lunes, 16 de diciembre de 2013

El sendero.

No me diga nada. Ya lo sé. La duda, por definición, es siempre una vacilación. Pero convenga conmigo que, casi con seguridad, el sendero aquél que se ve a lo lejos podría conducirnos a cualquier sitio menos al esperado. Cada vez que paso por allí miro hacia ese lugar y me pregunto si tendré el valor de tomar ese camino y dejarme llevar, aunque sea una vez en la vida. Dejarme llevar por lo inesperado. Usted sabe que soy uno de esos seres meticulosos que se ocupan de todo casi todo el tiempo intentando que, en lo posible, nada quede librado al azar. Uno de esos sujetos excesivamente racionales, como le dicen algunos para imprimir una etiqueta que tranquiliza más al emisor que al destinatario. Para otros, un obsesivo nato. Si usted pide mi propia opinión, más allá de que sostengo que los rótulos sólo sirven para recortar un aspecto que desecha al conjunto, con los reparos del caso, creo que me decanto por darles la razón a los segundos.
Hace un tiempo que vengo sopesando las variables en torno de ese camino y le juro que he atravesado diversos estados de ánimo y de disposición respecto de él. Porque desde aquí, puede apreciarse que a pocos metros de entrar en el surco delimitado por esos dos enormes álamos, una pronunciada curva hacia la derecha no deja ver más allá del tercer arbusto. 
Si, sí, ya sé. No me lo repita más. ¿Que cuándo me voy a decidir? Usted tiene razón cuando esgrime el argumento ese de que la acción deja desnuda a la incertidumbre, pero tomar una decisión de estas dimensiones no resulta fácil, sobre todo para alguien como yo. Imagínese cómo me sentiría si sobre la base de cualquier error de cálculo dudara apenas entrado en el sendero pasado ese tercer arbusto que, ya que lo menciono, me tiene obsesionado. Le comento un hecho sorprendente. Hace semanas que no veo en él una mínima variación. Quiero decir que de los cincuenta y cuatro brotes frescos que aparecieron esta primavera ninguno parió una hoja nueva. Los tallos antiguos tampoco muestran algún cambio. No ha perdido hojas antiguas ni se aprecian modificaciones en el color ni el tamaño de las existentes.  Extraño, ¿no le parece? Como si el tiempo se hubiera detenido en ese recodo que abre hacia lo desconocido. Todo a su alrededor parece moverse a mayor o menor velocidad, pero él, permanece impermeable al paso del tiempo. Vengo observándolo con detenimiento hace varias semanas y desde distintas posiciones y distancias. Y, ¿sabe qué?, nada de nada. 

Esta bien, puedo concederle que detenerse en apreciaciones de este tipo, es decir, en precisas elaboraciones acerca de ese arbusto no es más que otra forma de evadir o dilatar la resolución del problema principal. Claro que cuando usted apunta que la única forma de despejar aquello que inquieta por desconocido consiste en asumir de una vez por todas el tranco necesario para entrar allí, resulta a todas luces, la solución más plausible. Si me permite una observación, claro que sin ánimo de ofender, su punto de vista me resulta demasiado pragmático. Como si la planificación y el diseño previos de una estrategia no fueran también parte importante de cualquier empresa.

Hoy el día esta particularmente luminoso y templado. Como si la luz que se disemina sobre la superficie develara el verdadero color del que están manufacturadas todas las cosas. 
Sentado a unos treinta metros de aquél lugar -imagínese que nunca me había acercado tanto como hasta ahora-, todo parece más verde o más amarillo o más ocre o más marrón o más azul o más púrpura que en días anteriores. Y el aroma... Qué puedo decirle del aroma que presenta el aire.

Si debo serle completamente sincero y en honor a nuestra vieja amistad, no sé bien por qué me ocupo de estos devaneos. Tal vez, porque hay días en los que me siento en el infierno. Y eso sucede la mayoría de las veces en que ando por este mundo. Cualquier distracción plausible es buena para mirar hacia los costados y evitar dirigir la mirada hacia adentro. Por eso a aquél sendero, misterioso, cercano y distante a la vez, lo siento como un espejo en el que me miro desde hace un tiempo, tratando de encontrar allí algunas respuestas posibles. Probablemente, sólo una bastaría para sosegar el calvario. Y esto dicho por alguien que a simple vista podría ser calificado de padecer un optimismo patológico. De ese optimismo natural que a veces exaspera un poco. Pero usted bien sabe la fascinación que producen los espejos, hartas veces mucho más peligrosas que las alucinaciones, por cierto.

De todos modos no quiero entretenerlo mucho más, mi estimado amigo. Desde esta interioridad individual desde la que hablo le confieso que estoy dispuesto a partir, con todo lo que eso significa. Ya no es tiempo para dudas o remilgos. Ha pasado bastante tiempo desde las primeras dudas y he comprendido que convivirán conmigo para siempre. Sería de necios abrogar ese hecho indubitable puesto que no hay modificación posible que se traduzca en una acción plausible o definitiva ya que las modificaciones necesarias, cuando se trata de cuestiones tan profundas, resultan inoficiosas para no decir innecesarias. Y todo ello sin olvidar que no hay libertad de elección bien entendida que no sea aquella que deba pensarse en estrecha relación con el contexto social, la historia individual y la coyuntura personal de cada uno. Lo demás, son puras entelequias.

Casi sin pensarlo demasiado, he traído lo indispensable. Y cuando me refiero a ello digo que acarreo sólo lo irremediable e imperioso. Lo superfluo, casi sin darme cuenta, ha quedado relegado. Y me sorprendo a mí mismo cuando me descubro liviano para el viaje. Liviano de objetos y de afectos. Porque también ellos implican un peso que muchas veces son difíciles de tolerar.
Créame que desconozco las razones pero no sé debido a qué raro conjuro, me doy cuenta de que he perdido el miedo. Tal vez se deba a que en determinado momento germina un instante fugaz en el que todo parece volverse insoportablemente redundante.

lunes, 2 de diciembre de 2013

La Paralítica (fragmento)


¡Sí, es verdad! ¡Sí, es verdad! ¡Es verdad, oficial! Sí, sí, sí, yo la maté. Pero es que me tenía harta, ella era mala, pérfida, ladina, ponzoñosa. Y me cansé de sus ojos de mosquita muerta. Y de que se hiciera la paralítica. Porque ella no podía moverse, es cierto, ahí están los certificados de los dotores, pero no era como para poner ojos de paralítica, ella se regodeaba con su tragedia y yo le decía paralítica de mierda y le tiraba el caldo con cabello de ángel, hirviendo se lo tiraba en la cabeza y por eso estaba toda pelada. Sí, es verdad, día por medio a las cinco de la mañana le tiraba el caldo porque no soportaba sus piernas flácidas y el olor de paralítica y la mentalidad de discapacitada y sobre todo que no había tenido la culpa de que se subiera al andamio en la obra en construcción en el Chaco, cuando yo era bailarina, más que le Belfiore, que me fui al monoblock en contrucción atrás del obrero paraguayo y ella, como buena madre hija de puta que era, me persiguió para espiarme y se cayó del andamio, porque yo en esa época tomaba cañita Legui, sí, y después licor Ocho Hermanos, que no hay nada más dañino que eso, y un día me preguntó por el hámster y yo no le entendía porque decía lmmmmm jjmmmúmmter desde la silla de ruedas, en el patio de atrás, mientras yo colgaba los pañales de su incontinencia todos percudidos lmmmmm jjmmmúmmter ¿¡el hámster!? le dije, ¿¡sabés lo que le hice a tu hámster!? ¡Lo desollé vivo! Y ahora está enterrado abajo de tu cama.
¡¡¡Lmmmmm jjmmmúmmter!!! ¡Hablá bien gangosa de mierda!, le decía yo, oficial, porque ella me lo hacía a propósito para cagarme porque yo era bailarina y peluquera y me debía a mi arte, no tenía por qué vivir así entonces, la maté, ¡sí!, ¡la maté, oficial! ¡Y no sabe qué liberación! Puse un disco de Richard Clayderman el claro de luna y bailé como la llama de una vela en un velorio.

Alejandro Urdapilleta