martes, 27 de mayo de 2008

Då skoråvå. JOP.


Y pensar que todo comenzó después de nuestro fortuito –y forzado- encuentro en Toulouse en 1967, cuando andábamos tras los pasos de Malenko; usted para averiguar las verdaderas intenciones de la visita del espía a Francia y yo, porque los servicios lo creíamos un desertor dispuesto a entregar información clave a los occidentales.
Aunque no lo crea, aún hoy me pregunto cuál ha sido el verdadero propósito de nuestro trabajo que, en muchos momentos, a no ser por las enormes cantidades de dinero que invertían nuestros gobiernos para la efectiva realización de las tareas, parecía lindar peligrosamente, la exuberante banalidad de los reporteros del espectáculo.
Amigo mío, desde que hemos sido invitados por nuestros respectivos Estados a aceptar la jubilación forzada luego de la caída del muro, siento que todas aquellas actividades que deseábamos realizar y que la carencia de tiempo libre que nuestros trabajos nos imponía, cada vez más, con el paso de los años, y en la perspectiva cada vez más clara de la distancia, aparecen como banales jugarretas del destino. ¿Recuerda cuando jugamos al golf en Berlín en el otoño de 1979, detrás de sendas identidades sudamericanas? Aquella vez, como tantas otras, convinimos en practicar deportes al aire libre para liberarnos del estrés habitual de nuestra tarea. Es increíble lo que la gente es capaz de no querer ver. Usted o yo, descendientes directos de castas sajonas y eslavas, ¿podríamos pasar por nativos del Brasil o del Perú? De todos modos gracias a aquella ceguera, disfrutamos un enconado torneo de golf con los pintorescos japoneses que amablemente aceptaron el convite a compartir la partida.
Que me disculpe su esposa por recordar en este momento, el affaire que mantuvo en Bruselas con Jacqueline, luego de finalizada su labor respecto de la localización de los MIG 27 en el este de Europa. Aquello, dispense que lo traiga a colación, fue la historia más comentada en el Bureau entre los miembros del servicio. Sin dudas, estimado amigo, fue el hecho más audaz que le recuerde haya llevado a cabo en su vida, incluso más, que cualquiera de los intentos por ingresar a la Alemania del Este, con identidad suplantada, en pleno apogeo de Erich Honecker.
Aunque de ser franco con nuestra larga amistad, nada nunca fue más grato para mi añosa memoria que el ejercicio de evocar, una y otra vez, nuestra pequeña estadía en la Costa Azul, tanto en Niza como más tarde en Mónaco, cuando pudimos disfrutar de los dispendiosos lujos que los capitalistas occidentales supieron consolidar en el mediterráneo francés y en el principado. Aquellas noches de casino, bailes, suntuosos hoteles y agraciadas damas francesas constituyeron –y estoy seguro que usted coincidirá en un todo conmigo- uno de los mejores momentos en el itinerario de nuestras carreras profesionales. Estimado amigo, la cena en las terrazas de La Promenade, aquella noche de junio en el que disfrutamos de unas maravillosas ostras a la champañerie, ha quedado grabado en mi memoria, no solo por el incomparable sabor del plato y la deliciosa compañía, sino porque creo que aquella ocasión constituyó el momento en el que pudimos estrechar más intensos y profundos lazos en nuestra larga y fructífera amistad. De los interminables diálogos que compartimos en esa ocasión nada me parece más entrañable, antes y ahora, que la historia de la llegada de su padre a su país luego de sortear el bloqueo de la armada de la Alemania del maleable von Bethmann-Hollweg a Francia e Inglaterra durante la primera guerra mundial, o aquella historia de la celebración del matrimonio de su tío en un barco pesquero, en plena altamar, del que huían de la debacle de la atroz guerra.
Celebro todos los días haber podido estar en el momento del nacimiento de sus hijos Charlie y Stephanie, tanto por poder compartir la felicidad que ello significó para usted y su esposa como por las peripecias que debimos sortear para poder estar juntos en tan trascendentes momentos de su vida; usted llevando a su esposa encinta a El Cairo, como yo solicitando una misión a Egipto abogando que marcharía tras los pasos de una importante pista sobre un plano inexistente de una nueva base militar norteamericana en el Golfo Pérsico.
Recuerdo que, en ambas ocasiones, celebramos fervientemente la vida brindando con aquel escocés que admirábamos y que procuré llevar en cada ocasión y que compartimos en los pasillos de los hospitales. Tengo muy presente una frase suya, expresada entre lágrimas, luego del segundo alumbramiento y tras la reciente pérdida de mi esposa en Ucrania luego de su larga y dolorosa enfermedad: “Mi estimado Sergei, nada en el mundo se asemeja más a la felicidad que compartir con un afecto verdadero estos momentos íntimos y trascendentes para cualquier hombre”. Por primera vez en mi vida, querido amigo, en aquélla ocasión no tuve palabras para agregar a las suyas en medio de la profunda emoción que nos habitaba.
Usted sabe bien Robert, que el hecho de no haber podido engendrar a tiempo hijos con Kitzia ha significado que los suyos ocupen un lugar semejante y cuyo padrinazgo he aceptado con gran entusiasmo y emoción.
Han pasado ya tantos años desde nuestro primer encuentro y tantas anécdotas y experiencias que nuestra amistad casi me resulta un hecho en sí, cuya existencia parece no haber tenido inauguración. Es por eso estimado Robert, que no reconozco, salvo una piadosa excepción, más afecto que el suyo en este mundo. Y de aquélla excepción es a la que quiero referirme antes de terminar esta carta que he elegido dirigirle en honor a nuestra entrañable y sincera amistad. Porque es un secreto cuyas instancias solo usted y yo y nadie más en este mundo conoce y el que, en las postrimerías de mi vida, quiero compartir una vez más en la certidumbre de su conspicua comprensión. Porque ha sido usted querido amigo, quien ha sostenido mi titubeante humanidad en instancias en que el dolor nubla el raciocinio y ha sabido operar con la agudeza y celeridad que el caso ameritaba. Porque es ese recuerdo que aún hoy, a más de veinte años, sigue tan vivo y presente y tan dentro a pesar de los intentos de excomunión que he intentado. Porque son las notas sobresalientes del Chanel o las líneas distintivas de Dior las que traen su recuerdo a mi memoria una y otra vez y más allá de cualquier ocupación que logre pergeñar para la diaria cotidianeidad de mi existencia. Porque Marie ha constituido un hito más contundente que la colisión de nuestros dos Estados en la parafernalia de la guerra fría o que la explosión de cualquier supernova en cualquier rincón del universo. Porque su ausencia ha sido un agravante en mi vida difícil de superar y que usted ha intentado remedar con un sinnúmero de razonables explicaciones y consuelos. Porque fue ella quien devolvió un sentido a todo lo que encaraba cada mañana después de años de oscilar en un encumbrado automatismo en mis actividades. Y porque su desaparición es una deuda que jamás podré saldar con esta vida, -ni con ninguna otra, si las hay- y cuya efectiva realización no pude evitar en manos de nuestros colegas de la Mossad, aquel duro invierno de ese malogrado año que prefiero no recordar, cuando deambulábamos por las calles de Praga con la mirada sumergida en la historicidad profunda de la arquitectura de la ciudad. Estimado amigo, como usted mejor que nadie sabe en este mundo, no ha habido mañana, ni semana, ni mes, ni instante de estos veinte años que no me reproche su deceso. Porque conocía los planes del prefecto de no participar de la cumbre comunista y de sus intenciones de burlar a los servicios con un señuelo y porque también quise satisfacer los deseos de Marie regresando a la ciudad natal de sus padres. Porque solo un aplazo de dos días hubieran bastado para que todo resultara diferente. ¡Solo dos días! querido amigo, que se convirtieron en veinte años de tormento que este viejo ya no logra soportar.
Por eso nuestra amistad ha agregado un valor que nunca más pude encontrarle a nuestra profesión. Porque defendiendo el lazo estrecho que hemos mantenido sin violentar los códigos laborales y aún burlándolos, ha sido el premio que he podido extirparle a la labor.
Le escribo desde algún lugar en el centro de Europa. De esta Europa desgarrada y polisémica, heteróclita y sabia. Desde esta Europa que ha sido el terreno de nuestros esfuerzos de tantos años. Le escribo y lo hago con el convencimiento que recibirá esta misiva como un saludo hasta cualquier momento y no como una despedida. Cansado ya de esta soledad lateral e insidiosa, apelo a un obsequio suyo muy preciado que conservo para finalizar en estos paisajes majestuosos. Porque el cansancio moral, querido amigo, ya no tiene soporte en esta encarnadura y porque quizás abrigo la esperanza de que la detonación del Mauser M tal vez consiga alcanzar a aquélla otra extraviada e infame y equipare o compense, de algún modo, la interminable deuda. Como si pudiera cancelarla utilizando algún código de Hamurami metafísico, en el que el talión se me aplique a mí mismo sin piedad ni contemplación.
Con el aire fresco de la mañana sobre el rostro de estos interminables paisajes, me despido no sin antes agradecerle su presencia, su compañía, su afecto y su integridad, con el convencimiento de que nuestro encuentro ha constituido un verdadero milagro en el océano del espacio y del tiempo.
Suyo siempre.

Sergei.

viernes, 23 de mayo de 2008

Apuntes intempestivos. JOP.


Mirando mis manos esta noche tengo la rara sensación de estar conquistando, sobre la base de una simple actitud de vanidad mal disimulada, un territorio perdido. No hay razón aparente para el entorno cotidiano que pueda explicar los motivos ocultos del acto si no fuera porque en el silencio de mi mirada cómplice y risueña están los aromas y texturas de tu anatomía.
Tan extrañas son estas sensaciones que, por conocidas, no dejan de ser novedosas y, como un osado aventurero explorador que se interna en una frondosa y profunda selva, me sumerjo en esta estela de recuerdos. Porque por ahora, y tal vez por siempre, no habrá otra referencia plausible de tu existencia, y serán ellos los únicos testigos vivos de lo que oculto.
Desde temprano una imagen activa y palpitante, atrapante y ansiosa, anduvo deambulando por mis fosas nasales y en lo profundo del paladar dormido.
Resulta difícil de creer cómo lo inesperado puede entrar por la puerta o incluso por la ventana con el simple hecho de estar dispuesto a dejarse atravesar por ello. Inesperado arguye en contra de lo intencional o buscado; porque estar dispuesto en el sentido de ponerse a disposición de los acontecimientos entabla una relación vacilante y a la vez valerosa ante lo que puede suceder.
Si alguien me hubiera predicho hace dos meses atrás -por establecer arbitrariamente algún plazo temporal-, que hoy estaría observándome las manos con esta ansiedad contenida y anhelante, jadeante y sucia, esperanzada y confusa, promisoria y nostálgica, triunfante y condenada al fracaso al mismo tiempo, hubiera supuesto a quien me anticipara los acontecimientos de ahora, con toda franqueza, atrapado en los dominios de algún barbitúrico caducado o al borde de la demencia.
Las diademas que dejaste en los pliegues de mis costados y en la base de la nuca, estratégicamente escondidas a la vista de todos, constituyen galardones bien conquistados y hasta diría inconscientemente requeridos por mí en la batalla de las sábanas, para que perviva testimonio del combate decidido, como una gratificante y merecida herida de tu paso por mi piel.
No oculto que esto esta escrito para nadie y mucho menos para vos, quien es más que probable tenga la cabeza ocupada con otra cosa menos infantil y complicada; pero como todas estas palabras brotan como un haz luminoso que intenta enhebrar el grito escondido y desordenado que me habita, no tienen más propósito que el de aliviar la impensada tensión.
La noche es clara y turbulenta y no concibo un mañana. Elijo que no lo haya, porque cualquier acontecimiento que teja el devenir y que, piadosamente, nos involucre, en nada, y lo reitero para que quede bien claro, en nada, será significativamente igual a la intensidad de este sentimiento esperanzado y alegre que arremete desatado y golpea dentro de mí como un huracán azota las ventanas frágiles en las postrimerías de su vórtice.
Me guardo sí, para más adelante, para mis mañanas sin vos, un solo elemento: tu mirada deseosa, furiosamente animal y profundamente tierna a la vez, porque concibo en ella la verdadera naturaleza de tu ser.

Adieu. Jacques Derrida.

Oración fúnebre pronunciada durante el sepelio de Emmanuel
Levinas el 28 de diciembre de 1995. Traducido por José Manuel
Saavedra e Isabel Correa

Desde hace mucho tiempo, he temido el instante del adiós a Emmanuel Levinas. Sabía que en el momento de decirlo me temblaría la voz; sobre todo, al decirlo en voz alta y pronunciar la palabra adieu aquí, ante él, tan cerca de él. Esa misma palabra, “à-Dieu”, que en cierto sentido me viene de él. Una palabra que él me enseñó a pronunciar de otra manera. Medito sobre lo que Levinas escribió acerca de la palabra francesa “adieu” –algo que evocaré más adelante– y espero encontrar la entereza para hablar aquí. Me gustaría hacerlo con las palabras de un niño, llanas, francas, palabras desarmadas como mi pena. Sin embargo, ¿a quién está uno hablando en estos momentos? ¿En nombre de quién se permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos que se atreven a hablar y hablan en público, a interrumpir con ello el murmullo animado, el secreto o el intercambio íntimo que nos une profundamente al amigo o al maestro muerto, aquellos que pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de manera directa, sin ambages, a la persona que ya no está más, que ya no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder. Con la voz entrecortada, se dirigen de tú a tú [tutoientt] al otro que guarda silencio; lo invocan sin circunloquios, lo convocan, lo saludan e, incluso, se confían a él. Esta necesidad no emana tan sólo del respeto a las convenciones ni es simplemente una parte de la retórica de nuestra oración. Se trata, más bien, de atravesar con el lenguaje ese punto en el que nos quedamos sin palabras y –debido a que todo lenguaje que vuelve al yo, al nosotros, parece inapropiado– de dirigirse hacia una reflexión que retorne a la co-munidad agobiada por la pena, para su consuelo o su duelo, y hacia lo que se llama en una expresión confusa y terrible “la labor del duelo”. Cuando se ocupa sólo de sí mismo, ese lenguaje corre el riesgo, en esta inflexión, de alejarse de lo que es aquí nuestro mandato –el mandato entendido como honestidad o rectitud [droituret]: hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él–. Decir adieu a él, a Emmanuel, y no tan sólo recordar lo que nos enseñó acerca de un cierto Adieu.
La palabra droiture –“honestidad” o “rectitud”– es otra palabra que empecé a escuchar y aprender de manera distinta cuando la escuché en boca de Levinas. De todos los momentos en los que habla sobre la rectitud, el que primero me viene a la mente es una de sus Cuatro lecturas talmúdicas;1 ahí la rectitud nombra lo que es, como él dice, “más fuerte que la muerte”. Y abstengámonos de buscar en lo que se dice que es “más fuerte que la muerte” un refugio o una coartada, un consuelo más. Para definir la rectitud, Levitas explica, en su comentario sobre el Tractate Shabbath, que la conciencia es la “urgencia de una destinación que lleva al Otro y no un eterno regreso al yo”,

una inocencia sin ingenuidad, una rectitud sin estupidez, una absoluta rectitud que es también una autocrítica absoluta, que se lee en los ojos del que es el objetivo de mi rectitud y cuya mirada me cuestiona. Es un movimiento hacia el otro que no regresa a su punto de origen en la forma en que regresa una desviación, incapaz como es de trascendencia: un movimiento más allá de la ansiedad y más fuerte que la propia muerte. Esta rectitud se llama Temimut, la esencia de Jacob. (QLT, p. 105.)

Meditaciones como ésta pusieron en marcha –como lo hicieron otras meditaciones, aunque cada una de ellas en forma muy particular– los grandes temas que el pensamiento de Levinas nos ha revelado: el de la responsabilidad, en primer lugar, pero la responsabilidad “ilimitada” que excede y precede a mi libertad, el de un “sí incondicional”, como lo dice en las Cuatro lecturas talmúdicas, un “sí más antiguo que el de la inocencia espontánea”, un sí apegado a esta rectitud que significa “fidelidad original a una alianza indisoluble”. (QLT, pp. 106-8; 49-50.) Las palabras finales de esta lección regresan, por supuesto, a la muerte; lo hacen precisamente para no dejar que la muerte diga la última palabra, o la primera. Nos recuerdan un tema recurrente en lo que fue una paciente meditación acerca de la muerte, que siguió el camino contrario a la tradición filosófica que va de Platón a Heidegger. Antes de decir lo que debe ser el à-Dieu, otros textos hablan de la “rectitud que permanece hasta el final en el rostro de mi prójimo” como la “rectitud de una exposición a la muerte, sin defensa alguna”2.
No puedo encontrar, ni siquiera desearía tratar de encontrar las palabras precisas que den el justo valor a la obra de Emmanuel Levinas. Es tan vasta que sus orillas ya no se pueden ver, y habría que empezar por aprender de él y de Totalidad e infinito, por ejemplo, cómo pensar lo que es una “oeuvre” u “obra” –y lo que es la fecundidad–. Además, no cabe la menor duda, ésta sería una tarea de siglos de lectura. Hoy, más allá de Francia y Europa – observamos día a día incontables indicios de esto en un número creciente de publicaciones, traducciones, cursos, seminarios, conferencias– las repercusiones de su pensamiento han cambiado el curso de la reflexión filosófica de nuestro tiempo, así como de la reflexión sobre la filosofía: sobre qué es lo que la relaciona con la ética o, según otra idea de la ética, con la responsabilidad, la justicia, el Estado y, por lo demás, con otra idea del orden, una idea que sigue siendo más actual que cualquier innovación, porque precede absolutamente al rostro del Otro.
Sí. Ética antes y más allá de la ontología, del Estado o de la política, pero también ética más
allá de la ética. Recuerdo que un día en la rue Michel Ange, durante una de esas conversaciones iluminadas por la claridad de su pensamiento, la generosidad de su sonrisa, el humor sutil de sus elipses, que recuerdo con tanto aprecio, me dijo: “Sabes, con frecuencia se habla de la ética para describir lo que yo hago, pero lo que finalmente me interesa no es la ética en sí, sino lo divino, la divinidad de lo divino”. Ahí pensé en una separación singular, la separación elemental del velo que está dado y ordenado por Dios [donné, ordonnét]; el velo confiado por Moisés al inventor o al artista, que no al tejedor; el velo que separa lo santo de lo santo en el santuario. También pensé en cómo otra de las Lecciones talmúdicas precisa la necesidad de distinguir entre el carácter sagrado y la santidad, es decir, la divinidad del otro, la santidad de la persona, que es, como Levinas lo dijo alguna vez a a Shlomo Malka, “más santa que una tierra, incluso una tierra santa, pues al encarar una afrenta que se hace a una persona, esta tierra aparece en su desnudez revelándose tan sólo como piedra y madera”. (Les Nouveaux Cahiers 18, pp. 1-8.) Esta meditación acerca de la ética y la trascendencia de lo santo con respecto a lo sagrado, es decir, con respecto al paganismo de las raíces y de la idolatría del lugar se volvió, por supuesto, indisociable de la reflexión incesante sobre el destino y la idea de Israel ayer, hoy y mañana. Dicha reflexión consistió en cuestionar y reafirmar el legado no sólo de la tradición bíblica y talmúdica, sino también de la aterradora memoria de nuestro tiempo. Esta memoria es la que aquí dicta cada una de mis oraciones, ya sea de cerca o de lejos, incluso sabiendo que Levinas protestaba de vez en cuando contra ciertos abusos autojustificatorios a los que esa memoria y la referencia del Holocausto han dado pie. Más allá de las acotaciones y las preguntas, quisiera simplemente agradecer a alguien cuyo pensamiento, amistad, confianza y “bondad” (y doy a la palabra bondad todo el significado que se le da en las últimas páginas de Totalidad e infinito ) han sido para mí, como para tantos otros, una fuente viva; tan viva y constante que no puedo pensar lo que hoy le está pasando a él o me está pasando a mí. Me refiero a esta interrupción, a esta respuesta sin-respuesta que, para mí, nunca llegará a su fin mientras yo esté vivo.
La no-respuesta: sin duda recordarán que en el notable curso que impartió entre 1975 y 1976 (hace exactamente veinte años) sobre La muerte y el tiempo, allí donde define la muerte como la paciencia del tiempo y se entrega a un encuentro enorme, crítico y lleno de
nobleza con Platón, Hegel y, particularmente, con Heidegger, Levinas define una y otra vez la muerte –la muerte que “encontramos” ... “en el rostro del Otro”– como la no respuesta; dice: “es la sin-respuesta”. Y más adelante: “Hay aquí un final que siempre tiene la ambigüedad de una partida sin retorno, de un llegar a su fin, pero también de la conmoción (¿es realmente posible que esté muerto?) de la no-respuesta y de mi responsabilidad”3.
La muerte: en primer lugar, no la desaparición ni el no ser ni la nada, sino una cierta experiencia para el sobreviviente de la “sin-respuesta”. Tiempo atrás, Totalidad e infinito ya había cuestionado la interpretación tradicional “filosófica y religiosa” de la muerte como
“el paso a la nada” o “el paso a otra existencia”. Identificar la muerte con la nada es lo que le gustaría al asesino, como Caín por ejemplo, que –piensa Levinas– debe haber tenido esa noción de la muerte. Sin embargo, incluso esta nada se presenta como una “suerte de imposibilidad” o, más precisamente, como una interdicción. El rostro del Otro me prohíbe matar; me dice: “no matarás”, incluso si esta posibilidad es el supuesto de la prohibición que la hace imposible. Esta pregunta sin respuesta es irreductible, primordial, como la prohibición de matar, más antigua y decisiva que la alternativa de “ser o no ser”, que no es ni la primera ni la última pregunta. “Acaso ser o no ser no sea la pregunta par excellence”, dice otro de sus textos. (C, p. 151.)
De todo esto quiero deducir que nuestra tristeza infinita debería alejarse de lo que en el duelo la lleve hacia la nada, es decir, hacia eso que sigue vinculando –así sea de manera potencial– la culpa con el asesinato. Cierto, Levinas habla de la culpa del sobreviviente, pero se trata de una culpa que no tiene falta ni deuda; es, en realidad, una responsabilidad delegada, confiada en un momento de emoción sin paralelo, el momento en que la muerte se revela como la excepción absoluta. Para expresar esta emoción sin precedentes, la que siento aquí y comparto con ustedes, la que nuestro sentimiento de propiedad nos impide exhibir, y para poner en palabras, sin ánimo de confesión o exhibición personal, cómo esta emoción tan singular se relaciona con la responsabilidad que nos es delegada y confiada como un legado, permítanme, una vez más, que sea Levinas el que hable. Aquel cuya voz hoy me gustaría tanto escuchar cuando dice que la “muerte del otro” es la “primera muerte”, y que “yo soy responsable del otro en la medida en que es un mortal”. Escuchemos el curso de 1975 y 1976:

La muerte de alguien no es, a pesar de lo que parecería ser a primera vista, un hecho en sí (la muerte como un hecho empírico, cuya sola presencia sugeriría su universalidad); no se agota en esa forma. Alguien que se expresa en su desnudez –el rostro– es de hecho alguien en la medida en que me busca, en la medida en que se pone bajo mi responsabilidad: ahora
debo contestar por él, ser responsable de él. Cada gesto del Otro es una señal dirigida hacia mí. Para regresar a la clasificación esbozada anteriormente: mostrarse, expresarse, asociarse, confiarse a mí. El otro que se expresa está confiado a mí (y no existe deuda con respecto al Otro – porque lo que se debe no puede pagarse: nunca estaremos a mano–) [es más, se trata de una “obligación más allá de toda deuda”, porque el yo que es lo que es, singular e identificable, sólo es a través de la imposibilidad de ser sustituido, aun cuando es precisamente ahí donde la “responsabilidad por el Otro”, la “responsabilidad del rehén” es una experiencia de sustitución y sacrificio]. El Otro me individualiza en esa responsabilidad que yo tengo de él. La muerte del Otro me afecta en mi identidad como un yo responsable... constituido por una responsabilidad imposible de describir. Es así como soy afectado por la muerte del Otro; ésta es mi relación con su muerte. Es desde ese momento, en mi relación, en mi deferencia hacia alguien que ya no responde más, una culpa del sobreviviente. (MT, pp. 14-15; cita entre paréntesis, p. 25.)


Y un poco más adelante:

La relación con la muerte en su excepción –y la muerte es, sin importar su significado en relación con el ser y la nada, una excepción– a la vez que confiere a la muerte su profundidad no es una visión, ni siquiera una aspiración (ni una visión del ser como en Platón, ni una aspiración hacia la nada como en Heidegger), una relación meramente emocional, que se mueve con una emoción que no está compuesta de las repercusiones de un conocimiento previo de nuestra sensibilidad y nuestro intelecto. Es una emoción, un movimiento, una inquietud hacia lo desconocido. (MT, pp. 18- 19.)

Aquí el énfasis se halla en lo desconocido. Lo desconocido no es el límite negativo de alguna forma de conocimiento. Este no-conocimiento es el elemento de amistad u hospitalidad que permite la trascendencia del extraño, la distancia infinita del otro. “Desconocido” es la palabra escogida por Maurice Blanchot para el título de un ensayo, “Conocimiento de lo Desconocido”, que dedicó al que había sido, desde el momento de su encuentro en Estrasburgo en 1923, el amigo, la amistad misma del amigo. Sin duda, para muchos de nosotros, para mí ciertamente, la fidelidad absoluta, la amistad ejemplar de pensamiento, la amistad entre Maurice Blanchot y Emmanuel Levinas fue una gracia, un don; permanece como una bendición de nuestros tiempos y, por más de una razón, como una fortuna, es decir: una bendición para quien tuvo el enorme privilegio de ser amigo de cualquiera de los dos. Para escuchar hoy y aquí a Blanchot hablar para Levinas y con Levinas, como yo tuve la fortuna de hacerlo en su compañía un día de 1968, cito un par de líneas. Después de nombrar lo que nos “cautiva” en el otro y de hablar sobre un cierto “arrebato” (palabra utilizada con frecuencia por Levinas para hablar de la muerte), Blanchot nos dice (L’entretien infini, pp. 73-74):

No debemos perder la esperanza en la filosofía. En el libro de Emmanuel Levinas [Totalidad e infinito] –donde, me parece, la filosofía de nuestro tiempo ha alcanzado, como nunca antes, la elaboración más sobria y que cuestiona de nuevo, como cabría esperarlo, nuestras formas de pensamiento e incluso nuestras dóciles reverencias ante la ontología– se nos invita a hacernos responsables de lo que es, en esencia, la filosofía y aceptar, con toda la intensidad y el rigor infinito que le son posibles, la idea del Otro; es decir, la relación con el autrui. Es como si encontráramos una nueva vertiente en la filosofía y un salto que ella y nosotros mismos nos viéramos urgidos a realizar.

Si la relación con el otro presupone una separación infinita, una interrupción ahí donde aparece el rostro, ¿qué sucede en el momento en que esa interrupción surge de la muerte para hacer un vacío todavía más infinito que la separación anterior, una interrupción en el centro de la interrupción misma?, ¿dónde y a quién le sucede? No puedo hablar de esta agobiante interrupción sin recordar, como muchos de ustedes sin duda lo hacen, la ansiedad ante la interrupción que yo pude sentir en Emmanuel Levinas cuando, al teléfono por ejemplo, parecía temer en todo momento que se cortara la comunicación, temer el silencio o la desaparición, la sin-respuesta del otro a quien llamaba y a quien trataba de aferrarse con un “allo, allo” después de cada frase y, en ocasiones, a la mitad incluso de la frase.
¿Qué pasa cuando un gran pensador se sumerge en el silencio, uno a quien conocimos en vida, a quien leímos, releímos y también escuchamos, de quien todavía esperábamos una respuesta, como si dicha respuesta nos ayudara no sólo a pensar de otra manera, sino también a leer lo que pensábamos que ya habíamos leído de él, una respuesta que se reservaba todo y tantas cosas más que creíamos haber reconocido con su rúbrica? Esta experiencia con Emmanuel Levinas, así lo he aprendido, es interminable, al igual que todas las reflexiones que son fuente y origen; porque nunca dejaré de empezar o empezar de nuevo a pensar en ellas como el fundamento del comienzo renovado que me ofrecen, y volveré a descubrirlas una y otra vez en casi cualquier tema. Cada vez que leo o releo a Levinas me siento colmado de gratitud y admiración; colmado por esa necesidad, que no es una limitación sino una fuerza amable que obliga y nos obliga, por respeto al otro, a no deformar ni torcer el espacio de pensamiento, sino a ceder ante la curvatura heterónoma que nos relaciona con el otro en su completud (o sea, con la justicia, como Levinas lo afirma en una formidable y poderosa elipse: “la relación con el otro, es decir, la justicia”), que responde a la ley que de esa forma nos convoca a ceder ante la anterioridad infinita del otro en su completud. Así llegó, al igual que esta convocatoria, a alterar discreta pero irreversiblemente las ideas más poderosas del fin del milenio, empezando por las de Husserl y Heidegger a quienes, de hecho, Levinas introdujo en Francia hace ya sesenta y cinco años. Este país que tanto apreciaba por su hospitalidad (y Totalidad e infinito –p. 305– no sólo muestra que “la esencia del idioma es bondad”, sino que “es amistad y hospitalidad”), esta Francia le debe a él, entre otras cosas, entre tantas contribuciones significativas, al menos dos acontecimientos nodales del pensamiento, dos actos inaugurales que hoy son difíciles de aquilatar, porque han sido incorporados al cuerpo de nuestra cultura filosófica después de haber transformado su paisaje.
Uno fue, para decirlo brevemente, la primera introducción a la fenomenología de Husserl, iniciada en 1930 con traducciones y lecturas interpretativas, que irrigaría y fecundaría tantas corrientes filosóficas francesas. Después, o mejor dicho al mismo tiempo, concibió la
introducción al pensamiento heideggeriano, que no fue menos importante para definir la genealogía de muchos filósofos, profesores y estudiantes franceses. Husserl y Heidegger a un mismo tiempo a partir de 1930. Anoche releí unas páginas de ese prodigioso libro que fue para mí, así como para tantos otros antes que yo, la primera y mejor guía. Escogí unas cuantas frases que han dejado su marca en el tiempo y que nos permiten medir la distancia que nos ayudó a cubrir. En 1930, un joven de veintitrés años dijo en el prefacio que releí anoche y releí sonriendo, sonriéndole: “El hecho de que en Francia la fenomenología no sea una doctrina conocida para todos ha sido un problema constante para escribir este libro”. O al hablar de la “poderosa y original filosofía” del “señor Martin Heidegger, cuya influencia se siente a menudo en este libro”, el mismo libro recuerda que “el problema ocasionado aquí por la fenomenología trascendental es un problema ontológico en el sentido preciso que Heidegger le da a este término”. (Théorie de l’intuition dans la phénoménologie de Husserl, p. 7.)
El segundo acontecimiento, el segundo cisma filosófico, diría yo el feliz traumatismo que le debemos (en el sentido de la palabra traumatismo que le gustaba recordar, el “traumatismo del otro” que viene del Otro), es que al leer con cuidado y reinterpretar a los pensadores que acabo de mencionar, pero también a tantos otros, filósofos como Descartes, Kant y Kierkegaard, escritores como Dostoyevski, Kafka, Proust, por mencionar algunos –y difundía sus palabras a través de publicaciones, cursos y lecturas (en l’École Normale Israélite Orientale, en el Collège Philosophique y en las universidades de Poitiers, Nanterre y La Sorbonne)–, Emmanuel Levinas desplazó paulatinamente el eje, la trayectoria e incluso el orden de la fenomenología u ontología, que él había introducido en Francia desde 1930, hasta lograr moldearlos con rigor y bajo una condición inflexible y simple. Una vez más, Levinas cambió por completo el paisaje sin paisaje del pensamiento, y lo hizo en una forma digna, sin polémica, desde su interior, con fidelidad y desde lo lejos, desde el acotamiento de un lugar completamente diferente. Creo que lo que ocurrió ahí, en esta segunda travesía, en esta segunda ocasión en que nos lleva más lejos aún que en la primera, es una mutación discreta pero irreversible, una de esas provocaciones singulares, poderosas y raras que se dan en la historia y que, durante más de dos mil años, han marcado de manera indeleble el espacio y el cuerpo de lo que acaso es, o es diferente, a un simple diálogo entre el pensamiento judío y las otras formas de pensamiento, las filosofías de origen griego o, en la tradición de un cierto “aquí estoy”, los otros monoteísmos abrahámicos. Esta mutación se dio a través de él, a través de Levinas que fue consciente de esa inmensa responsabilidad de una manera, creo yo, a la vez transparente, confiada, tranquila y modesta, como un profeta.
Uno de los indicios de las repercusiones de esta onda histórica de choque es la influencia de su pensamiento más allá de la filosofía y del pensamiento judío, en varios círculos de la teología cristiana, por ejemplo. No puedo olvidar el día en el que, durante una reunión del Congrès des Intellectuels Juifs, mientras los dos escuchábamos la ponencia de André Neher, Levinas volteó hacia mí y dijo con esa suave ironía que nos era tan familiar: “Ves, él es el judío protestante y yo soy el católico” –agudo comentario que invitaría a una larga y seria reflexión.
Todo lo que ha pasado aquí ha pasado a través de él, gracias a él, y hemos tenido la suerte no sólo de recibirlo en vida, de él en vida, como una responsabilidad delegada por los vivos a los vivos, sino también de debérselo mediante una deuda cándida y amable. Un día, hablando con Levinas sobre sus investigaciones acerca de la muerte y de lo que le debía a Heidegger en el mismo momento en que se estaba alejando de él, escribió: [La muerte y el tiempo] “Se distingue del pensamiento de Heidegger y lo hace a pesar de la deuda que todo pensador contemporáneo tiene con Heidegger –una deuda que con frecuencia nos pesa-” (MT, p. 8). La buena fortuna de nuestra deuda con Levinas es que nosotros podemos, gracias a él, asumirla y afirmarla sin pesar, en la entusiasta inocencia de la admiración. Se trata del orden de este sí incondicional del que hablé antes y frente al que se responde “sí”. Este pesar, mi pesar, es no habérselo dicho y no habérselo demostrado suficientemente en el curso de los treinta años durante los que, en la reserva del silencio, a través de conversaciones breves y discretas, de escritos que eran demasiado indirectos o cautos, nos dirigíamos con frecuencia entre nosotros lo que yo ni siquiera llamaría preguntas o respuestas, sino tal vez, para usar una más de sus palabras, una suerte de “pregunta, oración”, una pregunta-oración que, como él dijo, es anterior incluso al diálogo. Esta misma pregunta-oración que me encaminó hacia él, acaso compartida en la experiencia del à-Dieu, con la que empecé. El adiós del à-Dieu no marca el fin. “El à-Dieu no es una finalidad”, dice, desafiando la “alternativa entre el ser y la nada”, que “no es final”. El à-Dieu saluda al otro más allá del ser en “lo que significa más allá del ser la palabra gloria”. “El à-Dieu no es un proceso del ser; en el llamado soy de nuevo atraído al otro ser humano a través del cual este llamado tiene significado: al prójimo por el que debo temer” (C, p. 150).
Dije que no quería simplemente recordar lo que él nos confió del à-Dieu, sino en primer lugar decirle adiós, llamarlo por su nombre, decir su nombre, su primer nombre, de la manera en que se le llama en el momento en el que si ya no responde, es porque él responde en nosotros, desde el fondo de nuestros corazones, en nosotros y ante nosotros, en nosotros justo frente a nosotros, al llamarnos y recordarnos: “à-Dieu”.

Adieu, Emmanuel.




1 E. Levinas, Quatre lectures talmudiques. Se abrevia como QLT. Las notas son de P. Brault y M. Naas
(Critical Inquiry, Autumn 1996).
2 J. Derrida se refiere a “La conscience non-intentionnelle”, publicado en Entre nous: Essais sur le
penser-à-l’autre, p. 149. En lo sucesivo, abreviado como C.
3 E. Levinas, Le mort et le temps, pp. 10, 13, 41-42. En lo sucesivo, abreviado como MT.

Ligustros en Flor. Lugar. Juan José Saer.

Observé largamente mis pies esta noche, y me parecieron más misteriosos que el universo entero. Con ellos, hace algunos años, anduve caminando durante dos horas y cincuenta y cuatro minutos por el suelo polvoriento de la luna. Fue mi segunda misión por esos lados, aunque la primera consistió solamente en un vuelo de circunvalación; unas pocas revoluciones en la órbita lunar, y hasta más ver: de vuelta a casa.
En la segunda expedición, donde Brown y yo alunizamos realmente (Andy Wood nos esperaba girando en órbita en el módulo principal de la nave), el paseo duró un poco más, pero un desperfecto en las cámaras de televisión, semejante al que se produjo cuando la expedición Apolo 12, rebajó el alcance del acontecimiento, y nos ocurrió a nosotros lo mismo que al alunizaje de esa expedición, que por no existir en imagen, se desvaneció también en la realidad y cayó en el más completo olvido. De la expedición Challenger 3, que tuve el honor de dirigir, la indiferencia del público y un olvido casi inmediato fueron el único resultado desalentador, lo que en mi fuero íntimo consideré altamente satisfactorio, porque ya desde antes de haber dado mi paseo por la luna, había decidido que al volver me retiraría para siempre de mi oficio de astronauta. Y hoy por hoy nada me impide considerar como mío el curioso pensamiento de un discutido filósofo austríaco: "¿Puedo siquiera considerar seriamente la mera hipótesis de haber estado alguna vez en la luna?".
El tedio, que desde luego considero más temible que los supuestos peligros desconocidos que acechan al explorador del espacio, fue la causa principal de mi retiro anticipado al que, después de nuestro fiasco, habría que agregar mi negativa a persistir en el ridículo, ya que no podría dársele otro nombre al hecho de que nuestra expedición, concebida con fines de propaganda, a causa de unas cámaras defectuosas, pasó prácticamente desapercibida para el público mundial. Cuando mis superiores me informaron de que nuestra misión principal, a la que debíamos subordinar imperativamente todas las otras, consistía en clavar en la superficie de la luna y en directo para varios miles de millones de espectadores la bandera de nuestro país, supe de inmediato que acababa de confirmarse la sospecha que venía persiguiéndome desde tiempo atrás: todos los miembros del programa espacial, desde el director general hasta la señora de la limpieza, estaban locos.
Brown debía pensar lo mismo, pero aunque nos estimábamos y confiábamos uno en el otro, me hubiese resultado difícil desmantelar su prudencia que, aparte de la rebelión, es en nuestro país la única arma de que disponen para sobrevivir los miembros de su raza. Probablemente también él, aunque no lo dijese, estaba cansado de ser, de los proyectiles que se lanzan en esas insensatas experiencias de balística que llaman programa espacial, la munición que va adentro. Mientras lo observaba puntear con su palita el suelo ajeno de la luna, como la tierra en que sus antepasados vienen haciéndolo desde hace siglos, no podía dejar de preguntarme en qué momento iba a tirar la pala lo más lejos posible dando fin con ese acto significativo a su carrera de astronauta.
Como lo demuestro en mi estudio inédito Interés comercial y militar de la conquista del espacio 95 por ciento; interés científico 4,95 por ciento; interés filosófico 0,05 por ciento, de esos tres aspectos es evidente que es el científico el que puede reivindicar para sí mismo con justicia el colmo del ridículo. El filosófico es inexistente, y el financiero y político-militar, por rastrero que sea, parece corresponder mejor al verdadero nivel moral de la humanidad: y no tengo escrúpulos en escribir lo que antecede, aunque sé que los que creen conocerme a fondo, piensan de mí que, desde que volví de la luna, como si habiendo contemplado a los hombres desde tan arriba hubiese descubierto su tamaño verdadero, he caí-do en la misantropía.
Para nada: lo que pasa es que allá arriba —adverbio que por otra parte únicamente para nuestra situación singular tiene algún sentido— las sospechas se vuelven, de una vez por todas, evidencia. Cualquiera sabe que el universo es un fenómeno casual que, aunque desde nuestro punto de vista parezca estable, en lo absoluto no es más que un torbellino incandescente y efímero, de modo que allá arriba no es en ese sentido que la evidencia se presenta. Caminando por la semipenumbra polvorienta y estéril, si algo aprendí no fue sobre la luna sino sobre mí mismo. Supe que si el conocimiento tiene un límite, es porque los hombres, adonde quiera que vayamos, llevamos con nosotros ese límite. Es más: nosotros somos ese límite. Y si vamos a Marte o a la luna, las dos o tres cosas más que sabremos sobre Marte o la luna, no cambiarán en nada, pero en nada, la extensión de nuestra ignorancia. No cabe duda de que sabemos un poco más de nosotros mismos cuando, dejando nuestro pueblo natal, vamos a una gran ciudad, y después a otro continente, donde los hombres son un poco diferentes de nosotros, por sus rasgos exteriores, su religión, sus costumbres, pero ese poco más que sabemos no modifica para nada la cantidad de nuestro saber, en relación con lo que ignoramos, y esto no es una reflexión moral sino un simple cómputo. De modo que el provecho científico de nuestras expediciones es más bien escaso. Que quede claro: como todas las otras, la conquista del espacio es principalmente obra de comerciantes y guerreros, y sus aspectos científicos son puramente logísticos y pragmáticos. Si hubiese hombres en la luna, como los había en África y en América, los reduciríamos a la esclavitud o acabaríamos con ellos. Si los hombres fuesen mejores, tal vez hubiese valido la pena ir a la luna.
Mis valencias turísticas son limitadas. Ver la tierra desde la luna y pasearme por ese suelo polvoriento, oyendo el chasquido de mis zapatos gruesos contra las esférulas y los pedruzcos de piroxena, olivina y feldespato, chirriar la materia vitrificada y muerta bajo las suelas, no me produjo mayor entusiasmo que mis visitas (un poco obligadas por los hábitos de la época, como mi carrera de astronauta lo fue en cierto sentido por un padre militar) a las cataratas del Iguazú o al desierto de Gobi. No digo que no me haya producido ninguno sino que el que experimenté fue de lo más módico. Tal vez la única maravilla auténtica de mi paseo haya sido que las huellas de mis zapatos quedarán impresas en ese polvo pardo durante millones de años, pero también eso tiene su lado negro, porque en las noches de insomnio, o en las mañanas indecisas y turbias en las que mi situación parece sin salida, la forma estriada y ancha de esas huellas, obcecada y autónoma, insiste en venir a estamparse, nítida y excluyente, durante horas e incluso durante días, en la zona clara de mi mente.
El fragmento de mundo que hollábamos, Brown y yo, igual que la tierra paciente que nuestra especie había desfigurado con sus pasos, dejaba intacto el infinito. (Sé que los llamados hombres de ciencia consideran que el universo es finito, pero si eso es cierto, lo es en una escala diferente a aquella en que se sitúan los que han formulado la hipótesis.) Saber algo sobre la luna: tal era nuestra ilusión, ya que confundíamos experiencia y conocimiento. Encerrados en las cápsulas de nuestros trajes espaciales, deambulábamos en la penumbra grisácea, indiferentes a la esfera azul que flotaba, fantasmal, a lo lejos, en el firmamento negro, mientras esperábamos que el módulo principal de la nave, con Andy Wood adentro, después de dar el número previsto de revoluciones en la órbita lunar, pasara a recogernos para llevarnos de vuelta a la tierra.
Presentía a Brown encapsulado en su piel negra, igual que yo en la mía, y tuve la impresión, mientras dábamos nuestros pasos torpes y lentos, punteando aquí y allá con nuestras palitas especiales, unos cilindros metálicos que clavábamos en el suelo y retirábamos llenos de materia lunar, que estábamos aislados uno del otro por una serie de envoltorios y de cápsulas que nos volvían mu-tuamente desconocidos y remotos. ¿Para qué ir tan lejos a develar misterios si lo más cercano —yo mismo por ejemplo— es igualmente enigmático? La yema de los dedos y la luna son igualmente misteriosos, pero los cinco sentidos son más inexplicables que la totalidad de la materia ígnea, pétrea o gaseosa, de modo que excavar la luna, sondear el sol o visitar Saturno, como han dado en llamar caprichosamente a esos objetos sin nombre apropiado y sin razón de ser, no resolverá nada.
Tales son mis pensamientos tenues cuando me paseo por las calles, tan polvorientas como las de la luna, pero en las que mis huellas se desvanecen, fugitivas, casi en el mismo momento en que las imprimo, de mi pueblo natal. La vejez y lo que sigue me ha dado cita para uno de estos días en alguna de sus esquinas desiertas. Es inconcebible que la luna exista, casi tanto como que exista yo. Que haya un universo es por cierto misterioso, pero que yo esté caminando esta noche de primavera en la penumbra apacible de los árboles lo es todavía más. Así como ver la esfera azul desde la luna permitía poseer un punto de vista suplementario pero no volvía las cosas más claras, haber estado en la luna no me reveló nada nuevo sobre ella y, a decir verdad, me gusta más verla desde aquí, redonda, brillante y amarilla. Allá arriba, la proximidad no mejoraba mi conocimiento, sino que la volvía todavía más extraña y lejana. Desde acá sigue siendo un enigma, pero un enigma familiar como el de mis pies, de los que no podría asegurar si existen o no, o como el enigma de que haya plantas por ejemplo, de que haya una planta a la que le dicen ligustro y que, cuando florece, despida ese olor, y que cuando se la huele, es el universo entero lo que se huele, la flor presente del ligustro, las flores ya marchitas desde tiempos inmemoria-les, y las infinitas por venir, pero también las constelaciones más lejanas, activas o extintas desde millones de años atrás, todo, el instante y la eternidad. Y sobre todo que, gracias a ese olor, por alguna insondable asociación, mi vida entera se haga presente también, múltiple y colorida, en lo que me han enseñado a llamar mi memoria, ahora en que al pasar junto a un cerco, en la oscuridad tibia, fugaz, lo siento.



http://www.cuantolibro.com/libro/14003/Lugar.html