martes, 26 de junio de 2007

La levedad. JOP.


Ahora lo veía con claridad.
Después de andar rondando entre las respuestas que nunca alcanzaban, encontró aquélla que estuvo buscando durante tanto tiempo.
En la alborada de sus treinta años supo que la única salida para deshacerse del malestar que lo había acompañado durante toda su vida, el único modo de liberarse permanentemente de los dolores que lo acosaban, consistía en aniquilarse.
Cuando pudo aprehender la idea en toda su vasta extensión, en toda su demoledora magnitud, una sensación de alivio profundo, de un bienestar inusitado y recóndito, recorrió su espina dorsal y lo liberó por fin, de la carga que transportaba.
Comprendió, por fin, que el consuelo no era propiedad de esta instancia vital, porque mientras estuviera vivo, jamás podría desprenderse de sus angustias y los miedos que lo habitaban. Ellos estaban incrustados en su carne y las matrices que lo digitaban se habían convertido en imperecederas e inalterables y, sus actuaciones, en absolutas e improrrogables. Por eso entendió que, para terminar con ellas, debía terminar consigo mismo.
Se regocijó cuando buceó en las conclusiones y los desenlaces. Sobre todo se contentó con el bienestar que de pronto lo habitaba.
En el preciso instante en que se apoderó de aquella noción definitiva, ya nada volvió a ser igual. Ninguna cosa tuvo el mismo valor al amparo de la lucidez que lo poseía.
Aunque hasta ese momento, levantarse cada mañana se había convertido en una empresa monumental que demandaba energías ingentes, desde aquel momento todo adquirió la levedad que adquieren los hechos banales que se repiten automáticamente y se ejecutan sin tener conciencia de su realización.
Para celebrar, se prodigó una cena suculenta en un importante restaurante de la ciudad. La acompañó con uno de los mejores vinos de la casa. Sobre el final, pidió una deliciosa marquise de chocolate con frutos del bosque y degustó cada minúsculo sabor bajo el embrujo del jazz que inundaba el ambiente proveniente de un piano y un saxo tenor ubicados en un rincón estratégico.
Por último, pidió un café con azúcar y una copa de coñac.
Como a las tres de la mañana salió a la calle y caminó unas cuadras hasta una plaza cercana y se sentó en el banco ubicado debajo de un enorme eucalipto. Entonces volvió a pensar en aquello con un gozo desconocido que lo embargaba y que no había experimentado nunca en su vida, mientras el aroma del árbol le inundaba los pulmones y le traía a raudales recuerdos de su infancia.

Cuando la idea se había hecho tangible surgió el tema mayor: La ejecución del acto. Porque una cosa es la idea de matarse y otra muy distinta el acto concreto de la ejecución; de silenciar definitivamente todo contacto sensorial con el mundo circundante.
Comenzó, entonces, un recuento de todas las formas posibles de prodigarse la muerte que tuviera a su alcance y luego examinó, de entre todas ellas, cuáles estaban en el marco de su plausible materialidad.
Por supuesto que también tenía sus reparos. Algunas de aquellas maneras las encontró atractivas, hasta románticas, otras, vejatorias y denigrantes y no estaba en su presencia de ánimo generar sensaciones displacenteras mayores de las que podrían significar, para algunos (tenía bien en claro que sería solo para algunos pocos), el hecho de se desaparición. Era muy conciente de que su eliminación debería poseer los perfiles de cierta dignidad. No quería mutilaciones ni deformaciones innecesarias en su armadura terrena. Con lo cual, el enorme abanico de las posibles maneras de matarse comenzaba a generar una lenta pero decidida depuración.
No habría disparos de armas de fuego en ninguna zona de la cabeza, ni saltos desde las alturas sobre terrenos agrestes; no habría exposición a las ruedas de un ferrocarril ni de móviles de tamaño considerable. Quedaban descartadas la inmersión en agua salada o dulce, para evitar la desagradable hinchazón y las tonalidades que produce la putrefacción interna de los órganos por sobredosis de bacterias tenaces. Tampoco la cremación o el tormento de terminales ulceraciones en la piel producidas por radiaciones o productos químicos. Todo tenía que ser limpio y definitivo.
Por otro lado, conocía muy bien la diferencia entre "acting" y "pasaje al acto" y como no quería decepcionar a los teóricos de siempre, su muerte debía quedar planeada de modo tal que no cupieran dudas en su clasificación. De otro modo el hecho quedaría peligrosamente ligado más a la eutanasia que al suicidio, aunque de aquélla se trataba. Podría haber optado por la primera y evitarse tantas elucubraciones, pero el suicidio le resultaba más idóneo a sus intereses y más ligado a antecedentes literarios que el acto premeditado de aniquilarse para evitar sufrimientos desmesurados. El suicido se le antojaba más inesperado y, en consecuencia, más inexplicable y brutal. Tampoco se le escapaba el hecho de que haber pergeñado su desaparición como producto de la libre voluntad, hubiera sido un modo de reivindicar ese acto tan denostado y que por supuesto compartía. Pero como nunca se había sentido un militante o un pregonero en cuestiones de ninguna índole, su vanidad le dejaba suficiente margen de acción como para tomar cualquier decisión sin el más mínimo entorpecimiento surgido por algún oscuro interés de trascendencia.
Ante la evidencia, el envenenamiento resultó ser la mejor opción. Cualquier sustancia incompatible para el arcaico metabolismo de la materia viva sería suficiente, en la dosis adecuada, para concretar su acto. Como no quería llamar la atención, revisó entre sus cosas los químicos disponibles a su alcance que fueran útiles a sus propósitos y buceo en los lugares adecuados en busca de la información necesaria sobre las consecuencias que la ingesta produciría en su encarnadura vital.
De tal investigación supo que, incluso, una dosis adecuada de vitaminas sería suficiente para generar un efecto tóxico en el organismo que lo dejaría al borde de la irrecuperación; pero necesitaba algo más extremo y brutal. Carecía de arsénico y también de acceso a una dosis de cianuro. Recordó, entonces, cómo el refugiado antillano de García Márquez, Jeremiah de Saint Amour, había logrado ponerse a salvo de los tormentos de la memoria en su casita abandonada acariciado por el aroma de las almendras amargas. Por primera vez en mucho tiempo, sintió una profunda envidia. Ese pecado había sido uno de los pocos a los que había sido ajeno, pero aquella vez, no pudo sucumbir al embrujo de su acometida. Hubiera querido ser ese ser olvidado y triste y haber ocupado su lugar, aunque más no fuese, en la imaginería de su creador.
Cuando hubo acumulado las cantidades de barbitúricos y alcohol necesarios para sus propósitos, una enorme nostalgia se derramó sobre él. No pudo evitar pensar en aquellos momentos maravillosos que había vivido y los que seguramente ya no tendría la posibilidad de añorar.
Se permitió la excepcional debilidad de preguntarse si durante el tiempo que vivió había experimentado la sensación que muchos llaman felicidad. También si el amor, o algo que se pareciese a ese sentimiento, había rozado su existencia en algún momento de su breve historia. En ese instante, más allá de las respuestas que encontrara, supo que un sentimiento claro y preciso lo habitaba: estaba preparado para marcharse. Tenía la íntima convicción de no tener deudas pendientes consigo mismo y con los demás; con su paso por el mundo.
La fecha elegida resultó ser el viernes 23 de septiembre. Por la noche se sentaría en el sillón favorito del living y engulliría los barbitúricos con el escocés preferido. Para el amanecer del sábado 24, sería historia tras el acto consumado y las especulaciones serían disipadas por el detalle minucioso que dejaría sobre el escritorio en el que daba cuenta a las autoridades acerca de tal acto. Sobre todo le interesaba deslindar responsabilidades y difuminar las posibles sospechas. Era imprescindible que su muerte quedara despejada de toda intencionalidad achacable a cualquiera de sus allegados.
Redactar esa carta fue menos complicado de lo que supuso en un principio, porque comprendió que debía ceñirse a la simple enumeración de las razones que excluía culpables y adjudicarse responsabilidades, y debía eludir por todos los medios, rozar los móviles que lo habían llevado a tomar la decisión. Al principio tuvo muchos reparos porque temía que no se comprendieran claramente los motivos concretos. Por eso prefirió eludir cualquier explicación al respecto y limitarse a enfatizar argumentos sobre la inocencia de los que lo rodeaban.
En la mañana del aquel viernes esperado el sol abrazaba las copas de los árboles y la incipientes flores de primavera anunciaban con sus aromas suaves el despertar de la vida de cada año. Pasó todo el día fuera de su casa. Desayunó en un barcito de San Telmo, almorzó en un restaurante del microcentro y cenó una porción de su pizza favorita en una pizzería de Villa del Parque.
Volvió caminando hasta su casa conciente de que aquellos pasos serían los últimos y lo sedujo la idea de que las miradas con las que se cruzaba jamás sospecharían el destino que había pergeñado. A pocas cuadras de su casa pensó en sus amigos y en los seres que lo querían de verdad y por un instante todo estuvo a punto de fracasar de no ser por la tenacidad de su férrea voluntad y por el temor de volver a quedar atrapado en brazos de sus dolores de siempre.
Saludó al vecino del séptimo piso con el que se cruzó en la entrada del edificio y subió en el ascensor que lo llevó hasta su casa.

martes, 12 de junio de 2007

Otro lugar. JOP.


Siempre había pensado cuándo, cuándo llegaría el momento en que aquel sentimiento la abandonara. Se sentaba en el bar de su esquina favorita y miraba a través de aquella vidriera que le mostraba, dorados otoños, azules inviernos, multicolores primaveras y ardientes veranos en una sucesión interminable y precisa de hechos. El café caliente se entibiaba en sus manos al no encontrar respuestas a sus eternas y minuciosas preguntas de siempre. Pero lo peor era ese sentimiento que no la dejaba en paz. Una tarde, mientras caminaba rumbo a su casa tuvo el impulso. En ese instante no tuvo dudas y pensó que si se marchara de este mundo, nadie pagaría las consecuencias efectivas de su acto, y poseería el alivio que necesitaba para siempre. Pero se distrajo. A la vuelta de una esquina, un niño sentado en el umbral de una casa prolija, la miró de reojo mientras jugaba con un autito de plástico deshecho y le regaló una enorme sonrisa. Aquél gesto fue letal para sus intenciones. Sintió algo de calidez en su corazón y se avergonzó de sí misma. En otra ocasión, planeó un largo viaje para saldar antiguas deudas de turista y de paso, alejarse de sus escenarios habituales teñidos como estaban de ese sentimiento ineludible.
En aquél viaje escribió a una amiga:
"Si las mañanas en Buenos Aires fueran como éstas aquí, te juro que no abrigaríamos deseos de irnos a dormir por el sólo hecho de aguardar estos amaneceres. La ciudad es inmensamente clara. No hay rincón en que la luz del sol no se disemine ni ventana que no permanezca abierta hasta las últimas horas de la tarde.
La gente es alegre y cordial y nadie se mira con recelo ni desconfianza y pareciera que tienen particular predilección por los turistas. Así que soy una afortunada pues los varones aquí se desarman en cumplidos y en elogios.
Te encantaría verme sonriendo, yo que sonrío bastante poco. Y no creerías nunca si no lo vieras con tus propios ojos de lo que soy capaz de hacer aquí con el género masculino. En verdad, debería decir de lo que soy capaz luego que ellos allanaran el terreno para destruir mi introversión innata.
Por primera vez, en toda mi vida, me siento realmente segura.
A diario camino por la playa. Si vieras lo que mis ojos observan todos los días... Aquí, esto que me hipnotiza es tan común que nadie repara en los detalles en los que me detengo una y mil veces. No logro salir de mi asombro.
Las mujeres visten ropas de colores claros y brillantes, con el cabello suelto o a lo sumo enlazado suavemente con un pañuelo de seda de vivos colores. Usan sandalias bajas pero se mueven con una gracia y una sensualidad tan deslumbrante que, yo que no las deseo, me quedo mirándolas como si las observara con ojos de hombre.
De ellos, que puedo decirte. Son todo lo parecido a aquello que nos confiamos una y mil veces. Son altos y delgados. La piel bronceada, los muslos angulosos, el cabello relativamente largo, (eso en todas las edades), los hombros anchos y la sonrisa exhibida como un trofeo pero sin ostentación. Es embriagador verlos.
Debido a que he dejado de dormir innecesariamente pude observar a los pescadores. ¡Si vieras la alegría con la que zarpan todas la mañanas! Cantan canciones cuyas palabras se me escapan, pero cuyas melodías me hechizan casi hasta el mediodía. Si existieran aquellos seres y los hubiera oído alguna vez, yo diría que el canturreo de esos hombres felices es equivalente al canto de las sirenas.
Hay un pequeño barcito frente a la bahía a la que me hice inevitablemente adicta. Tiene enormes ventanales y todo él se orienta hacia el recodo más luminoso de la costa. Sus dueños son un matrimonio septuagenario y sus dos hijos varones y solteros. Según me contaron, los más codiciados de la ciudad. Te digo que si una pudiera elegir la familia a la cual le gustaría pertenecer, de entre todas en este mundo, los elijo a ellos. Me han recibido desde el primer día como si fuera una más de la familia. Fue tan gracioso hacernos entender con las limitaciones del idioma y sin embargo no te imaginás el esfuerzo que hicieron por comprenderme y complacerme del mejor modo.
Stephan y Darius, tal los nombres que portan los hijos del matrimonio, se disputan mi atención todo el tiempo y no hay modo de eludir la seducción de sus ojos claros.
Desayuno con la sonrisa de Darius brillando detrás del mostrador y almuerzo con la cadenciosa serenidad del andar de Stephan entre las mesas quien se desarma en complacer a los comenzales ubicados en la terraza soleada.
Estos días que estoy pasando aquí me han servido para darme cuenta que el contexto en el que vives influye directamente en tu estado de ánimo. Naturalmente que en el tuyo y en el de los otros y se alimentan unos con otros.
Bailo desde comenzada la noche hasta que el sol hace su aparición en el horizonte y sólo me detengo cuando el hambre vuelve a hacer su burbugeante llamado de atención.
No lo creerías, pero es tanta la actividad aquí y sin embargo no me siento para nada cansada. Al contrario, tengo la energía que no tuve ni cuando tenía catorce años.
Faltan cinco días para que terminen estas vacaciones y te juro que no quiero volver. ¿Habrá algo que pueda hacer aquí para ganarme la vida y quedarme definitivamente hasta que mis días culminen junto a esta gente fascinante?
Si se te ocurre algo, tienes cuatro días para comentármelo."
Como el lector habrá imaginado ella decidió no volver. No habría encontrado el sentido al regreso. Esa carta enviada a su mejor amiga fueron las últimas noticias que se tuvieron de ella. Nadie sabe ciertamente qué fue de su vida, pero lo que sí nadie duda, es de que esos días fueron decisivos para que algo culminara aquí adonde muchas veces se sintió cierta.

Un trío con Luigi. De un fotolog.


Hay ciertos corazones que tienen transitoriamente bloqueada la arteria que nutre el componente amoroso. Yo estaba preparado para mi cita romántica con el chico que tímidamente me ha tocado la mano en el cine y hasta me ha pedido permiso para darme un beso. Yo lo llamo cariñosamente Juan Costner, similitudes afortunadas en un catalán del Llobregat.
Una ventana bloqueada hace meses en el messenger, un saludo que me pregunta como me encuentro, una respuesta gastada y segura: "bien ¿y tu?", la logística se anticipó a los eufemismos, el arco del triunfo está muy cerca del paseo de gracia, Carlos ofrecía versatilidad, ojos azules, cuerpo delgado trabajado en el gimnasio, -el mismo al que yo asisto- y una buena dotación. Yo no sabía que ofrecer, y por ofrecer algo ofrecí mi presencia varonil.
La recepción en el piso del borne fue erótica desde el inicio, efectivamente un cuerpo delgado y agradable, desnudo y unos ojos azules que me miraban con intensidad. Unas manos hábiles y una boca presurosa que en menos de cinco minutos ya me habían desnudado y endurecido. Caricias que se prolongan, elogios a mis piernas fuertes, a la consistencia de mi erección, a mi boca húmeda. Yo no hacía más que dejar que mis sentidos despertaran, mi olfato despertaba a mi parte más animalesca, mis manos por el contrario eran la ternura viviente.
No es importante detallar caricias y acciones, nos las sabemos casi todas. Tal pareciera que en el sexo más que sabiduría y técnicas, lo que cuenta es estar presente en el momento, con todos los sentidos, con la máxima vitalidad.
Una pregunta que me sorprende, ¿te gustan los tríos?, mi respuesta es honesta, no lo se, no he participado en uno. Para decir la verdad completa he estado en un cuarteto, cuyo resultado fue pésimo, pero un trío nunca, un tanto por mi prejucio de que a un trío se llega por interés, hay uno al que deseas y otro al que aguantas. Quizás me equivoque en mi planteamiento. Mi primera experiencia de esta mañana no me ha confirmado mi teoría. "Luigi Baja". Literalmente. La expresión "los dioses bajando del Olimpo" siempre me ha gustado, esta mañana más, Luigi, y su descenso por la escalera semidesnudo, con una piel firme, una musculatura armoniosa, ningún grupo muscular se había reñido con otro, ¡y su sonrisa !. No hubo centímetro de piel que no fuese aprovechado, un concierto con tres ejecutores, una película con tres directores sin voz, tres actores implicados, tres historias que convergieron, un elogio a las hormonas como veleta y brújula. Una Barcelona que no deja de desprender sexo.
Las rayas de cocaína que ellos esnifaron no entran en mi historia.
Estoy listo para la cita amorosa de esta tarde, algo me dice que la arteria del sexo seguirá abierta en detrimento de la del amor.

viernes, 1 de junio de 2007

Nuevamente II. JOP.

José todavía estaba allí. En todas las cosas que la rodeaban.
Incluso dentro de ella.
Habían pasado meses desde que lo vio por última vez y todavía una taza, un almanaque pegado en la heladera, las flores secas del jarrón, el mantelito verde agua, el aroma de la yerba mate húmeda o aquel maldito video con la risa lacerante, lo revivían con una brutalidad que no soportaba.
Alicia pasaba de la alegría a la tristeza sin transición alguna y se preguntaba una y mil veces por qué.
En el ocaso de los días o en los domingos por la tarde hasta el aire se le antojaba denso e irrespirable y la mirada se le nublaba de pronto. Y se ponía a llorar.
Incluso había descubierto nuevos surcos en su rostro que antes no tenía.
Y había llegado hasta aquí porque supuso que el tiempo lo aliviaría todo...