viernes, 29 de diciembre de 2006

La insoportable levedad del ser. Milan Kundera.


Teresa acaricia constantemente la cabeza de Karenin, que descansa tranquilamente sobre sus rodillas. Para sus adentros dice aproximadamente esto: No tiene ningún mérito portarse bien con otra persona. Teresa tiene que ser amable con los demás aldeanos porque de otro modo no podría vivir en la aldea. Y hasta con Tomás tiene que comportarse amorosamente, porque a Tomás lo necesita. Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.
La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.
Una ternera se acercó a Teresa, se detuvo y la miró largamente con sus grandes ojos castaños. Teresa la conocía. La llamaba Marqueta. Le hubiera gustado ponerle nombre a todas las terneras, pero no podía. Eran demasiadas. Antes, y seguro que hasta hace cuarenta años, todas las vacas de este pueblo tenían nombre. (Y dado que el nombre es el signo del alma, puedo afirmar que la tenían, a pesar de Descartes.) Pero luego se hizo cargo del pueblo una gran fábrica corporativa y las vacas pasaron a llevar su vida en dos metros cuadrados, en el establo. Desde entonces no tienen nombres y se han vuelto "machinae animatae". El mundo le ha dado la razón a Descartes.
Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tocón, acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la humanidad. En ese momento recuerdo otra imagen: Nietzsche sale de su hotel en Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora.
Esto sucedió en 1889, cuando Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: fue precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el caballo.
Y ése es el Nietzsche al que yo quiero, igual que quiero a Teresa, sobre cuyas rodillas descansa la cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos: ambos se apartan de la carretera por la que la humanidad, "ama y propietaria de la naturaleza", marcha hacia adelante.

jueves, 28 de diciembre de 2006

Aquella tarde... JOP



Su sonrisa lo abarcaba todo y la iluminaba con un brillo que ya no recordaba. Intentó retenerlo en ese instante en que la miraba con sorpresa y ternura. La sorpresa y la ternura que él descubrió aquella tarde porque supo que la había encontrado después de tanto tiempo; de tanta espera.
Ella permaneció frente a él con una emoción plena que le anudaba el estómago y, a la vez, le generaba mucho temor. Ese miedo que la atravesaba al pensar que posiblemente mañana él ya no estuviera en su vida otra vez. Que aquella sonrisa que la abrigaba aquella tarde desapareciera de la faz de la tierra para no volver nunca.
Ella no sabía si estar feliz o ponerse a llorar como una niña frágil. No pudo borrarse aquella mirada ansiosa, plena y feliz que le regaló él toda aquella tarde. Fue su refugio cuando la pérdida jubilosa danzaba frente a ella, provocadora y voraz.
Cuando salieron a caminar por la calle después de haber charlado en un bar cualquiera, él la tomó de la mano y le contó millones de pequeñas anécdotas y la invitó a que ella le narrara las suyas. Nunca pensó en decirle a un hombre, que apenas conocía, todo lo que surgió de sus labios aquella tarde de sol. No podía dejar de mirarlo a los ojos. Esos ojos verdes profundos que la acunaban y la llenaban de sentido en esta inmensidad de la existencia vacía y sin rumbo.
Él continuaba hablándole y ella no podía dejar de ser presa, cada vez, del sortilegio de ese encuentro impensado con aquel hombre que la tomó de la mano para pasear por todos lados y por ninguno.
Él pensó en invitarla a cenar al día siguiente. No sabía que excusa inventar para retenerla a su lado para siempre. Qué anticipado proyecto proponerle para que ella comprendiera lo que estaba dispuesto a emprender desde ese momento infinito que los unía.
Miró a través de su mirada cristalina y supo que ella era para él; que había nacido aquel día la mujer que nunca pensó encontrar en el mundo. Que los interminables días de desasosiego y frustración dejaban de existir aquella tarde plena de sol de primavera, por la alquimia fabulosa de aquella cabellera traslucida al viento de la tarde, cargado del aroma que los tilos le regalaron al comprender el embrujo.
“Mi príncipe”, se murmuró ella, “estoy aquí”. “Estoy al fin en casa”, se susurró él.

martes, 26 de diciembre de 2006

Seda. Alessandro Baricco.



Tres años después, en el invierno de 1874, Hélène se enfermó de una fiebre cerebral que ningún médico pudo explicar ni curar. Murió a principios de marzo, un día que llovía.
Para acompañarla, por la alameda del cementerio, vino toda Lavilledieu: porque era una mujer alegre, que no había diseminado dolor.
Hervé Joncour hizo esculpir sobre su tumba una sola palabra.
Hélas.
Le dió gracias a todos, dijo mil veces que no necesitaba nada y regresó a su casa. Nunca le había parecido tan grande: y nunca tan ilógico su destino.
Como la desesperación era un exceso que no le pertenecía, se inclinó sobre cuanto había quedado de su vida y volvió a preocuparse por todo con la indestructible tenacidad de un jardinero en el trabajo, la mañana después de la tormenta.

sábado, 23 de diciembre de 2006

....JOP



- ¿Estas seguro?
- Segurísimo-, respondió él con absoluta confianza.
-Entonces para qué voy a decirle a Darío cualquier otra cosa si tanto él como vos están convencidos de que dará resultado.
-Tengo la impresión de que si alguna duda puede presentarse, esa va a ser tuya exclusivamente-, insistió él.
-Darío mencionó, aunque sin decirlo con todas las letras, que el problema reside en que ni Mario ni yo terminamos de valorar en su justa dimensión lo que tenemos entre manos-, expresó ella con un tono resignado.
-Habrá que empezar a creérselo entonces- dijo él con firmeza.
-Es muy sencillo enunciarlo en esos términos. Ponerlo en palabras bonitas y rutilantes. Ahora, de ahí a poder asimilarlo, internalizarlo, hay una distancia. Insistió ella en su resignación.
-Cuando me separé de mi mujer, hace como diez años de esto, tuve la sensación de que no podría sobreponerme nunca. Me impresionaba lo difícil que me resultaría organizar mis tiempos, mis rutinas diarias. Sentía que no iba a poder disfrutar de las cosas que solía disfrutar con ella. Y ya lo ves, pasaron diez años y todo siguió funcionando. El mundo no tuvo el honor de detenerse por mí. Tampoco me obsequió nada.
-Todo muy lindo, pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?- lo increpó ella.
-Que si no hay una actitud íntima, un convencimiento propio no va a abrirse ninguna puerta. Lo que quiero decir, es que esa “internalización” de la que hablás, no se produce si no hay una acción concreta de tu parte- reflexionó él.
-Pero cómo se hace para no sentir que cada cosa que te proponés queda detenida sin llegar al destino deseado.
-Insistiendo, una y otra vez- replicó él.
-¡Muy lindo! Seguimos con las frases bien hechas. Me suena a palabra vacía- dijo ella con cierto fastidio en el tono de su voz.
-Tenés razón. Sucede que estoy intentando transmitirte una idea más en su plano afectivo que en su dimensión intelectual, ese es el problema.
-Te agradezco de todas maneras, porque de algún modo intuyo lo que me querés decir. Pero también entendé que no es fácil para mí- dijo ella contemporizante.
Se despidieron y cada uno se marchó a su casa. En la mesa del bar quedaron además de las tazas del café que habían compartido, el sabor del desencuentro y los deseos imposibles.

Nora miró hacia atrás antes de subir al colectivo y vio a Diego parado en la esquina esperando la señal del semáforo. Pensó en ese momento si poseer la capacidad para sostener esa actitud fría y controlada tenía que ver con la madurez. Aunque comenzaba a creer que madurar estaba relacionado con el empezar a pudrirse.

Cuando el semáforo lo permitió, Diego comenzó su marcha decidida sin permitirse mirar hacia atrás. Mientras cruzaba la plaza en dirección al sur, pensó en sus hijas y en su ex mujer. En sus amigos de la infancia, en sus padres que siempre exigieron lo mejor de él y finalmente pensó en él. Hizo el esfuerzo de pensar en él y por él, porque no estaba muy acostumbrado a percibirse a sí mismo como una entidad llena de anhelos.

Mientras cruzaba la esquina, el colectivo dio un rápido giro para evitar atropellar a un muchacho que empujaba un carro cargado de cartones y botellas vacías de plástico. Sentada frente a la ventanilla, Nora sintió tristeza de todo. Apoyó la frente en el cristal frío y cerró los ojos mientras dejó escapar a su imaginación exacerbada. Entonces lo pudo ver de cerca y en su máxima intimidad. Primero olió sus manos y deslizó la boca a lo largo de uno de sus brazos y se detuvo en el cuello palpitante y firme, apenas perfumado con su colonia preferida. Lamió sus mejillas y besó la frente rígida. También besó sus ojos cerrados y respiró las exhalaciones ardientes que brotaban de su nariz. Al fin coronó el trayecto con un prolongado beso en los labios húmedos.

La tarde ya dejaba paso a la tibia oscuridad de la noche cuando Diego compró un paquete de pochoclo y se tendió en el césped debajo de un pino joven.
Cada copo de maíz lo invitaba a degustar sabores nuevos. No era el dulzor almidonado sino el anhelo que brotaba de su boca lo que trastocaba cada vez, el sabor de la golosina. Al fin estuvo frente a frente con la imagen gustativa de aquel ser venerado. Y pudo permitirse palpar la textura de su piel y recorrer los contornos prohibidos de su cuerpo. Cada nueva porción de pochoclo definía con mayor precisión un mechón de cabello, la curvatura de las cejas, la longitud de los dedos o la rectitud de los labios.
Fue entonces cuando decidió avanzar y rechazar otra nueva claudicación. En contra de todo designio, haría finalmente lo que siempre había querido hacer.

Nora descendió del colectivo en la esquina de su casa y fue primero hasta el almacén a comprar los alimentos para la cena. La alegría que brotaba de su figura llamó la atención de todo el barrio y la tristeza que la había dominado hasta hacía un rato se disipó en la imagen mental de aquel beso.
Se apuró todo lo que pudo para entrar en su casa y corrió hasta el teléfono.
- Hola, ¿Diego?- preguntó inquieta. –Me gustaría hablar con vos mañana, tengo algo importante que decirte, ¿nos encontramos en el bar de siempre?
- Me encantaría-, dijo él. -Yo también tengo que contarte algo.
- Bueno, dale, nos vemos ahí a las cinco.

A las cinco en punto los dos entraron al bar por puertas diferentes. Ella por la que daba a Callao y él por la que estaba sobre Rivadavia.
-Hola, ¿cómo estas?- preguntó él con una enorme sonrisa.
-Ahora mejor que nunca- dijo ella exultante. –Se te ve muy contento.
-Vení, sentate y hablemos- invitó él.
-Yo voy a tomar un café americano con un poquito de leche fría- pidió ella.
-Contame, que es eso que estas tan ansiosa de decirme. Anoche se te notaba agitadísima. Me extrañó, porque hacía un rato que habíamos estado juntos. Primero, sospeché que sucedía algo malo, pero tu tono de voz no era el de una mala noticia.
-No, no pasó nada malo, todo lo contrario. A veces una espera mucho tiempo para decir algo que tiene guardado y ayer mientras iba para mi casa me di cuenta que ya no aguanto más, tengo que decirlo- dijo ella con ansiedad. –Pero hagamos algo, primero contame vos lo que me querés contar y después hablamos de mí. En realidad, voy a ser franca, quiero hablar de nosotros.
-Bueno… ¡cuánto misterio!- dijo Diego con curiosidad. –De ayer a hoy hubo un cambio muy grande en tu estado de ánimo. Me alegra. Estás radiante. Desde que me viste llegar tenés una sonrisa interminable. ¿Qué pasó en ese colectivo ayer?
-Me gusta poder estar hoy acá con vos. Las horas desde que corté el teléfono hasta este momento no pasaban nunca. Estuve a punto de llamarte para decirte si podíamos encontrarnos al mediodía para almorzar, pero preferí esperar. Ahora tenemos más tiempo.
-Bueno, contame, ¿qué es eso que te pone tan feliz?- inquirió él con creciente intriga.
-Hace muchos años que nos conocemos y hemos compartido muchas cosas, nos conocemos tanto….- dijo ella pensativa. –Pero bueno, nada. Hablá, dale, decime lo que querías decirme.
-Estoy enamorado, disparó él.
Nora se puso rígida.
- Después de tanto tiempo estoy enamorado. Creo que estoy realmente enamorado- dijo él atropellando las palabras. –Nunca sentí esto antes. No se si sentiste alguna vez ese impulso que te urge por salir corriendo a ningún lado. O un temblor inexplicable en las piernas cuando estas frente a esa persona. O esa alegría que brota de todas las cosas que sólo un tiempo atrás te resultaban indiferentes o tediosas. Como si vieras con ojos nuevos el mismo escenario- siguió él ansioso.
- Bueno- dijo Nora intentando disimular su estupor, - ¿Quién es esa mujer que te tiene así?
- No es una mujer, Nora- dijo él pensando cada palabra que pronunciaba.
Nora intentó decir algo, pero se sintió estúpida.
-Estoy enamorado de Luciano. Un compañero de trabajo. Hace un año lo trasladaron a mi sector y nos encomendaron un trabajo para organizar la promoción de un nuevo producto que saldría a la venta. A los dos meses de estar trabajando comencé a darme cuenta que este tipo me caía muy bien, pero no era eso exactamente lo que sentía. Estuve dándole vueltas y vueltas al asunto. Hasta que él tomó la iniciativa me lo confesó todo y me dijo que quería intentar algo conmigo -siguió Diego en su monólogo. -Imaginate las cosas que pasaron por mi cabeza desde entonces. Pero no quiero abandonar este sentimiento. Es lo único que me orienta en este instante. Y me alegra poder compartirlo con vos. Hace mucho que tengo ganas de contártelo, pero no me animaba, sin duda porque yo tampoco estaba seguro- continuó él.
Del otro lado de la mesa, sobre el café americano con un poco de leche fría, Nora se limitó a llorar.

lunes, 18 de diciembre de 2006

Mujer feliz... JOP


No me interesa saber qué es la felicidad. La felicidad es… esto. Este cosquilleo que arranca en las rodillas y sube por los muslos. Atraviesa el pubis, incuba en el estómago y estalla como una rosa en octubre. Y se hace grande, enorme. De pronto lo ocupa todo y no te deja respirar, hasta el punto que te obliga a expulsarlo con un grito que lo anuncia. Necesitas decírselo a todo el mundo. Y aún así sigue adentro; te acompaña, te impulsa y te sostiene.
Ya no importa si no vuelve. Anoche estuvo conmigo… Que importa si no vuelve…
Ahora es todo mío: El recuerdo de sus labios tibios rozando mi cuello entregado a sus caricias. El tono de su voz urgente cuando dijo: “Me fascina el aroma de tu piel”. Es todo mío ahora. Lo retengo en ese momento interminable en el que recorrió la extensión deseosa de mi cuerpo con la ardiente concavidad de sus manos; mi cuerpo que fue suyo todo el tiempo.
Anoche, blandamente, recibí su impronta inalterable cuando besó mis manos, cuando observó mi desnudez con ternura, con atención, con la exaltación que brotaba de su respiración ardiente.
Me dijo que me amaba. Yo accedí al engaño…
Ya no importa si no vuelve.

sábado, 16 de diciembre de 2006

Bernardo... JOP


Bernardo Joaquín Farías vive en Junín, en una casita retirada del centro que compró con los ahorros de 30 años de trabajo.
Temprano por la mañana cumple con los rituales que ideó para sus 80 años. Abre las ventanas de la cocina y respira el aire que atraviesa el patio trasero cargado con el aroma de los jazmines. Pone a calentar el agua y llena el mate con su yerba preferida. Tuesta pan y sobre la mesa dispone una buena cantidad de mermelada y manteca fresca.
Bernardo no se casó, tampoco tuvo hijos y sólo se le conoció una novia con la que mantuvo una ardiente relación en las épocas en que fue protagonista de las famosas radionovelas en los tiempos que la radio era la compañía que estimulaba la imaginación y alejaba el aburrimiento.
Lalo de los Santos, como se lo conoció en las épocas de Justo, se retiró de la profesión obligado por su incapacidad para el cine y el sobresalto irruptivo de la televisión. Cuando la demanda de trabajo disminuyó considerablemente, decidió abandonar la vida de divo que abrazó con desconfianza para dedicarse a la cría de gallinas en una granja que había adquirido en un remate a un precio irreal. Nadie pudo asimilar semejante decisión. Los que aspiraban a ocupar su lugar en el firmamento radial, recibieron la noticia con recelo. Quienes manejaban los ingresos generados por el astro, pasaron de la desesperación a encontrar un pronto reemplazante. No faltó quien le aconsejó continuar con su carrera y prepararse para las nuevas formas de comunicación. Pero ante la insistencia angustiada de los allegados, siempre respondió del mismo modo: con un meditado silencio y una sonrisa pensada.
Durante años, Lalo de los Santos fue el anhelo viviente de solteronas involuntarias y abuelas memoriosas, hasta que el mito desapareció con la terquedad insidiosa de la muerte que acosó a sus admiradoras. Ellas depositaron en el astro radial el deseo que eran incapaces de depositar en cualquier otro mortal o en los maridos. Las viudas tenían el privilegio de la comparación: Aunque entre el difunto y Lalo, ellas preferían al último porque su fantasía enmendaba las posibles carencias del amante.
Cuando se cansó de cuidar pollitos, vender huevos y gallinas radiantes, Bernardo Joaquín Farías, vendió la granja a un conocido y compró la casa de Junín y dos departamentos que alquiló inmediatamente. Nunca más se lo vio en algún evento social o en reuniones de actores, ni asistió a ningún espectáculo. A pesar de la enorme popularidad que lo había acompañado, Lalo de los Santos desapareció de la faz de la tierra ayudado por la frágil consistencia de la memoria.
Durante el desayuno Bernardo lustra sus zapatos y plancha un par de camisas blancas que usa por las tardes para dar el paseo habitual. Un traje azul marino de media estación, zapatos de cuero negro acordonados, camisa blanca, corbata celeste lisa y el infaltable pañuelo blanco en el bolsillo izquierdo del saco.
Con ese atuendo da una vuelta por la plaza del centro antes de ir en busca de los cigarros con sabor a chocolate que don José, el almacenero, hace traer especialmente para Bernardo.
Cuando Bernardo fue por primera vez al almacén en busca de los cigarros cubanos, don José creyó que la precisa insistencia de su nuevo comprador estaba azuzada por los desvaríos de la edad, pero pronto vislumbró que el pedido persistente podría arrojar buenos dividendos. Al principio, tuvo que ir personalmente a la ciudad más cercana en busca de las cajas de habanos, hasta que contactó en Buenos Aires a un distribuidor que le consiguió una buena imitación fabricada con tabaco de Misiones. Don José conservó entonces la caja primigenia y reemplazaba el contenido con los impostores que Bernardo Joaquín Farías pagaba al precio del original.
Cuando aún estaba relacionado con la vida se dedicó a seducir mujeres, generar dinero con su imagen y a flirtear a través de revistas del espectáculo. Luego orientó su tiempo a allanar el nacimiento y desarrollo de pollitos saludables, seleccionar los mejores huevos y acompañar a las gallinas en el proceso de gestación. El producido de las ventas que arrojaba la actividad era un efecto colateral y más que secundario. Quedaba fascinado cuando veía salir la vida del cascarón rasgado con el jubiloso y puro chillido que los arrojaba a un mundo que no muy tarde le deparaba el infierno del horno o la parrilla.
Pero para cuando decidió vender la granja, Bernardo había entrado en una dimensión diferente de la existencia. Habitó la nueva casa, se armó de costumbres precisas y meticulosas, se ocupó de tener cubiertas las necesidades mínimas y de poder satisfacer, de tanto en tanto, algún placer que gustaba disfrutar.
Sus días se arrastraban por el desayuno, el riego del jardín, el planchado de camisas, el almuerzo, la merienda, el paseo por la plaza, la caminata de regreso fumando sus puros, la cena y el sueño de la noche. Cada tanto, alguien capacitado a mirar en las tinieblas, emitía algún: “buenas tardes don Bernardo”, logrando trastocar la inercia de la sombra que caminaba por las calles de Junín.
A sus 80 años Bernardo Joaquín Farías vivía como había seleccionado persistir; por eso un día, después de alejarse de los huevos y los pollos, recogió las fotos, las revistas, los programas impresos de las radios en donde trabajó, los recortes de diarios de la época y quemó todo en el fondo de su casa.
Del mismo modo que una vez tuvo el coraje de eliminar a Lalo de los Santos, en el crepúsculo de sus 80 años, sintió el mismo ímpetu de terminar con Bernardo Joaquín Farías.

jueves, 14 de diciembre de 2006

Across the Stars. de John Williams.



Un amor destinado a la tragedia en notas mucisales. Un buen ejemplo de cuando las palabras no son necesarias.

miércoles, 13 de diciembre de 2006

La idea... JOP



Tengo que decirlo desde el principio: Escribir fue una vocación adquirida sin referentes. Es esa una de las cosas que considero dificultan el desarrollo de la escritura.
Mi abuela Elena era quien había tenido algún vínculo con la literatura, pero circunscripta a la lectura de novelas rosa. María Elena Zamudio, como fue bautizada por su madre en el juzgado de paz del pueblito donde nació debido a un incordio del destino, tenía un sistema implacable; leía los libros comenzando por el final; si lo que leía le resultaba agradable y prometedor, leía el resto. Nunca pude comprender cuál era el criterio que utilizaba para emitir sus juicios, aunque sospecho que la cosa quedaba reducida a si la feliz conclusión de la novela ameritaba atravesar los tortuosos vericuetos de los enredos pergeñados por el autor. Recuerdo verla sentada en el patio trasero de nuestra casa, enfrascada en lecturas medio atentas, puesto que su agudo oído siempre estaba dispuesto a captar alguna nueva noticia sobre la vida de alguna vecina o algún familiar.
Aquella mujer firme y cariñosa había sido anotada en aquel pueblito perdido en la geografía mendocina, por un designio irrebatible del destino: fueron abandonadas por el hombre que había enamorado a mi bisabuela, el día siguiente de su natalicio. Quizá por eso nunca se sintió a gusto en ningún lugar fijo. Nunca consideró ningún lugar como verdaderamente propio, lo que, me parece, la convertía en un espíritu verdaderamente libre, a tal punto, que no dudó un instante el día que se despachó sin demasiadas explicaciones frente al boquiabierto de mi abuelo cuando le dijo simplemente: “¡Me tenés podrida, me voy de esta casa del diablo!”.
Era costumbre reiterada que se contara esta historia como la anécdota infaltable de cada reunión familiar, siendo infalible el relato pormenorizado de los hechos, el día de su cumpleaños, escena que se reiteraba año tras año en el mes de octubre. Todos conocían el ritual: al comienzo ella se negaba a contar la historia aunque no hubiera perdonado nunca que no se le preguntara o se le insistiera para que atrapara a todos -como lograba hacerlo cada vez- con los ribetes inverosímiles de la quimera. Los más afortunados eran los más pequeños y recién llegados al grupo, que quedaban atrapados al instante con el mágico despliegue de la verba de aquella mujer que lograba colocar cada inflexión, cada pausa y cada gesto acompasado, en el punto justo de la exposición.
Recuerdo que una semana antes de morir, me cebó un mate de leche dulce, de aquellos que sabía compartir con los que quería, y me dijo: “No te niegues nunca la oportunidad de la felicidad y la alegría”.
El día que el médico les dijo a mis padres que el motivo de la fiebre que me tenía tendido en la cama se debía a unas paperas francas, aquella mujer estuvo sentada al borde de mi cama desde el momento que el médico cruzó la puerta de entrada, hasta el día en que me levanté por primera vez recuperado. Cuando despertaba por aquellas noches delirando, lograba verla, a través de los vapores de la fiebre, sentada medio dormida con alguna de sus novelas entre las manos. Fingía estar leyendo, aunque muchas veces los pormenores de aquellas historias las revivía en los plateados escenarios de su imaginación dormida.
Como hija de su madre, mi madre, no detentaba tantos galardones. Se ufanaba a menudo haber heredado la visión y el espíritu autodidacta propios de su progenitora, y apenas conseguía eso: jactarse.
Mi padre, de estirpe más llana aún, no lograba acaparar siquiera una minúscula medalla que enrostrarle al mundo, como sustento de algún perdido abolengo en los desfiladeros de la existencia. Entre sus ancestros nada para destacar. Sólo un par de borrachos tristes y una solterona consumida por la envidia cuya mayor desgracia fue vivir hasta los ochenta y cuatro años.
No exagero nada si digo que mis padres apenas sabían lo que significaba un libro. Lo extraviados que estaban en desconocer las prometedoras experiencias que sacarían con sólo dedicarse unos minutos diarios a la aventura de la lectura. Sin inclinarse un instante sobre los folios de uno, consideraban una pérdida de tiempo absoluta la lectura.
Por eso, en mi caso, ser escritor es una contradicción, un levantamiento contra mandatos ancestrales. Una equivocación genética.
Pero hay que reconocer que aquella desviación acarrea el problema de la falta de referentes auténticos. Puesto que no sólo no ha habido una estimulación temprana dentro del núcleo familiar, sino que tampoco he sido un gran autodidacta con la lectura. He leído poco. Lo que me gustó mucho, y lo necesario; lo que hay que leer. Eso sí, en algo soy incoercible. La lectura obligada o elegida ha estado siempre circunscripta a la prosa. La poesía ha sido un género seguramente inaccesible para mí, pero sospecho que hay una trampa en mostrarla como un género en si mismo. Tengo para mí, que la poesía es un ejercicio del lenguaje, un producto de un artilugio que se construye gracias a la maleabilidad de la lengua. Por eso, puede perfectamente encontrarse poesía dentro de la prosa. Existen frases y oraciones memorables en innumerables lugares de innumerables obras que avalan esta afirmación.
Pero no quiero extenderme en la exposición de posiciones tomadas, las tengo y muchas. Quiero referirme al asunto por el que me siento convocado. La dificultad de hallar el propio discurso, la musicalidad singular, la melodía original que deje la impronta de mi persona en la narración; en el desarrollo de alguna idea.
Este es el punto en el que me encuentro. He publicado un libro de cuentos breves, por el que, mal sonará que yo lo diga, he recibido elogios, y que, a mi parecer, y por uso de la necesaria modestia, resultan exagerados.
Ahora tengo entre manos una idea, una historia, que me seduce prometedora. Pero que me tiene atrapado en la inacción, en la falta de creatividad. A veces me parece que esta interrupción está emparentada con el temor a traicionarla, a no alcanzar los niveles expositivos que ella merece; a bastardear su contenido o tornarla incomprensible, cuando la belleza que por momentos logro captar de ella se diluye en el espacio entre el lápiz y el papel.

Como un hecho acostumbrado desde hacía semanas, se despertó en la mitad de la noche. Se quedaba tendido en la cama pero la ansiedad iba en aumento y, anticipando lo que vendría, se incorporaba y pasaba algunas horas recostado sobre el espaldar. Creía tener entre sus manos una historia con la que podía decir mucho; para él, y en consecuencia para otros. Pero apenas desandado el camino comenzó a vislumbrar el incierto final del derrotero.
El descanso se le había interrumpido esta vez atropellado por un sueño. Cortazar le contaba con ansiedad y pesimismo que esperaba un subsidio prometido por los funcionarios de algún área gubernamental. Asistencia que no llegaba nunca y a la que aspiraba, pues le permitiría dedicarse a escribir sin preocupaciones. “¡Escribir! ¡Escribir! ¡Escribir!”, repetía Cortázar en el sueño mientras le clavaba la mirada en sus ojos inciertos, con la misma convicción con la que el suicida dispara sobre su sien.
En aquellas obligadas vigilias, su espíritu de escritor lo compelía a explotar aquellos productos oníricos para extractar de ellos, alguna inspiración ancestral. Entonces tomaba el borrador y releía y corregía; agregaba, quitaba, modificaba, tachaba. Sobre la mesa de luz había dispuesto un diccionario que consultaba, en el mismo estado de ánimo con que los alquimistas se arrojaban sobre sus viejas recetas cuando la nueva fórmula amenazaba con escurrírseles del pensamiento.
Hacía meses que no dormía bien. Comenzaba a notársele el cansancio en las líneas de la cara; en la expresión general de su cuerpo. Como si aquella historia comenzara a adquirir un peso físico tangible y su esqueleto fuera incapaz de sostenerla.
Cuando amaneció fue hasta la cocina a prepararse el desayuno. Un té desabrido con dos o tres galletitas untadas con mermelada de higos. Seguía con el texto y las enmiendas entre las manos.
Fue a la heladera y se sirvió un vaso de agua fría. Cuando se disponía a permitirse un sorbo, dejó el vaso sobre la mesada de la cocina y fue hasta la computadora. Se sentó, abrió el archivo correspondiente y en el lugar calculado se dispuso a escribir. Sus manos quedaron suspendidas sobre el teclado como garras inútiles. El cuerpo le dio permiso para permanecer un rato en esa posición tonta, hasta que un calambre en los hombros lo obligó a descender las manos. Se recostó sobre el respaldo de la silla y miró el techo. Otra vez la mancha de humedad. Tenía que llamar al albañil para ver si terminaba de una vez por todas con esa filtración.
Volvió a la cocina por el vaso de agua, y bebió. El té estaba frío y no tenía hambre. Fue al dormitorio en busca del paquete de cigarrillos. Encendió uno; de los negros: los que le gustan más. Aspiró una enorme bocanada y la retuvo unos segundos. Se acercó a la ventada y exhaló el humo hacia el aire adormecido.
De la madeja de ideas, pensamientos y acontecimientos que lo rodeaban, esperaba poder aprehender alguna hebra de aquel inconmensurable manojo y jalar para apoderarse de algún sentido novedoso.
Fue por el borrador que había dejado en la cocina y regresó al dormitorio. Se sentó en la cama y releyó por enésima vez. Cambió una palabra por otra. Daba lo mismo.
Terminó el cigarrillo y lo tiró la por la ventana. La colilla jugó un rato con el viento antes de precipitarse en la vereda. Se tendió en la cama y cerró los ojos mientras apretaba sus puños con fuerza.
Con un impulso que poseyó su voluntad, saltó de la cama, recogió el texto y sin experimentar el menor remordimiento, lo tiró por la ventana.

Se despidió con un beso rápido y salió apurada en dirección a sus obligaciones. A los pocos pasos se detuvo. Miró hacia atrás y vio como su novio subía al colectivo que lo llevaba al trabajo. En el apuro olvidó recordarle lo de la factura vencida del teléfono…
Miró el reloj: Diez minutos tarde. Volvió a emprender la marcha esta vez con mayor celeridad. En la mitad de la cuadra una lluvia de papeles ensortijados le cerró el paso. Se detuvo. Miró hacia arriba y no vio a nadie. Miró el suelo y, como si fueran suyos, recogió los pliegos dispersos. Los acomodó como pudo. Volvió a mirar hacia arriba. Nadie. Miró el reloj: doce minutos tarde.
Sin ninguna intencionalidad comenzó a leer. Leyó, leyó y leyó. Intercaló los agregados, modificó las enmiendas, suprimió las tachaduras, añadió en las rasgaduras e inventó las palabras que el pulso nervioso de la escritura le impedía descifrar. Continuó leyendo…

Sentada en el umbral de una casa levantó la cabeza y dirigió la vista hacia la vereda de enfrente. La mirada atenta, como si escrutara un escenario donde se estuviera representando una obra magistral. Los ojos se movían siguiendo a los pensados personajes, a la escenografía. Retiró algunos actores, colocó otros, trastrocó el día por noche, iluminó un rincón, envejeció al protagonista, cambió la inflexión de un parlamento y la extensión de otro. Volvió hacia atrás y agregó un personaje.
De pronto, sus ojos se quedaron quietos. Volvió a ver el paredón tapado de inscripciones. Se le antojó el final, bajó el telón y sonrió.
Miró el reloj: tres horas cincuenta y tres minutos tarde…

martes, 12 de diciembre de 2006

En el encuentro con el papel... JOP



Martina solo se acercó para dejar encima de la mesa el sobre encerado. Nunca se detuvo a observar la mirada fría y penetrante de su madre que la observaba desde la más inconmensurable de las alturas.
Solo se limitó a dejar el sobre y luego caminó hasta la puerta del baño donde se detuvo un instante para observar a aquella estatua caliza que la había parido hacía 13 años.
A aquella mirada fría y calculada Martina devolvió una sonrisa dulce e imperceptiblemente triste.
-A pesar de lo que digan todos, yo te quiero mamá-, le dijo a su madre. -Vos tampoco tenés la culpa de haber sido hija de tus padres y no haber podido hacer nada con eso. Tampoco sos culpable de haberte creído enamorada cuando un hombre te tuvo entre sus brazos, para despertarte una mañana, muchos años después, y encontrarte más sola que nunca en este mundo. Ni siquiera sos culpable de la vida que me diste cuando pensaste que un hijo refrescaría el amor por ese hombre que se acuesta todas las noches a tu lado en la cama.
Desde el otro lado, el silencio se incrementó.
-No te culpo de nada. Hiciste lo que pudiste; como dijiste un montón de veces y yo no pude comprender en medio de mis furias.
Martina se quitó el vestido blanco que llevaba puesto y lo dejó caer al piso. A través de su piel blanca y suave de niña virgen podía vislumbrarse la sangre acelerada en sus arterias.
La estatua seguía allí, impertérrita.
Martina sonrió una vez más y se deslizó dentro del baño.
Cuando la estatua caliza recuperó el hálito de vida necesario y pudo desplazarse hasta la puerta del baño, encontró a su hija con las venas de sus brazos abiertas y una leve sonrisa de niña virgen en su rostro.



Proverbio Chino.


"El que teme sufrir, sufre de temor". 

lunes, 11 de diciembre de 2006

Emma Zunz. Borges.


El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre "el desfalco del cajero", recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado ("He vengado a mi padre y no me podrán castigar..."), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

martes, 5 de diciembre de 2006

Miradas. JOP

Dos años atrás, cuando Miguel abandonó el pueblo donde nació para instalarse en la base de una montaña al pie de los Alpes, nunca imaginó que el destino le depararía la posibilidad de transitar por senderos tan diversos y apasionantes, con el sólo ejercicio del pensamiento.
Por especial pedido de Abelardo, los padres de Miguel le confiaron la custodia y la educación del muchacho, a pesar de los comentarios de todos en la localidad sobre las erráticas facultades mentales del anciano.
Las mañanas transcurrían prácticamente iguales a sí mismas desde siempre. Después de un desayuno austero, salían a caminar por el bosque cercano y regresaban luego de pasada la media mañana. Esas caminatas eran para Miguel el encuentro con lo inesperado, a veces, con lo imposible. Porque el Maestro podía contarle animadamente historias que Miguel jamás había oído o, por el contrario, acompañar el paseo cotidiano con largos silencios. Miguel alguna vez quiso interrumpir el letargo de la palabra con algún comentario y escuchó como respuesta el canto de los pájaros o el arrullo del viento atravesando las copas de los árboles.
Aquella fría mañana de otoño habían descendido desde una loma a la que habían llegado sin proponérselo y habiendo comprobado que era uno de esos días en los que el silencio se adueñaba de todo en la casa, Miguel se dispuso a preparar los alimentos que destinaría para el almuerzo cuando el maestro, sin ningún tipo de entusiasmo dijo:
- En algún sentido, todos soñamos el mismo sueño. Aunque las sutiles divergencias que solemos encontrar se impongan y aún en contra de la diversidad del mobiliario con que solemos decorar el proscenio, la escena, en lo substancial, es idéntica para todos.
Después de pronunciar esas palabras, se quedó meditando con la mirada perdida en el suelo. Sus ojos quedaron cubiertos de nostalgia y por unos minutos permaneció existiendo solo en sus pensamientos.
Miguel no se atrevió a interrumpirlo pues sintió que decir algo en ese instante, resultaba equivalente a la profanación de un lugar sagrado. Esos minutos los vivió con la pesadez insoportable con la que suele deslizarse el tiempo cuando se está en el lugar equivocado. Miró varias veces por la ventana, por donde vio a unas ardillas trepando a un árbol cubierto de hojas doradas. Pensó en la inocencia, en la tranquilidad, en la seguridad del creyente. Pensó en la alegría y de cuánta alegría se consideraba titular.
Abelardo no regresaba del pantano al que había entrado y Miguel comenzó a sentir incomodidad por no entender, por no entenderse.
Por fin, se atrevió y con una voz casi imperceptible dijo mirando el mismo punto fijo del suelo en el que Abelardo se había enterrado: - Señor, ¿realmente piensa que usted y yo estamos imposibilitados de mirar las cosas tal como son? ¿Cree honestamente, en esa igualdad que nos hace a los humanos incapaces para percibir la realidad sin estar envueltos en ese sueño compartido?
El tiempo que el maestro se tomó para responder fue mucho más insoportable que el que había transcurrido antes. Demoró en articular una respuesta porque primero, tuvo que regresar desde el averno a esta realidad desconocida que le generaba una inveterada desconfianza, y luego, porque no sabía cómo explicarle a su alumno que el buen Dios había creado las cosas para no ser pensadas. Estaban allí para ser utilizadas, nada más. Pero el hombre había transfigurado las cosas de tal modo que, como si todo hubiera sido presa de un misterioso conjuro, él se había colocado por fuera de la creación entera.
- ¿Ha pensado usted Miguel -dijo al fin-, en la posibilidad de que el Cosmos que conocemos posea una configuración diferente a la que creemos que tiene? Miguel por prudencia y por no saber qué decir, guardó silencio.
- ¿Y si nosotros no estuviéramos en el lugar que creemos estar en este momento? Reflexione siquiera un instante en la posibilidad de que la Tierra no esté ubicada en el punto central de la esfera universal. ¿Imagina las consecuencias que podemos extraer de semejante conjetura? Miguel se sintió aturdido.
- Las observaciones de Kepler son por demás sugerentes, continuó el maestro. El pobre genio anda consternado llevando sus cálculos de un lado para otro buscando los datos necesarios para poder refutar sus conclusiones. Cree que de esa manera va a tranquilizar su espíritu, y lo que no percibe es que lo único que logrará salvar en caso de conseguir la ansiada refutación, es el pellejo de las manos de la Santa Inquisición, pero su espíritu estará condenado a sufrir un tormento mucho mayor que el que padece ahora. ¿Se da cuenta Miguel? Una vez que uno ha mirado y ha podido observar el mundo con ojos nuevos, ya nunca nada puede volver a ser como antes.
El discípulo miró nuevamente la ventana y observó al viento frío que descendía desde los Alpes arrastrando las hojas secas de los árboles y sintió la presión de una humildad colosal, absoluta.
- ¿Miguel, me gustaría saber que piensa usted sobre estos asuntos?, inquirió el Maestro con ternura.
Miguel se levantó y caminó hacia la ventana sin decir nada. Su maestro sirvió un poco de agua fresca en un tazón que estaba sobre la mesa y bebió con lentitud.
- Maestro Abelardo, dijo de pronto Miguel acodado en la ventana. - ¿Esas montañas que nos miran, habrán de ser diferentes si la Tierra deja de estar donde suponemos que está?
Abelardo no apresuró ninguna respuesta, y aguardó a que su discípulo continuara con el parto de aquello que comenzaba a salir.
- Quiero decir, ¿el pastor que lleva todos los días a pastar a sus ovejas en las laderas de aquellas montañas, sus tiempos y sus ritmos, su esposa, sus hijos, sus bienes, dejarán de ser lo que son aunque el Cosmos comience a dar saltos impensados? ¿Aún sus dolores, sus anhelos o sus esperanzas, perderán el valor que poseen para él o para cualquiera de nosotros, por el sólo hecho de que las conclusiones de ese tal Galileo, por ejemplo, digan lo contrario a lo que sostenemos hoy?
El maestro continuó en silencio. Un silencio denso y prolongado que por momentos tornaba irrespirable el aire de la mañana.
- ¿Y el amor que siente por su mujer y sus hijos?, continuó Miguel. – Los lazos de amistad con sus vecinos o sus parientes…, ¿me comprende maestro?, me refiero a todas esas cosas que lo atan a su tierra, al pequeño mundo en el que se desenvuelve su existencia… Miguel le ofreció una mirada de súplica a su maestro porque ya no soportaba seguir esperando una respuesta suya.
- La distancia substancial existente entre la luz y la oscuridad, mi querido Miguel, reside en la capacidad de la que se disponga para soportar la verdad, dijo el Maestro mirando a los ojos a su discípulo. - En eso reside el secreto más profundo que alberga el camino hacia el conocimiento. Cruzar el umbral hacia la sabiduría implica no solo la capacidad de discernimiento sino poseer la templanza necesaria para afrontar la verdad, sobre todo, porque la mayoría de las veces esa verdad, no se ajusta a lo esperado y es además, desagradablemente transitoria.
Miguel estaba consternado. Abrió la ventana para tomar aire fresco y la casa se llenó de aromas de grosellas, de cipreses, de tulipanes, de cerezas, de violetas y de pino. Miguel ajustó la distancia a la ventana para sentir la temperatura que derramaba el sol sobre su rostro pálido.
- En este tiempo hemos transitado muchos senderos y creo que ha intentado asir muchas ideas nuevas, dijo el maestro con su habitual tono impersonal pero afectuoso. – El camino del conocimiento no anticipa la ventura y la felicidad, ni aún en el extremo de llegada, continuó. - Por el contrario, cada punto de llegada se convierte nuevamente en un punto de partida que promete nuevos y mayores sinsabores. No hay paz allí, querido Miguel.
Abelardo se puso de pie y le acercó a su discípulo el poco de agua fresca que aún quedaba en el tazón. Quedaron uno detrás del otro mirando por la ventana hacia el mundo. Ahí nomás, los Alpes imponentes y por encima, el cielo azul que velaba al Cosmos todo. Quedaron uno detrás del otro expectantes del próximo movimiento de cada uno, mientras afuera todo discurría con calmo bullicio otoñal.
Miguel pensó en su madre, en sus hermanos, en los amigos con los que jugaba de niño. Recordó los tiempos en que comenzó a aprender el oficio de carpintero junto a la experta mano de su padre. Pensó en el cuerpo tibio de una muchacha junto al suyo y hasta imaginó los hijos que ella le regalaría.
Esta vez el silencio era territorio de Miguel y tardó en regresar desde allí a la compañía serena de Abelardo. En el preciso instante que retornaba, la mirada compasiva y tierna del maestro lo recibió como una madre recibe a su hijo recién nacido. Miguel quiso decir algo pero la mirada penetrante del maestro lo interrumpió.
- Usted ya no tiene nada que hacer aquí querido Miguel. Usted ha elegido con sabiduría.
En el atardecer de aquel día de otoño, con el viento descendiendo desde los Alpes, Miguel regresó a su pueblo.

De mi "Irreversible". JOP


El sueño la sedujo detrás del estrépito fugaz de la puerta que se cerró. Había quedado sola en la habitación. Sola una vez más. En ese reencuentro remanido se produjo el sortilegio y, quizá por eso, pudo dormirse. La monumental fatiga que experimentaba nada tenía que ver con el sopor que la dominaba en todo momento.
En medio del vacío emocional que la oprimía, la pesada somnolencia la llevaba de paseo por un sendero de pinos azules, y en medio del perfume que el viento arrancaba de sus ramas, Isabel se sentaba a descansar tendida en el suelo. Miraba hacia las interminables copas firmes y experimentaba una seguridad tersa que redundaba en una invitación a desplomarse sobre el cansancio sin temor.
Isabel sentía un profundo deleite al detenerse en medio de aquel bosque de sus primeros años y recostarse en el suelo. Ese terreno arenoso, cubierto de hojas secas y frutos latentes de coníferas implacables, ya la habían apuntalado en otros tiempos.
Mirando hacia arriba observaba con detenimiento el bamboleo perezoso de los pinos. Se los imaginaba como ancianos añosos y frágiles, tanto, que por momentos temía que el viento aumentara el balanceo de sus copas y los quebrara como se quiebra un jarrón de vidrio.
En esa maraña verde había un árbol que siempre atrapaba su atención. Muchas veces, corría hasta el lugar donde estaba solo para observarlo y arrastrar allí sus pensamientos. Era un pino muerto. En medio del bosque exhalante de vida aquel árbol era un monumento, un símbolo de que la finitud inexorable aguarda implacable.
Raído, áspero, cubierto su tronco de verdín persistente, permanecía quieto, inmutable en medio del ajetreo que lo rodeaba.
Su vacía copa muerta y las puntas de sus antiguas ramas guardaban aún los gestos piadosos de sus últimos estertores.
Isabel reflexionaba a menudo sobre el destino de aquella madera vaciada de vida. ¿Lo talarían? ¿Caería corroído por bacterias tenaces? ¿Cedería su vigoroso interior al embate del tiempo?
Sentía una profunda tristeza al mirar aquella momia leñosa. La insidiosa pregunta sobre el fin último de todas las cosas se adhería a su humanidad como el moho a aquella madera inerte. Allí experimentaba momentos de extraña ternura, casi en una relación proporcionalmente inversa a aquella degradada misericordia que experimentaba por la creación entera.
Aquel aroma que el viento arrancaba a los pinos y que Isabel degustaba con ansia, no lograba enriquecer su interior, sino que la arrojaba violentamente fuera de sí a lugares temidos y remotos.
La habitación se obscurecía y en el vórtice que allí se conformaba, no había espacio para organizar ningún deseo propio. Solo escapar. Escapar de todo era la tarea que se le imponía.
El cansancio que sentía era inconmensurable, innominado.

domingo, 3 de diciembre de 2006

Stevenson

Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar
oir nuestra voz en el silencio de la eternidad, que
olvidamos lo único realmente importante: vivir.

viernes, 1 de diciembre de 2006

Del Zaratustra de Nietzsche. "Un libro para todos y para nadie"



"Este es MI camino". Así respondo yo a los
que me preguntan por EL camino.
EL camino, en efecto, no existe.