Y pensar que todo comenzó después de nuestro fortuito –y forzado- encuentro en Toulouse en 1967, cuando andábamos tras los pasos de Malenko; usted para averiguar las verdaderas intenciones de la visita del espía a Francia y yo, porque los servicios lo creíamos un desertor dispuesto a entregar información clave a los occidentales.
Aunque no lo crea, aún hoy me pregunto cuál ha sido el verdadero propósito de nuestro trabajo que, en muchos momentos, a no ser por las enormes cantidades de dinero que invertían nuestros gobiernos para la efectiva realización de las tareas, parecía lindar peligrosamente, la exuberante banalidad de los reporteros del espectáculo.
Amigo mío, desde que hemos sido invitados por nuestros respectivos Estados a aceptar la jubilación forzada luego de la caída del muro, siento que todas aquellas actividades que deseábamos realizar y que la carencia de tiempo libre que nuestros trabajos nos imponía, cada vez más, con el paso de los años, y en la perspectiva cada vez más clara de la distancia, aparecen como banales jugarretas del destino. ¿Recuerda cuando jugamos al golf en Berlín en el otoño de 1979, detrás de sendas identidades sudamericanas? Aquella vez, como tantas otras, convinimos en practicar deportes al aire libre para liberarnos del estrés habitual de nuestra tarea. Es increíble lo que la gente es capaz de no querer ver. Usted o yo, descendientes directos de castas sajonas y eslavas, ¿podríamos pasar por nativos del Brasil o del Perú? De todos modos gracias a aquella ceguera, disfrutamos un enconado torneo de golf con los pintorescos japoneses que amablemente aceptaron el convite a compartir la partida.
Que me disculpe su esposa por recordar en este momento, el affaire que mantuvo en Bruselas con Jacqueline, luego de finalizada su labor respecto de la localización de los MIG 27 en el este de Europa. Aquello, dispense que lo traiga a colación, fue la historia más comentada en el Bureau entre los miembros del servicio. Sin dudas, estimado amigo, fue el hecho más audaz que le recuerde haya llevado a cabo en su vida, incluso más, que cualquiera de los intentos por ingresar a la Alemania del Este, con identidad suplantada, en pleno apogeo de Erich Honecker.
Aunque de ser franco con nuestra larga amistad, nada nunca fue más grato para mi añosa memoria que el ejercicio de evocar, una y otra vez, nuestra pequeña estadía en la Costa Azul, tanto en Niza como más tarde en Mónaco, cuando pudimos disfrutar de los dispendiosos lujos que los capitalistas occidentales supieron consolidar en el mediterráneo francés y en el principado. Aquellas noches de casino, bailes, suntuosos hoteles y agraciadas damas francesas constituyeron –y estoy seguro que usted coincidirá en un todo conmigo- uno de los mejores momentos en el itinerario de nuestras carreras profesionales. Estimado amigo, la cena en las terrazas de La Promenade, aquella noche de junio en el que disfrutamos de unas maravillosas ostras a la champañerie, ha quedado grabado en mi memoria, no solo por el incomparable sabor del plato y la deliciosa compañía, sino porque creo que aquella ocasión constituyó el momento en el que pudimos estrechar más intensos y profundos lazos en nuestra larga y fructífera amistad. De los interminables diálogos que compartimos en esa ocasión nada me parece más entrañable, antes y ahora, que la historia de la llegada de su padre a su país luego de sortear el bloqueo de la armada de la Alemania del maleable von Bethmann-Hollweg a Francia e Inglaterra durante la primera guerra mundial, o aquella historia de la celebración del matrimonio de su tío en un barco pesquero, en plena altamar, del que huían de la debacle de la atroz guerra.
Celebro todos los días haber podido estar en el momento del nacimiento de sus hijos Charlie y Stephanie, tanto por poder compartir la felicidad que ello significó para usted y su esposa como por las peripecias que debimos sortear para poder estar juntos en tan trascendentes momentos de su vida; usted llevando a su esposa encinta a El Cairo, como yo solicitando una misión a Egipto abogando que marcharía tras los pasos de una importante pista sobre un plano inexistente de una nueva base militar norteamericana en el Golfo Pérsico.
Recuerdo que, en ambas ocasiones, celebramos fervientemente la vida brindando con aquel escocés que admirábamos y que procuré llevar en cada ocasión y que compartimos en los pasillos de los hospitales. Tengo muy presente una frase suya, expresada entre lágrimas, luego del segundo alumbramiento y tras la reciente pérdida de mi esposa en Ucrania luego de su larga y dolorosa enfermedad: “Mi estimado Sergei, nada en el mundo se asemeja más a la felicidad que compartir con un afecto verdadero estos momentos íntimos y trascendentes para cualquier hombre”. Por primera vez en mi vida, querido amigo, en aquélla ocasión no tuve palabras para agregar a las suyas en medio de la profunda emoción que nos habitaba.
Usted sabe bien Robert, que el hecho de no haber podido engendrar a tiempo hijos con Kitzia ha significado que los suyos ocupen un lugar semejante y cuyo padrinazgo he aceptado con gran entusiasmo y emoción.
Han pasado ya tantos años desde nuestro primer encuentro y tantas anécdotas y experiencias que nuestra amistad casi me resulta un hecho en sí, cuya existencia parece no haber tenido inauguración. Es por eso estimado Robert, que no reconozco, salvo una piadosa excepción, más afecto que el suyo en este mundo. Y de aquélla excepción es a la que quiero referirme antes de terminar esta carta que he elegido dirigirle en honor a nuestra entrañable y sincera amistad. Porque es un secreto cuyas instancias solo usted y yo y nadie más en este mundo conoce y el que, en las postrimerías de mi vida, quiero compartir una vez más en la certidumbre de su conspicua comprensión. Porque ha sido usted querido amigo, quien ha sostenido mi titubeante humanidad en instancias en que el dolor nubla el raciocinio y ha sabido operar con la agudeza y celeridad que el caso ameritaba. Porque es ese recuerdo que aún hoy, a más de veinte años, sigue tan vivo y presente y tan dentro a pesar de los intentos de excomunión que he intentado. Porque son las notas sobresalientes del Chanel o las líneas distintivas de Dior las que traen su recuerdo a mi memoria una y otra vez y más allá de cualquier ocupación que logre pergeñar para la diaria cotidianeidad de mi existencia. Porque Marie ha constituido un hito más contundente que la colisión de nuestros dos Estados en la parafernalia de la guerra fría o que la explosión de cualquier supernova en cualquier rincón del universo. Porque su ausencia ha sido un agravante en mi vida difícil de superar y que usted ha intentado remedar con un sinnúmero de razonables explicaciones y consuelos. Porque fue ella quien devolvió un sentido a todo lo que encaraba cada mañana después de años de oscilar en un encumbrado automatismo en mis actividades. Y porque su desaparición es una deuda que jamás podré saldar con esta vida, -ni con ninguna otra, si las hay- y cuya efectiva realización no pude evitar en manos de nuestros colegas de la Mossad, aquel duro invierno de ese malogrado año que prefiero no recordar, cuando deambulábamos por las calles de Praga con la mirada sumergida en la historicidad profunda de la arquitectura de la ciudad. Estimado amigo, como usted mejor que nadie sabe en este mundo, no ha habido mañana, ni semana, ni mes, ni instante de estos veinte años que no me reproche su deceso. Porque conocía los planes del prefecto de no participar de la cumbre comunista y de sus intenciones de burlar a los servicios con un señuelo y porque también quise satisfacer los deseos de Marie regresando a la ciudad natal de sus padres. Porque solo un aplazo de dos días hubieran bastado para que todo resultara diferente. ¡Solo dos días! querido amigo, que se convirtieron en veinte años de tormento que este viejo ya no logra soportar.
Por eso nuestra amistad ha agregado un valor que nunca más pude encontrarle a nuestra profesión. Porque defendiendo el lazo estrecho que hemos mantenido sin violentar los códigos laborales y aún burlándolos, ha sido el premio que he podido extirparle a la labor.
Le escribo desde algún lugar en el centro de Europa. De esta Europa desgarrada y polisémica, heteróclita y sabia. Desde esta Europa que ha sido el terreno de nuestros esfuerzos de tantos años. Le escribo y lo hago con el convencimiento que recibirá esta misiva como un saludo hasta cualquier momento y no como una despedida. Cansado ya de esta soledad lateral e insidiosa, apelo a un obsequio suyo muy preciado que conservo para finalizar en estos paisajes majestuosos. Porque el cansancio moral, querido amigo, ya no tiene soporte en esta encarnadura y porque quizás abrigo la esperanza de que la detonación del Mauser M tal vez consiga alcanzar a aquélla otra extraviada e infame y equipare o compense, de algún modo, la interminable deuda. Como si pudiera cancelarla utilizando algún código de Hamurami metafísico, en el que el talión se me aplique a mí mismo sin piedad ni contemplación.
Con el aire fresco de la mañana sobre el rostro de estos interminables paisajes, me despido no sin antes agradecerle su presencia, su compañía, su afecto y su integridad, con el convencimiento de que nuestro encuentro ha constituido un verdadero milagro en el océano del espacio y del tiempo.
Suyo siempre.
Sergei.
Aunque no lo crea, aún hoy me pregunto cuál ha sido el verdadero propósito de nuestro trabajo que, en muchos momentos, a no ser por las enormes cantidades de dinero que invertían nuestros gobiernos para la efectiva realización de las tareas, parecía lindar peligrosamente, la exuberante banalidad de los reporteros del espectáculo.
Amigo mío, desde que hemos sido invitados por nuestros respectivos Estados a aceptar la jubilación forzada luego de la caída del muro, siento que todas aquellas actividades que deseábamos realizar y que la carencia de tiempo libre que nuestros trabajos nos imponía, cada vez más, con el paso de los años, y en la perspectiva cada vez más clara de la distancia, aparecen como banales jugarretas del destino. ¿Recuerda cuando jugamos al golf en Berlín en el otoño de 1979, detrás de sendas identidades sudamericanas? Aquella vez, como tantas otras, convinimos en practicar deportes al aire libre para liberarnos del estrés habitual de nuestra tarea. Es increíble lo que la gente es capaz de no querer ver. Usted o yo, descendientes directos de castas sajonas y eslavas, ¿podríamos pasar por nativos del Brasil o del Perú? De todos modos gracias a aquella ceguera, disfrutamos un enconado torneo de golf con los pintorescos japoneses que amablemente aceptaron el convite a compartir la partida.
Que me disculpe su esposa por recordar en este momento, el affaire que mantuvo en Bruselas con Jacqueline, luego de finalizada su labor respecto de la localización de los MIG 27 en el este de Europa. Aquello, dispense que lo traiga a colación, fue la historia más comentada en el Bureau entre los miembros del servicio. Sin dudas, estimado amigo, fue el hecho más audaz que le recuerde haya llevado a cabo en su vida, incluso más, que cualquiera de los intentos por ingresar a la Alemania del Este, con identidad suplantada, en pleno apogeo de Erich Honecker.
Aunque de ser franco con nuestra larga amistad, nada nunca fue más grato para mi añosa memoria que el ejercicio de evocar, una y otra vez, nuestra pequeña estadía en la Costa Azul, tanto en Niza como más tarde en Mónaco, cuando pudimos disfrutar de los dispendiosos lujos que los capitalistas occidentales supieron consolidar en el mediterráneo francés y en el principado. Aquellas noches de casino, bailes, suntuosos hoteles y agraciadas damas francesas constituyeron –y estoy seguro que usted coincidirá en un todo conmigo- uno de los mejores momentos en el itinerario de nuestras carreras profesionales. Estimado amigo, la cena en las terrazas de La Promenade, aquella noche de junio en el que disfrutamos de unas maravillosas ostras a la champañerie, ha quedado grabado en mi memoria, no solo por el incomparable sabor del plato y la deliciosa compañía, sino porque creo que aquella ocasión constituyó el momento en el que pudimos estrechar más intensos y profundos lazos en nuestra larga y fructífera amistad. De los interminables diálogos que compartimos en esa ocasión nada me parece más entrañable, antes y ahora, que la historia de la llegada de su padre a su país luego de sortear el bloqueo de la armada de la Alemania del maleable von Bethmann-Hollweg a Francia e Inglaterra durante la primera guerra mundial, o aquella historia de la celebración del matrimonio de su tío en un barco pesquero, en plena altamar, del que huían de la debacle de la atroz guerra.
Celebro todos los días haber podido estar en el momento del nacimiento de sus hijos Charlie y Stephanie, tanto por poder compartir la felicidad que ello significó para usted y su esposa como por las peripecias que debimos sortear para poder estar juntos en tan trascendentes momentos de su vida; usted llevando a su esposa encinta a El Cairo, como yo solicitando una misión a Egipto abogando que marcharía tras los pasos de una importante pista sobre un plano inexistente de una nueva base militar norteamericana en el Golfo Pérsico.
Recuerdo que, en ambas ocasiones, celebramos fervientemente la vida brindando con aquel escocés que admirábamos y que procuré llevar en cada ocasión y que compartimos en los pasillos de los hospitales. Tengo muy presente una frase suya, expresada entre lágrimas, luego del segundo alumbramiento y tras la reciente pérdida de mi esposa en Ucrania luego de su larga y dolorosa enfermedad: “Mi estimado Sergei, nada en el mundo se asemeja más a la felicidad que compartir con un afecto verdadero estos momentos íntimos y trascendentes para cualquier hombre”. Por primera vez en mi vida, querido amigo, en aquélla ocasión no tuve palabras para agregar a las suyas en medio de la profunda emoción que nos habitaba.
Usted sabe bien Robert, que el hecho de no haber podido engendrar a tiempo hijos con Kitzia ha significado que los suyos ocupen un lugar semejante y cuyo padrinazgo he aceptado con gran entusiasmo y emoción.
Han pasado ya tantos años desde nuestro primer encuentro y tantas anécdotas y experiencias que nuestra amistad casi me resulta un hecho en sí, cuya existencia parece no haber tenido inauguración. Es por eso estimado Robert, que no reconozco, salvo una piadosa excepción, más afecto que el suyo en este mundo. Y de aquélla excepción es a la que quiero referirme antes de terminar esta carta que he elegido dirigirle en honor a nuestra entrañable y sincera amistad. Porque es un secreto cuyas instancias solo usted y yo y nadie más en este mundo conoce y el que, en las postrimerías de mi vida, quiero compartir una vez más en la certidumbre de su conspicua comprensión. Porque ha sido usted querido amigo, quien ha sostenido mi titubeante humanidad en instancias en que el dolor nubla el raciocinio y ha sabido operar con la agudeza y celeridad que el caso ameritaba. Porque es ese recuerdo que aún hoy, a más de veinte años, sigue tan vivo y presente y tan dentro a pesar de los intentos de excomunión que he intentado. Porque son las notas sobresalientes del Chanel o las líneas distintivas de Dior las que traen su recuerdo a mi memoria una y otra vez y más allá de cualquier ocupación que logre pergeñar para la diaria cotidianeidad de mi existencia. Porque Marie ha constituido un hito más contundente que la colisión de nuestros dos Estados en la parafernalia de la guerra fría o que la explosión de cualquier supernova en cualquier rincón del universo. Porque su ausencia ha sido un agravante en mi vida difícil de superar y que usted ha intentado remedar con un sinnúmero de razonables explicaciones y consuelos. Porque fue ella quien devolvió un sentido a todo lo que encaraba cada mañana después de años de oscilar en un encumbrado automatismo en mis actividades. Y porque su desaparición es una deuda que jamás podré saldar con esta vida, -ni con ninguna otra, si las hay- y cuya efectiva realización no pude evitar en manos de nuestros colegas de la Mossad, aquel duro invierno de ese malogrado año que prefiero no recordar, cuando deambulábamos por las calles de Praga con la mirada sumergida en la historicidad profunda de la arquitectura de la ciudad. Estimado amigo, como usted mejor que nadie sabe en este mundo, no ha habido mañana, ni semana, ni mes, ni instante de estos veinte años que no me reproche su deceso. Porque conocía los planes del prefecto de no participar de la cumbre comunista y de sus intenciones de burlar a los servicios con un señuelo y porque también quise satisfacer los deseos de Marie regresando a la ciudad natal de sus padres. Porque solo un aplazo de dos días hubieran bastado para que todo resultara diferente. ¡Solo dos días! querido amigo, que se convirtieron en veinte años de tormento que este viejo ya no logra soportar.
Por eso nuestra amistad ha agregado un valor que nunca más pude encontrarle a nuestra profesión. Porque defendiendo el lazo estrecho que hemos mantenido sin violentar los códigos laborales y aún burlándolos, ha sido el premio que he podido extirparle a la labor.
Le escribo desde algún lugar en el centro de Europa. De esta Europa desgarrada y polisémica, heteróclita y sabia. Desde esta Europa que ha sido el terreno de nuestros esfuerzos de tantos años. Le escribo y lo hago con el convencimiento que recibirá esta misiva como un saludo hasta cualquier momento y no como una despedida. Cansado ya de esta soledad lateral e insidiosa, apelo a un obsequio suyo muy preciado que conservo para finalizar en estos paisajes majestuosos. Porque el cansancio moral, querido amigo, ya no tiene soporte en esta encarnadura y porque quizás abrigo la esperanza de que la detonación del Mauser M tal vez consiga alcanzar a aquélla otra extraviada e infame y equipare o compense, de algún modo, la interminable deuda. Como si pudiera cancelarla utilizando algún código de Hamurami metafísico, en el que el talión se me aplique a mí mismo sin piedad ni contemplación.
Con el aire fresco de la mañana sobre el rostro de estos interminables paisajes, me despido no sin antes agradecerle su presencia, su compañía, su afecto y su integridad, con el convencimiento de que nuestro encuentro ha constituido un verdadero milagro en el océano del espacio y del tiempo.
Suyo siempre.
Sergei.