Aquél extravío no se circunscribía solamente a la esfera de lo meramente sensual, lo que tal vez hubiera orientado la búsqueda de la solución posible hacia la fisiología endócrina del organismo. Con el paso de los días notó que también había perdido las ganas de cantar, de conversar con sus amigos, de leer libros, de escuchar música, de trabajar, de pasear o realizar aquellos viajes que tanto disfrutaba y, poco a poco, fue cayendo en la cuenta de que no se trataba solamente de la ausencia de una fuerza instintual que lo empujara hacia el ejercicio de los placeres sexuales, sino que fue comprobando, no sin intensos esfuerzos, que carecía por completo del empuje que lo animaba frente al mundo que lo rodeaba.
Alfredo tardó bastante en poder comenzar a deshilvanar la madeja puesto que, sólo con el paso del tiempo, pudo percatarse de que todas las cosas que iniciaba desde que sonaba el despertador por la mañana hasta que lo atrapaba el sueño de la noche, se ejercitaban por el mero ejercicio de la inercia, si es que tal concepto robado a la física resulta aplicable a las actividades humanas.
El deterioro del entorno social fue una adquisición tardía. Lo primero que salió a la luz, merced a los reclamos -primero solapados y luego explícitos- de su compañera fueron los referidos a la esfera del ejercicio de la práctica sexual. Si bien Alfredo y ella nunca compartieron la misma avidez por la consumación de la intimidad, en determinado momento la asimetría se hizo tan intensa que, lo que al principio implicó alguna que otra broma de todo tipo, lentamente, fue deslizándose hacia el terreno del sarcasmo agresivo.
El impacto fue tan grande que la respuesta hubiera requerido un ímpetu tal, que solo habría podido expresarla la violencia física. Pero como no estaba en su naturaleza propinarle golpes al prójimo, prefirió evitar la respuesta lógica y sustituirla por la indiferencia y el silencio.
De ahí en más el camino se hizo cada vez más y más sinuoso. Las constantes indirectas de ella recibían como respuesta única, el silencio indignado de él. Y era evidente que, a cada nuevo sarcasmo, el acrecentamiento de la tensión concomitante aumentaba la cólera.
Sólo después de un período precioso para la manutención de cualquier vínculo saludable, Alfredo pudo enfocarse en lo importante y comenzó a darse cuenta de que había perdido la capacidad de anhelar.