miércoles, 28 de febrero de 2007

Nuevamente. JOP.


Alicia se despertó esa mañana y notó que la cama le resultaba mucho más grande que de costumbre, que el silencio de la casa se había duplicado y que el aire que la rodeaba se negaba a ingresar a sus pulmones.
Después de cuatro años, José ya no estaba en su vida.
Se quedó tendida en el lecho mirando el cielorraso blanco y un dolor suave pero profundo se derramó por todo su pecho cortándole la respiración, que se hizo rápida e imprecisa.
No atinaba a mover un sólo músculo. Todo lo que hasta hacía un par de días era su vida cotidiana había cambiado de una forma tan descomunal y masiva, que nada le resultaba reconocible. No habría llamados telefónicos por las noches -que se convertirían en eternas-, ni golpes a la puerta los sábados a las dos de la tarde, ni aromas conocidos en las sábanas ni en las toallas, y la comida comenzaría a descomponerse en la heladera porque había olvidado cómo comprar alimentos para una sola persona.
No sabría cómo disfrutar de los parques soleados ni de los domingos bulliciosos en Puerto Madero o de los paseos por San Telmo cuando llegase el otoño.
No volvería a tener la posibilidad de levantar el teléfono para derramar en él sus alegrías, sus sorpresas, sus angustias o sus temores. Ni siquiera volvería a tener la oportunidad de contar sus anécdotas sin recurrir a un montón de información.
Se sentó en el borde de la cama y comprobó que no tenía fuerzas suficientes para salir de ella. Encima el sol entraba a borbotones por la ventana. Siempre había preferido la oscuridad y la noche cuando la tristeza se sentaba a su lado.
Cuando pudo, Alicia fue hasta la cocina y vio la licuadora limpia en el rincón de la mesada y recordó el sonido del motor los domingos por la mañana cuando José preparaba el licuado de manzanas con agua, mientras el agua de la pava tomaba la temperatura justa en la hornalla para el mate con hierbas que solían compartir.
Abrió la heladera y miró la raspadura que había sufrido la puerta cuando los operarios la subieron por el ascensor durante la mudanza en septiembre. Tomó un vaso de agua helada y se apoyó en el marco de la puerta que daba al living y recordó cuando José daba largos pasos para medir las dimensiones del ambiente donde colocarían los sillones, los modulares y la computadora. También recordó la mancha que dejaron cuando corrieron el escritorio para reacomodar los muebles y poder ubicar la mesa nueva y la lámpara de aceite se derramó sobre una de las paredes.
Para peor tenía fotos. De las vacaciones, de los cumpleaños, de los paseos y todas aquéllas que Alicia gustaba sacar en cualquier momento y ese maldito video en el que se oía la habitual risa tierna y desatada de José.
Por un momento pensó en tirar todo a la basura; de deshacerse de todo lo que lo recordara, hasta que finalmente pensó que lo mejor sería arrojarse por la ventana cuando tuviera el coraje suficiente. Hasta entonces, tendría que evitar cruzarse por todos los medios con esos recuerdos lacerantes.
Las cortinas estaban sucias, la alfombra tenía un poco de tierra y ella no tenía nada de ganas.
Estaba sola otra vez. Sola una vez más. Sola nuevamente. Sola, del mismo modo que había tenido que pasar su infancia, su adolescencia y gran parte de su madurez.
Dejó el vaso vacío en la pileta de la cocina, fue al dormitorio y se puso lo primero que encontró. Agarró las llaves y salió a la calle. Volvería, una vez más, a hacer lo que hacía siempre que un dolor la agarraba por el cuello: caminar, caminar y caminar hasta caer rendida por el cansancio; para no ahogarse, para no sentir que se consumía en ese dolor insoportable, para que el mundo la atravesase de parte a parte y sentir que todavía formaba parte de él de algún modo. Y sufriría en silencio, como estaba acostumbrada.
Aunque esta vez, José estaría a la vuelta de cualquier esquina, porque cuando se despidieron lo hicieron con afecto y admiración. Con respeto por lo vivido. Porque habían sido afortunados, aunque más no fuese, por cuatro años.


jueves, 22 de febrero de 2007

Losing my mind. Stephen Sondheim.

The sun comes up,
I think about you.
The coffee cup,
I think about you.
I want you so,
It's like I'm losing my mind.
The morning ends,
I think about you.
I talk to friends,
I think about you.
And do they know?
It's like I'm losing my mind.
All afternoon,
Doing every little chore,
The thought of you stays bright.
Sometimes I stand
In the middle of the floor,
Not going left,
Not going right.
I dim the lights
And think about you,
Spend sleepless nights
To think about you.
You said you loved me,
Or were you just being kind?
Or am I losing my mind?
I want you so,
It's like I'm losing my mind.
Does no one know?
It's like I'm losing my mind.
All afternoon,
Doing every little chore,
The thought of you stays bright.
Sometimes I stand
In the middle of the floor,
Not going left,
Not going right.
I dim the lights
And think about you,
Spend sleepless nights
To think about you.
You said you loved me,
Or were you just being kind!
Or am I losing my mind?

miércoles, 21 de febrero de 2007

Los tres epitafios.

"Resistió y lo logró"

"Aquí yace una persona que valía la pena conocer"

"Contrariamente a lo que sostenía, le gustaba vivir"

lunes, 19 de febrero de 2007

Anoche. JOP.



Anoche, por cuarta noche consecutiva me fue muy difícil conciliar el sueño. Este mail fue pergeñado entre las cuatro y las cinco de la mañana, tiempo que pasé mirando a través de la ventana y reflexionando mucho.
Voy a hacer todo lo posible para hablarte de mí y elijo este medio distante e impersonal porque me sería fácilmente imposible expresarte lo que estuve pensando teniéndote enfrente, acariciándote y dándote o recibiendo tus besos, o escuchándote narrar cosas de tu vida con ese estilo tan cálido que hace que sea prácticamente imposible abstraerse de las modulaciones de tu voz, de tu mirada, de la disposición general de tu cuerpo.
No nos engañemos; el nivel de entrega que tuvimos el lunes no sólo fue el resultado de un buen encuentro sexual producto de excitación acumulada. Ayer mientras charlábamos tuve la confirmación de algo que me parece fundamental e ineludible: no me sos indiferente. ¿Flechazo? Quizás, es muy posible. Pero mientras hablábamos tendidos en la cama y la luz de la calle iluminaba tu mirada triste y cansada, y escuchaba tus anhelos e ilusiones, tus proyectos, tus ganas de compartir tus sueños con alguien, tuve la sensación clara de que, como dijiste antes de irte, estamos cortados con la misma tijera para el amor.
Pero hay una realidad, para esos proyectos, para concretar tus “esencialidades”, yo no aparezco en tu horizonte y, como agregado, -también, como quien no quiere la cosa, pasaste claramente el aviso-, la diferencia de edad es un obstáculo.
Pero hay otro punto que es mucho más esencial: quizás a vos no te pasa lo mismo que a mí. Y si bien tengo claro que la constante necesidad tuya de ponernos un freno y de tener mucho cuidado con este “me caes bien” que fue lo más discreto que puede expresarte, da cuenta de que algo también se movilizó en vos, también es más que claro, porque tuviste la generosidad de manifestarlo por cuidado para los dos, de que tus objetivos e intereses están puestos en otro lugar. Percibo que ni siquiera está entre tus planteos (tus X de la ecuación, según tus propia expresión) la posibilidad de dejarte llevar y ver adónde conduce todo esto. ¿Será que me sobra coraje y es escaso de tu lado, o estoy confundiéndolo todo y ya casi ni puedo pensar con claridad? ¿Estaré perdiendo la cabeza?
Pero no quiero irme por las ramas porque este mail era para hablarte de mí. Me hubiera encantado que hubieras aceptado mi invitación para pasar la noche conmigo y cuidarte si comenzabas a no sentirte bien. Ese incipiente resfrío ameritaba de mis cuidados. Pero tu reacción casi automática de levantarte como si te hubieran dado un piquete eléctrico, también fue un claro indicador de que no ibas a tolerar que insistiera sobre el asunto y que era una decisión tomada. Por eso me parece que la pregunta del millón, es ¿Para qué? ¿Para qué seguir tentando al demonio, si no hay siquiera la perspectiva planteada como posibilidad remota de, relajadamente, ver hacia dónde puede ir todo esto? Y percibo tanto temor en vos por todo lo que pueda pasar, tanto temor a lastimar y salir lastimado... En esas condiciones, sí me parece que estaríamos jugando con fuego con un alto riesgo de terminar escaldados.
¿Me estaré poniendo realmente viejo y la necesidad de cierto monto de emociones me lleve a convertirme en alguien tan patético que, a mi edad, termine confiándole a un casi adolescente los sentimientos que me inundan, o mejor, los sentimientos que una borrascosa tarde de placer desencadenó en mí? ¿Estaré tan adormilado que, de pronto, la entrega incondicional de alguien por un rato nada más, por calentura, por deseo insatisfecho, o por simple frustración, me lleve a confundir mis emociones al punto de sentirme atravesado de parte a parte por aquellas caricias, por aquel aliento agitado, por el aroma incondicional y efímero del sexo? Si no te hubieras entregado tanto aquella tarde...
Obviamente todo esto no empece a que podamos juntarnos a charlar cuantas veces quieras. La confianza que se generó desde un primer momento, me parece que abre la puerta a que, cuando tengas la necesidad de hacerlo, cuentes conmigo para contarme tus cosas. No te sientas mal ni dudes en proponerlo. Creo que estos días he dado fiel testimonio de que mi interés por vos iba más allá de lo que sucediera entre nosotros. Por eso quiero que tengas claro que PODES CONTAR CONMIGO para cuando lo necesites y que lo que dejo planteado en gran parte de este mail, no resulte un impedimento para ello en el futuro.
Con la mayor sinceridad de la que soy titular en este momento, no por el interés de esconder algo sino por la incapacidad para pensar con claridad, hasta aquí llego.
Te envío un fuerte abrazo.
Tuyo siempre.

domingo, 18 de febrero de 2007

Der schwer gefasste Entschluss. Beethoven

Muss es sein?

Es muss sein!

Es muss sein!

...Pierre Bourdieu

Lo real es discontínuo. La existencia suele ser menos un proyecto 
deliberado que una acumulación de hechos muchas veces
inconexos o aleatorios. 

jueves, 15 de febrero de 2007

...JOP

"¡Señor, mandame a los que me compren, no sólo a los que miran!".
Murmuró el ruego a quien en esos momentos siempre parece estar en otro lado porque nunca ofrece respuestas, mientras acomodaba con afecto las baratijas que ofrecía en un cajoncito cuidado, frente a la indiferencia de todos.
Aunque en verdad, sostener esta última afirmación, sería faltar a la verdad, porque al menos alguien que pasó por ahí, escuchó la suplica y no estaba en ninguna dimensión divina.
Y con esa plegaria, en ese recogimiento involuntario, quien pudo escuchar, pudo ser tocado, o mejor, acariciado, por ese otro humano que estaba allí, tal vez mucho más sufriente que él, y recibió una bendición. Esa bendición, que de un modo indescriptible ofrece cierta forma de absolución aquí y para siempre.



 

viernes, 9 de febrero de 2007

Humano, demasiado humano. Nietzsche.


 Harto a menudo, y siempre con gran extrañeza, se me ha señalado que hay algo común y característico en todos mis escritos, desde el Nacimiento de la tragedia hasta el último publicado, Preludios a una filosofía del porvenir: todos ellos contienen, se me ha dicho, lazos y redes para pájaros incautos y casi una constante e inadvertida incitación a la subversión de valoraciones habituales y caros hábitos. ¿Cómo? ¿Todo es sólo... humano, demasiado humano? Con este suspiro se sale de mis escritos, no sin una especie de horror y desconfianza incluso hacia la moral, más aún, no mal dispuesto y animado a ser por una vez el defensor de las peores cosas: ¡como si acaso sólo fuesen las más vituperadas! A mis escritos se les ha llamado escuela de recelo, más aún de desprecio, felizmente también de coraje, aun de temeridad. En realidad, yo mismo no creo que nadie haya nunca escrutado el mundo con tan profundo recelo, y no sólo como ocasional abogado del diablo, sino igualmente, para hablar teológicamente, como enemigo y acusador de Dios; y quien adivina algo de las consecuencias que implica todo recelo profundo, algo de los escalofríos y angustias del asilamiento a los que condena toda incondicional diferencia de enfoque a quien la sostiene, comprenderá también cuántas veces para aliviarme de mí mismo, dijérase para olvidarme de mí mismo por un tiempo, he intentado resguardarme en cualquier parte, en cualquier veneración, enemistad, cientificidad, liviandad o estulticia; también por qué cuando no he encontrado lo que necesitaba he tenido que procurármelo artificiosamente, falseando o inventando (¿y qué otra cosa han hecho siempre los poetas? ¿y para qué, si no, existiría todo el arte del mundo?). Pero lo que una y otra vez necesitaba más perentoriamente para mi curación y mi restablecimiento era la creencia de que no era el único en ser de este modo, en ver de este modo, una mágica sospecha de afinidad e igualdad de puntos de vista y de deseos, un descansar en la confianza de la amistad, una ceguera a dúo, sin recelo ni interrogantes, un goce en los primeros planos, superficies, lo cercano, vecino, en todo lo que tiene color, piel y apariencia.
Quizá pudiera reprochárseme a este respecto no poco arte, no poca sutil acuñación falsa: por ejemplo por haber cerrado a sabiendas y voluntariamente los ojos ante la ciega voluntad de moral de Schopenhauer, en una época en que yo era bastante clarividente en materia de moral; también haberme engañado respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuese un comienzo y no un final; también con respecto a los griegos, y también por lo que a los alemanes y su futuro se refiere, y acaso quedará todavía una larga lista de tales -también-.
Más, aun cuando todo esto fuese verdad y se me reprochara con fundamento, ¿qué sabéis vosotros, que podéis saber de cuánta astucia de autoconservación, de cuánta razón y superior precaución contiene tal autoengaño, y cuánta falsía ha todavía menester para poder una y otra vez permitirme el lujo de mí veracidad?... Basta, aún vivo; y la vida no es después de todo una invención de la moral: quiere ilusión, vive de la ilusión..., pero de nuevo vuelvo, ¿no es cierto?, a las andadas, y hago lo que, viejo inmoralista y pajarero, siempre he hecho, y hablo inmoral, extramoralmente, -más allá del bien y del mal-.

martes, 6 de febrero de 2007

JOP

 Creo que lo único que verdaderamente nos mantiene vivos; lo que nos da cierto impulso a lenvantarnos cada mañana; de querer seguir sonriendo aunque tengamos pocas ganas, es la esperanza. O por lo menos, la ilusión de su existencia.

lunes, 5 de febrero de 2007

de Susan Sontag

El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el presente.

domingo, 4 de febrero de 2007

Sombras de conchas. Alejandro Urdapilleta.

Conchas con olor a teatro
camarines con olor a concha
¡conchas! ¡conchas!
Breteles de corpiños y caireles
copa va copa viene
y el bulto magno que me enceguece
desde tu entrepierna almibarada
gloria de tu bragueta
parcimonia de transeuntes
carroña que masco
y leche
y al final telones
y cenitales
pelucas de pétalos
alas de cuarzo
bambalinas en el alma
rimel en el culo
130 putos frente a un espejo
todos descuartizados
vocación de concha
¡conchas! ¡conchas!
libre albedrío
y una montaña
y atrás el fuego
y la huella de tu chupón en mi nalga cruda
medialuna de árabes
matanza de chinos
saqueos de fiambrerías
4 conchas que arrastro con mi changuito
más 5 que llevo puestas
son 9 conchas
leche condensada
pan lactal
y esperma
como un pulpo esa concha enorme
se va acercando
ya cubre todo el Parque Lezama
¡conchas! ¡conchas!
Potras de crines blancas
cayendo en los precipicios
¡conchas! ¡conchas!
Cisnes que alzan el vuelo
y escupen sangre desde las nubes
conchas que se derriten
conchas ruborizadas
conchas famosas
¿concha peluda?
ponele spray
y atrás de todo mi muerte negra
dientes de razo
pestañas grises
aplauso para las conchas
¡vivas víctores y clarines!
aplausos para el deseo
como una baba
aplausos para la luna
que tiene concha
aplausos para el becerro
y el vellocino de oro
y para tu concha
tan elegante
tu concha de firmamento
de algarabía
y de sentimiento
¡aplausos para la concha de tu madre!
¡y para la de Tita Merello que todavía ruge!
aplausos para mil conchas de camarines
conchas postizas
conchas de llantos
conchas de risa
conchas que crujen
conchitas diminutas liliputienses
y grandes conchones profundos
¡en fin!
¡A La Gran Concha Argentina Salud!

sábado, 3 de febrero de 2007

Misteriosa Buenos Aires. La Sirena. Manuel Mujica Lainez.


Corren a lo largo de los grandes ríos, desde las empalizadas de Buenos Aires hasta la casa fuerte de Nuestra Señora de la Asunción, las noticias sobre los hombres blancos, sobre sus victorias y sus desalientos, sus locos viajes y la traidora pasión con que se matan unos a otros. Las conducen los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu, internándose en los bosques, derramándose por la llanuras, desfigurándose, complicándose, abultándose. Las llevan las bestias feroces o curiosas: los jaguares, los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes pintarrajeadas, los monos, papagayos y picaflores infinitos. Y las transmiten también en su torbellino los vientos contrarios: el del sudeste, que sopla con olor a agua; el polvoriento pampero; el del norte, que empuja las nubes de langostas; el del sur, que tiene la boca dura de escarcha.
La Sirena oyó hablar de ellos hace años, desde que aparecieron asombrando el paisaje fluvial las expediciones de Juan Díaz de Solís y Sebastián Caboto. Por verles abandonó su refugio de la laguna de Itapuá. A todos les ha visto, como vio más tarde a quienes vinieron en la flota magnífica de don Pedro de Mendoza, el fundador. Y ha crecido su inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones.
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
Y la Sirena se limitaba a mover la cabeza tristemente.
No, no había encontrado. Se lo dijo al Anta de orejas de mula y hocico de ternera que cría en su seno la misteriosa piedra bezoar; se lo dijo al Carbunclo que ostenta en la frente una brasa; se lo dijo al Gigante que habita cerca de las cataratas estruendosas y que acude a pescar en la Peña Pobre, desnudo. No había encontrado. No había encontrado.
Ya no regresó a la laguna de Itapuá. Nadaba perezosamente, semiescondida por el fleco de los sauces, y los pájaros acallaban el bullicio para oírla cantar.
Va de un extremo al otro de los ríos patriarcales. No teme ni a los remolinos ni a los saltos que levantan cortinas de lluvia transparente; ni al rigor del invierno ni a la llama del estío. El agua juega con sus pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles; con la cola de escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del arco iris. A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la corriente tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su torso. Loa yacarés la acompañan un trecho, revolotean en torno suyo los patos y las palomas llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la Sirena continúa su viaje, río abajo, río arriba, enarcada como un cisne, flojos los brazos como trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas del Renacimiento, con perlas barrocas, esmaltes y rubíes.
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
La mofa: ¿Has encontrado?
Suspira porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres. Tienen la piel más fina y mas clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre. No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.
Ahora nada por el Río de la Plata, rumbo a la aldea de Mendoza. El Gigante le ha referido que unos bergantines descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se aprestan a despoblar a Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y triste. Apenas han transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí las chozas. Y la destruirán.
En la vaguedad del crepúsculo, la Sirena distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.
Se aproxima cautelosamente. No ha quedado casi nadie en los bergantines. Eso le permite acercarse. Nuca ha rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.
Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las negras pestañas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo? O no... o no es un hombre... El corazón le brinca. Vuelve a zambullirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzas unos mugidos sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta oscuridad.
Al amanecer prosigue la carga de los bergantines. Partirán hoy. En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una carta con instrucciones para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos cuentan con setecientas esclavas para serviles.
Las naos remontan el río, entre las islas del delta. La Sirena las sigue a la distancia, columpiándose en el vaivén de las estelas espumosas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
Tuvo que aguardar a la luz indecisa de la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en la derecha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tironeaban los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de la cintura a los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco. Una barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña corona. Y así, medio hombre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estriado por las tormentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.
La Sirena ahogó un grito. Surgieron en la borda las cabezas de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo que sus manos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se lleno de burbujas.
La noche arma de nuevo sus tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse hasta el bauprés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos. A su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La Sirena le llama por lo bajo. Le llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y ríen en la cercana espesura callan a un tiempo.
Pero el Mascarón de afilado tridente no contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos del bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.
Entonces la Sirena comienza a cantar para seducir al impasible, y las bordas de los tres navíos se pueblan de cabezas maravilladas. Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de Irala, el jefe violento. Y todos se imaginan que un pájaro está cantando en la floresta y escudriñan la negrura de los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan sus caseríos españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las golondrinas. Y recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes, las mujeres que acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando sonaban los tamboriles y las flautas y el zumbido de las abejas amodorraba los campos. Huelen el perfume del heno y del vino que se mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si una gran vaharada del aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera las velas y los pendones del Rey.
El Mascarón es el único en quien no hace mella esa voz peregrina.
Y los hombres se alejan uno a uno cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente, que hay guirnaldas tendidas en los velámenes, de tantos sueños.
La Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera. Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.
Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados.
Le abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, entre la fuga plateada de los pejereyes, de los sábalos, de los surubíes.