirmar que aquella noche lo había amado.

JoP

domingo, 23 de agosto de 2009

Sin ropas...


Cuando por primera vez comprendí que la gente armaba vínculos afectivos y que no se podía andar por ahí sin relacionarse con otros, él me mostró el mundo. O sólo un mundo nuevo que me pareció debía recorrer, sentir y sujetar.
Con esa mezcla rara de firmeza y ternura, de lejanía y profundidad, de indiferencia e interés, de cuidado y libertad, intenté acomodarme a su lado para acompañarlo o simplemente para indicarle que me guiara.
Vivíamos en la misma localidad, por eso siempre me pareció un misterio que, habiendo crecido en el mismo espacio geográfico, pasara tanto tiempo sin cruzarnos en algún rincón de la ciudad hasta aquél día.
Después de que el azar nos reunió, allá hace tiempo, tuvimos varios encuentros posteriores. Cada uno de ellos en circunstancias diversas, pero nunca, con la disponibilidad adecuada para conocernos. O él estaba comenzando una relación o yo estaba con varios meses de noviazgo encima. O yo estaba sólo y dispuesto y él en una relación de varios años. O él perdido en busca del anhelo y yo armando un destino en común con otra persona.
Cuando nos encontramos aquella vez, ambos coincidíamos en estar ingresando en el incierto duelo de relaciones de varios años.
Así que sentimos que ese momento nos brindaba la espontánea oportunidad de conocernos en circunstancias realmente novedosas y, según lo pensé al instante, poco propicias.
Todo comenzó con un mensaje de texto mío preguntando cómo estaba. Su respuesta inmediata fue la agradable sorpresa que le provocaba mi mensaje y la espontánea invitación para ir al cine con él aquélla misma noche.
Sin pensarlo demasiado acepté y nos encontramos en el patio de comidas del shopping a la hora acordada.
Cenamos y vimos una película que resultó ser la innecesaria excusa para aquél encuentro. A la salida de la sala, preguntó: "¿Tu casa o la mía?". "La mía esta más cerca", fue mi respuesta inmediata. Y terminamos abrazados en mi cama después de una larga madrugada.
Cuando pienso en aquél día, me pregunto si no hubiera sido conveniente haberle dicho lo que pensaba de ese reencuentro. De lo que significaba para mí haberlo vuelto a ver después de tantos años, tanto tiempo que de pronto se transformaba en minutos. De mis deseos, de mis expectativas, de lo que me pasaba cuando lo veía reír o cuando me tocaba o se preocupaba por mí o cuando me decía que tenía ganas de verme.
También me pregunto ahora si en realidad, a partir de ese encuentro impensado, no era yo quien realmente tuvo ganas de estar y él, sólo de poner una óptima distancia o, quizá yo, simplemente, necesitaba convertirlo en algún tipo de salvavidas en medio de mi Titanic personal.
Leí alguna vez que, quizá, las cosas que no se viven en el momento justo suelen llegar demasiado tarde y que, tal vez, no exista "demasiado tarde", sólo "tarde" y, "tarde", sea mejor que nunca.
Pienso en mis cuarenta y tantos años y en esa larga lista de intentonas vinculares en las que siempre me embarqué con un pié puesto firmemente en tierra.
Quizás a estas alturas siento que ya no queda mucho tiempo. O tal vez la verdadera sensación resulte ser que la acumulación indiscriminada de fracasos y frustraciones constituyen un sedimento difícil de remover para construir, sobre un terreno sólido, algo nuevo.
Cuando por las mañanas me miro en el espejo y veo esas líneas debajo de los ojos que no estaban antes, o cuando percibo que las distancias se hacen cada vez más grandes por el simple hecho de que disminuye la capacidad física, siento una pena profunda y melancólica. Y no puedo evitar pensar en el pasado, en los errores, en lo que podría y no podría haber hecho. Y entiendo, entonces, por qué hace seis años quise, inconscientemente, poner un fin a todo. Y comprendo que, de alguna manera, supe que era el comienzo de un final que se había preanunciado hacía ya mucho tiempo. Que había permanecido oculto y silencioso para despertarse de una vez y para siempre.
Recuerdo haberle dicho alguna vez a alguien, que uno siempre está más allá de la forma en que puede definirse con las palabras. Que la ideas que uno puede armar y exponer sobre sí mismo siempre se instalan más acá de la real naturaleza de la complejidad de la que estamos constituidos. Sin embargo, la incapacidad para verse "más allá" de la propia miopía conceptual, es un atributo que verifico claramente en los demás, aunque nunca pude aplicar sobre mi propia percepción.
Tal vez, en medio de todas estas cavilaciones deba detenerme un instante y mirarme al espejo y sólo tenga que reconocer que tengo miedo, que estoy triste, que me siento solo y que estoy comenzando a sentirme un poco cansado del viaje. Y tenderme al costado del camino y dejarme atravesar por el llanto si no puedo evitarlo. O necesitarte y pedirte que me mires, o me regales una sonrisa o un silencio lleno. O un abrazo o un beso si hace falta. O pedirte que me dejes ir con vos adonde quiera que vayas. O que me digas cómo seguirte o de qué manera acompañarte.
Yo, que siempre consideré que tenía unas cuantas cosas claras, me doy cuenta que estoy en medio del terreno completamente desnudo, cuando la mayoría anda con alguna prenda puesta.

JoP